sábado, 30 de abril de 2022

Mandamases de Bélgica: Leopoldo III

Leopoldo III es un caso claro de mala suerte. Le tocaron muchos números malos en la rifa. En primer lugar, le tocó reinar completamente de sopetón y de manera totalmente inesperada. Es decir, no era inesperado que tuviera que reinar, porque para eso era el príncipe heredero: lo que era inesperado es que su padre, relativamente joven y con una salud excelente, fuera a perecer en un accidente escalando un risco en las Ardenas.

Además, como quedó dicho, su padre era muy querido, cosa que no fue muy complicada por la simple comparación con el piernas de su predecesor. Leopoldo III tenía un listón mucho más alto que superar, lo cual puso todo su empeño en conseguir, ayudado por su esposa, la reina Astrid de Suecia, que además de ser un bellezón era, también, muy popular. Lamentablemente, eso duró poco: al año de subir al trono, los reyes tuvieron un accidente de automóvil en Suiza y la reina falleció en el acto. Más mala suerte.

Para colmo de males, la época era especialmente peliaguda ¿Cuál no lo es?, podríamos decir, no sin razón. Vale, pero Leopoldo III comenzó su reinado en febrero de 1934, cuando en una de las potencias vecinas acababa de subir al poder un señor con bigotito y bastante racista que la liaría parda durante los siguientes once años.

Efectivamente, en 1940 sucedió algo parecido a lo que ya le había sucedido a su padre en 1914: el Reich (esta vez el tercero) invadió Bélgica y Leopoldo III, que tenía formación militar, se puso al frente del ejército belga, como había hecho su padre. Como todos sabemos, la cosa no terminó muy bien. El ejército prusiano de 1914 era un ejército tradicional que venía con armamento convencional, así que de una manera u otra se le pudo hacer frente. En cambio, la Wehrmacht de 1940 era una máquina de guerra perfectamente engrasada que venía de arrasar al ejército polaco, por cierto uno de los que parecían más poderosos de aquellos tiempos, y que disponía de algunos genios innovadores que, en este caso, realizaron maniobras totalmente inesperadas, como la de atravesar las Ardenas con los tanques, cosa que se consideraba imposible.

El caso es que la resistencia belga esta vez duró muy poco y, además, la cosa no terminó ahí, porque la Wehrmacht continuó su camino y en pocas semanas derrotó completamente al ejército francés, con lo que la retaguardia que había utilizado Alberto I en la Primera Guerra Mundial ya no estaba disponible. En situación tan desfavorable, el gobierno belga se exilió a París, y luego a Londres, y sugirió al rey que les acompañase.

Los nazis, hasta aquel momento, habían invadido cuatro monarquías europeas: Dinamarca, Noruega, los Países Bajos y Luxemburgo. Haakon VII de Noruega, la Gran Duquesa de Luxemburgo y Guillermina de los Países Bajos se habían exiliado, mientras que el Rey de Dinamarca Cristián X se había quedado en el país. La decisión no era sencilla y uno puede comprender que Leopoldo III decidiera quedarse en Bélgica. El 28 de mayo de 1940, fecha de la capitulación, todo hacía pensar que a los alemanes no les iba a parar nadie, y que la causa de los aliados estaba perdida. Alemania venía de una serie impresionante de victorias y todo hacía pensar (y así fue) que Francia no iba a durar mucho más después de las maniobras de la operación Gelb que habían puesto fuera de combate a lo mejor de su ejército. Sólo quedaría el Reino Unido y su isla, pero incluso ahí no estaba claro que fuera a resistir mucho tiempo, a la vista de la entonces clara superioridad de la Luftwaffe. Con eso la guerra estaría terminada.

Total, que Leopoldo III se quedó en Laeken, más o menos prisionero de los alemanes. Hay que decir que aprovecho el tiempo para casarse en secreto con una jovencita, Lilian Baels, con la que inmediatamente tuvo descendencia. Inmediatamente es a los pocos meses, casi exactamente nueve desde el matrimonio canónico y algunos menos desde el matrimonio civil, que legalmente debería preceder al canónico en Bélgica, pero que en este caso no tuvo lugar hasta tres meses después. Esto no le grangeó el aprecio del pueblo, que seguía recordando a la reina Astrid. Hay algunos carteles antimonárquicos posteriores con bastante mala leche.

Contra todo pronóstico, la guerra no la ganaron los alemanes. El Reino Unido no fue derrotado y fueron entrando en la guerra, primero la Unión Soviética y luego los Estados Unidos de América. En la segunda mitad de 1944, los alemanes tuvieron que retirarse de Bélgica a toda mecha, pero se llevaron a la familia real con ellos y los fueron internando en campos de prisioneros hasta que los estadounidenses los liberaron el 7 de mayo de 1945.

El cabreo en Bélgica con Leopoldo III era considerable. Hubo una comisión de investigación que concluyó que no había habido traición por parte del rey al rendir el ejército y seguir en Laeken, porque tampoco se encontraron indicios claro de que hubiera colaborado con los nazis de ninguna manera, aunque sí es cierto que mantuvo una entrevista con Hitler, de la que no se sacó nada en claro. Leopoldo III no pudo volver a Bélgica hasta 1950 y, de momento, se quedó con su familia en Suiza, mientras el gobierno belga declaraba que el rey tenía una imposibilidad manifiesta de reinar y su hermano Carlos le reemplazaba como regente en sus funciones.

En general, los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron muy malos para las monarquías europeas: cayeron todas las que tuvieron la desgracia de quedarse en el lado oriental del Telón de Acero. Así, Hungría, Yugoslavia, Rumanía y Bulgaria pasaron a ser repúblicas populares, y Grecia se salvó por los pelos y de aquella manera. Incluso en la zona occidental, Italia pasó a ser república en 1946 tras un referéndum que resultó negativo para la monarquía, con lo que Humberto II, que por cierto estaba casado con la hermana de Leopoldo III, tuvo que emigrar del país.

También en Bélgica hubo un referéndum, pero éste lo ganó Leopoldo III con un 57% de los votos, que no es ninguna mayoría aplastante. Curiosamente, la consiguió sobre todo en Flandes, mientras que en Valonia más bien perdió. El caso es que Leopoldo III pudo volver a Bélgica, pero aquello no había por dónde cogerlo y los disturbios contra su regia persona se sucedían. Así las cosas, Leopoldo III decidió abdicar en su hijo Balduino en cuanto éste alcanzó una edad razonable. El emérito (no, tampoco Leopoldo III renunció a su título de rey) siguió en Laeken algún tiempo, hasta que Balduino I se casó con Fabiola, momento en el cual se retiró a la campiña con su familia a seguir con sus aficiones, que no eran el montañismo, como su padre, sino los estudios sociológicos, muchísimos menos peligrosos. En esas condiciones, llevó una vida de jubilado hasta que falleció en 1983. Desde el principio quedó claro que los hijos que hubo de sus segundo matrimonio no tendrían derechos sucesorios.

Parecía que la monarquía en Bélgica había salvado el punto de partido posterior a la Segunda Guerra Mundial y que de entonces en adelante ya no le esperaban grandes sobresaltos. Pero no. Qué nos habíamos creído...

jueves, 21 de abril de 2022

Mandamases de Bélgica: Alberto I, el Rey Guerrero

Leopoldo II no dejó hijos varones legítimos, pero por los pelos. Si le hubiera dado tiempo en sus últimos días de vida a casarse por lo civil con su amante (por la Iglesia sí llegó a casarse, pero en Bélgica no se reconocen efectos civiles al matrimonio canónico, ni hoy ni entonces), habría habido que preguntarse qué pasaba con los dos retoños varones que habían tenido. Un hijo que tuvo con su esposa (ésta sí, la oficial) murió niño de resultas de un accidente, y las tres hijas que le sobrevivieron no podían reinar, según las leyes de aquellos tiempos. Para compensar, se pasaron varios años en litigios con la viuda (canónica) de su padre, el cual, como vimos, había sido sumamente generoso en su herencia con la mujer que le tuvo embelesado sus últimos años.

Pero, como rey de los belgas, quien le sucedió fue su sobrino Alberto, hijo de su hermano Felipe. Felipe de Bélgica se había dedicado a asuntos militares, como buen segundón, y a ello se estaba dedicando igualmente su hijo Alberto, que reinó como Alberto I. Llegó al trono bastante de rebote. No sólo podía esperarse que Leopoldo II tuviera hijos varones, y no sólo hijas, sino que él mismo ni siquiera era el mayor de los hijos varones de su padre. Pero primero falleció el único hijo varón del rey, luego no tuvo otros, luego no llegó a tiempo de casarse por lo civil con su amante, en 1891 murió su propio hermano mayor, Balduino y, por fin, cuando su padre murió en 1905, se encontró con que le tocaba a él. Frente a la escandalera constante de Leopoldo II, el príncipe Alberto era un tipo ejemplar: deportista, buen marido y muy popular entre sus futuros súbditos. No sé yo si la monarquía belga hubiera aguantado otro Leopoldo II, pero tuvo la suerte de cara.

A los pocos años de subir al trono Alberto I, estalló la Primera Guerra Mundial. Bélgica era un país neutral, pero el Estado Mayor alemán tenía sus propias ideas sobre la neutralidad, que no era compatible con el Plan Schlieffen, el cual preveía un rápido ataque sobre Francia, antes de que al Imperio Ruso le diera tiempo a movilizarse, para derrotarla rápidamente y poder concentrarse luego en el frente oriental. Pero claro, para derrotar rápidamente a Francia, el plan preveía invadir Bélgica y atacar París desde el norte rodeando al ejército francés, que se suponía atacando Alsacia y Lorena. Ese plan pasaba ampliamente de la neutralidad belga y, en general, de lo que pensaran los belgas sobre el asunto.

El Reich envió un ultimátum a los belgas para que les dejaran pasar, los belgas no lo aceptaron, y la invasión alemana se produjo enseguida. Alberto I se puso inmediata y personalmente a la cabeza del ejército belga, de unos doscientos mil hombres, y hay que decir que ese ejército se desempeñó de manera muy correcta frente a la maquinaria de guerra alemana. El tiempo que tardaron los alemanes en conquistar Bélgica (bueno, menos un pequeño saliente que nunca llegarían a ocupar) lo utilizaron los franceses e ingleses en organizar la defensa y los rusos en movilizarse. Lieja resistió casi un mes y Amberes sólo fue abandonado por la amenaza de ser cercados, pero, tras la caída de Gante poco después, a finales de octubre sólo quedaba en manos belgas el territorio minúsculo que había al occidente del río Yser. Eso sí, allí se estrellarían todos los intentos alemanes de progresar, frente al ejército combinado de los aliados. Pero de eso ya se escribió en otra ocasión.

Sobre los aliados, Alberto I tenía ideas propias. De momento, porque iba a su bola. El gobierno belga se había exiliado al norte de Francia, pero el rey se quedó cerca del frente en su calidad de comandante en jefe del ejército y tomaba decisiones militares sin el refrendo ministerial, cosa que él pensaba que tenía derecho a hacer (y seguramente era lo más práctico), mientras que sus ministros tenían una opinión diferente. Estos tiras y afloja no terminaron en toda la guerra, pero las decisiones las tomaba el rey. Por otra parte, Alberto I consideraba que Bélgica no formaba parte de los aliados, sino que era un país neutral cuya neutralidad había sido violada por un país, y los otros le prestaban auxilio frente a esta agresión. Eso le sirvió para limitar la mortandad en el ejército belga, porque no tuvo que participar en las carnicerías de Verdún o la ofensiva del Somme (bastante tenía con lo que estaba montando en los alrededores de Yprés). Aunque se coordinaba con los demás ejércitos, sólo se sometió formalmente al mando conjunto aliado en 1918, en vísperas de la ofensiva de los Cien Días que puso fin a la guerra. Un chico listo.

En el ejército belga militaron algunos de los aristócratas más importantes de Europa e incluso un futuro rey de España. Finalmente, la segunda mitad de 1918 presenció el desmoronamiento del ejército alemán, aún con la mayoría de Bélgica ocupada.

Tras la guerra, el rey se metió repetidamente en política, pero lo hizo apoyado en su enorme popularidad, claro. Como el tío no tenía un pelo de tonto, hacía perfectamente los equilibrios entre los distintos partidos políticos. En sus ratos libres, para librarse algo de la tensión de sus quehaceres habituales, se dedicaba al alpinismo. Preparando una expedición a los Alpes, en febrero de 1934 se escapó un día a los alrededores de Namur, en las Ardenas, para escalar unas paredes, pero ya no llegó a cumplir la agenda de la tarde en Bruselas. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente. Tenía cincuenta y ocho años.

No hace mucho que en Bélgica se ha estado conmemorando el centenario de la Primera Guerra Mundial, que es la guerra que realmente padeció Bélgica, porque, en la Segunda, el frente pasó de largo con bastante rapidez en los dos sentidos, tanto en 1940 como en 1944. Durante la Primera, el país no sólo estuvo ocupado y bastante expoliado por los alemanes, sino que hubo hambre, disparos, batallas y, por si fuera poco, los alemanes estuvieron fomentando el nacionalismo flamenco, que ya de por sí no es que haga falta mucho para despertar. La figura de Alberto I, que por cierto fue el primer rey belga que prestó juramento en flamenco y francés, ha salido aún más reforzada de estos fastos. No digo sino que el 11 de noviembre, aniversario del armisticio alemán en la Primera Guerra Mundial, es festivo en Bélgica, mientras que el 8 de mayo, la fecha equivalente en la Segunda, no lo es. Y eso que hace mucho mejor tiempo.

A Alberto I le sucedió su hijo Leopoldo III, que también se las tuvo que ver con los alemanes, pero Leopoldo III merece una entrada aparte, que tendrá que venir en otra ocasión, porque se está haciendo tarde.

sábado, 16 de abril de 2022

Mandamases de Belgica: Leopoldo II, el rijoso

Sí, Leopoldo II no tiene muchas posibilidades de subir a los altares. No sé sabe por dónde andará ahora, pero es de temer que San Pedro esté poniendo pegas a dejarlo pasar, a saber por cuánto tiempo.

Sea como fuere, sí, Leopoldo II es conocido por haberse encaprichado de una prostituta francesa de dieciséis años, Caroline Lacroix, que lo acompañó durante los últimos diez años de su vida y de manera constante desde que enviudó en 1902. Bueno, tan constante que le construyó un palacio adyacente al suyo de Laeken. Por cierto que Leopoldo II, que tenía nada menos que 65 añazos cuando se enrolló con la adolescente, tuvo dos hijos con ella... o no. Digo o no porque Caroline Lacroix había estado enrollada antes con un tal Antoine Durrieux, que de cuando en cuando se pasaba por el palacete de Laeken haciéndose pasar por el hermano de la chica (sólo tenía dieciocho años más que ella, pero oye, cosas más raras se han creído), y no está muy claro lo que pasaba durante esas visitas.

Cuando Leopoldo II murió, en 1909, llevaba una semana casado por la iglesia con Caroline Lacroix. La chica, ya entonces toda una mujer de veintiséis años, tardó sólo siete meses desde el fallecimiento del rey en casarse con Antoine Durrieux, quien, además, reconoció a los dos retoños como suyos.

Vamos, que eso recuerda enormemente al chiste de aquel anciano que fue al médico con ochenta años y le comentó al médico que había dejado embarazada a su novia, de veinticinco, y que se estaba planteando una vasectomía.

- Como usted quiera. Por cierto, ¿sabe que soy cazador, y muy bueno? El otro día fui a cazar un oso, disparé al aire cuando lo vi acercarse, y enseguida cayó muerto en el suelo con una bala en la cabeza.

- Eso es imposible -dijo el paciente anciano-. Alguien más tuvo que haber disparado.

- Lo mismo le digo yo a usted.

Es curioso, pero su lío con la Lacroix, a la que convirtió en baronesa Vaugham y le dejó una herencia inmensa, fue mucho más decisivo en la impopularidad del rey que todas las barbaridades que había cometido en el Congo. Además, Leopoldo II no se cortaba un pelo y salía con su amante incluso a un lugar tan delicado como la corte inglesa, nada menos que a los funerales de la Reina Victoria en 1901. Y eso que aún no había enviudado. Desde que enviudó, aquello ya se mostraba a cielo abierto. El rey, directamente, era sumamente impopular, en el Parlamento había diputados que se tiraban de las barbas cuando se daban cuenta de que las inmensas riquezas que salían del Congo no se invertían necesariamente en mejorar la situación belga, sino en pagar los caprichos de las amantes del rey, así como en aumentar más y más su enorme fortuna, que no sólo estaba situada en Bélgica, sino literalmente por toda Europa.

Leopoldo II no sólo estaba liado con su churri adolescente francesa, sino que, desde muchísimos años antes, lo estaba con un número considerable de amantes, a las que tenía dispersas por Bruselas y sus alrededores. Supongo que mantener a tanta gente le debía costar un ojo de la cara, por lo que no es de excluir que mantener este tren de vida y sexo fuera una de las motivaciones que le llevaban a exprimir el Congo como un limón. El caso es que sus aventurillas de caza sexual le llevaban por el sur de Bruselas, por el espacio que hoy ocupa el Bois de la Cambre y, más allá, el bosque de Soignes. Y resulta que, cruzando el chaussée de Waterloo desde Uccle en dirección al bosque, aun hoy en día está el picadero real (en sentido estricto: hay caballos) y tres calles, pertenecientes entonces al término municipal de Uccle, en las que se alzan casoplones de bastante consideración. Parece que en tiempos de Leopoldo II, al menos una de las casas de esas calles era utilizada como picadero real (en sentido figurado: había yeguas).

No sé ahora cómo funciona el asunto, pero, por aquel entonces, cada vez que el Rey salía de palacio y atravesaba un municipio, el alcalde debía salir a su encuentro y cumplimentarlo como era debido. Claro, la cosa debía de dar algo de corte, cuando Leopoldo II salía de Laeken con cierto apetito, pasaba a Ixelles y allí tenía al alcalde esperándolo y dándole los buenos días, y luego, cuando estaba a puntito de puntita, y con más apetito aún, que pasara a Uccle y también tuviera al alcalde local esperándolo para hacerle saber cuán contentos estaban sus súbditos de Uccle de tener en su término al monarca.

La solución consistió en alterar los términos municipales, cosa que podría explicar por qué Ixelles está dividido en dos partes, una al norte y otra al sur, de la avenida Louise, mientras que la propia avenida Louise pertenece al municipio de Bruselas, al igual que el propio Bois de la Cambre. De esta manera, Leopoldo II podía llegar allí sin salir de su propio término municipal, porque Laeken pertenece también a Bruselas.

El segundo término municipal amputado fue el de Uccle, porque un oportuno real decreto convirtió esas cuatro calles más allá del chaussée de Waterloo en parte del término de Bruselas, lo cual ahorró a Leopoldo II y al alcalde de Uccle el embarazo del encuentro en una parte del territorio que el rey frecuentaba con cierta asiduidad, y no precisamente para arreglar el mundo.

Entonces, no sé si eso era un privilegio, pero hoy desde luego que no lo es: los impuestos municipales son muchísimo más elevados en Bruselas que en Uccle.

Pero dejemos en paz al segundo rey de los belgas, y pasemos al tercero, que, visto lo bajo que había dejado el listón su antecesor en cuestiones de popularidad, no debería esforzarse mucho para superarlo.

miércoles, 13 de abril de 2022

Mandamases de Bélgica: Leopoldo II, el genocida

El de la foto es probablemente el rey más famoso (y también el menos apreciado) de los reyes belgas que ha habido. Es posible que haya sido, eso sí, la persona más rica de su época, e incluso de cualquier época, como propietario que fue de un país enorme y riquísimo. Pero mejor vamos por partes.

Ya de jovencito debía apuntar maneras de avaricioso y pesetero, y eso que posibles no debieron faltarle nunca. Sin embargo, eso no era incompatible con un mecenazgo relativamente generoso. Durante su largo reinado, el más largo de cuantos ha habido en el Reino de Bélgica, Bruselas se convirtió casi en la urbe que es hoy, con una serie de monumentos emblemáticos, entre los que podríamos citar el Palacio de Justicia o el Parque del Cincuentenario, que le dieron a la ciudad el empaque que le faltaba como capital europea de primer orden. Y muchos de esos monumentos se construyeron con una generosa aportación de Leopoldo II.

Es cierto que, en estos tiempos de "Black lives matter" su figura no ha resistido el paso del tiempo. A decir verdad, en su tiempo ya era una figura sumamente controvertida, porque no le faltaron críticos en ningún momento, pero quizá lo que se piensa de él sea un poco exagerado. Por ejemplo, es creencia popular que el Palacio de Justicia, probablemente el monumento más destacado de la ciudad, se pagó con el dinero que se exprimió del Congo. Así se me explicó cuando realicé una visita al monumento en un día de puertas abiertas y no tengo la menor duda de que el abogado togado en ejercicio que nos daba las explicaciones nos lo decía de buena fe. Sin embargo, basta cotejar las fechas para darse cuenta de que el Palacio de Justicia se terminó de construir algunos años antes de que las potencias europeas le adjudicaran el Congo a Leopoldo II, de modo que la contribución del rey, que la hubo y fue considerable, estaba limpia de las atrocidades que se cometieron más adelante.

En tiempos de Leopoldo II, Bélgica pasó a convertirse en una potencia industrial, en especial Valonia, donde la industria siderúrgica funcionaba a toda mecha. Las condiciones de trabajo eran todo lo infames que en casi cualquier lugar de Europa de la época, pero, paradójicamente, al mismo tiempo Bélgica daba asilo a todos los revolucionarios y conspiradores que pasaban por allí, como Víctor Hugo o el propio Carlos Marx. Lo que hoy llamaríamos un lugar tolerante con lo que fuera. Bueno, a decir verdad Carlos Marx, aun en tiempos de Leopoldo I, fue arrestado por un quítame acá esas revoluciones y tuvo que salir por piernas hacia Francia, que ya había pasado su propia revolución de 1848.

Los dos grandes baldones de Leopoldo II eran su vida personal y su enorme avaricia, que le llevó a hacer la vista gorda sobre lo que estaba pasando en su dominio personal africano. Creo que ya he escrito alguna vez la frase que se le atribuye al emperador alemán, Guillermo II, el cual tampoco era un santo, que decía que no creía que hubiese alguien absolutamente malo en el mundo, "con la posible excepción de Leopoldo II de Bélgica".

Sobre el asunto del Congo se ha escrito mucho. Leopoldo II creó una sociedad filantrópica y, de alguna manera, logró que las potencias le adjudicaran a él, personalmente, es decir, no a Bélgica, el territorio del Congo, curiosamente llamado "Estado Libre del Congo". Lo que siguió fueron varias décadas de explotación del territorio absolutamente demencial, pero que tuvieron la virtud de hacer a Leopoldo II inmensamente rico... mientras se hacía pasar por un filántropo preocupado por el bienestar de los nativos africanos. A esos nativos africanos se les exponía en cosas parecidas a zoológicos y se les amputaban miembros si no eran capaces de rendir correctamente en su trabajo, pero, eso sí, se suponía que la esclavitud estaba abolida.

¿Era Leopoldo II un genocida? Yo, que no soy sospechoso de simpatía por él, creo que no. El genocidio implica una voluntad de acabar con un grupo étnico, religioso, lingüístico... lo que sea, y la única voluntad de Leopoldo II era la de llenar su bolsillo cuanto más mejor. Las amputaciones y matanzas que se produjeron no pasaban de consecuencias de lo primero, pero no me creo que Leopoldo II quisiera terminar con la población del Congo. Otra cosa es que dárselas de filántropo y de estar mejorando su condición requiriera tener un rostro pétreo que indudablemente el Rey de los Belgas y soberano del Estado Libre del Congo poseía más que de sobra.

Con el tiempo, todo se sabe, y las burradas que se estaban cometiendo en el Congo eran excesivas incluso para los estómagos del siglo XIX. Hubo investigaciones, informes... hay que decir que los informes no eran totalmente unánimes, porque hubo uno que encargó el mismísimo y ofendido Leopoldo II que no descubrió que hubiera habido un maltrato generalizado en el Congo. Qué cosas. En todo caso, los demás informes parecían apuntar en sentido contrario, hasta el punto de que llegó un momento en que aquello era insostenible y Leopoldo II, poco antes de su muerte, vendió el Congo al Estado belga, eso sí, por un buen pastón, y a partir de ahí siguió siendo, sí, jefe del Estado en el Congo, pero no propietario. La explotación continuó, no vayamos a creer, pero al menos no los casos más flagrantes de desprecio de la vida y la integridad física de los demás.

Hay estudios actuales sobre el colonialismo que concluyen que, en general, las potencias coloniales no obtuvieron especiales beneficios de su condición de tales, y que más bien perdieron dinero en el intento. La excepción más obvia es Bélgica, que sí obtuvo beneficios de lo más pingües del tiempo en que mangoneó a su gusto en el Congo, el cual duró hasta la descolonización de la posguerra y que, de todas formas, daría para varias entradas.

Por si fuera poco, y para corroborar lo dicho por el káiser Guillermo, Leopoldo II era un mujeriego empedernido, como sus ancestros los duques de Brabante que hemos visto, pero ya no en el siglo XV, sino en tiempos de moral victoriana en que estas cosas estaban mucho peor vistas. No obstante, lejos de movernos por el centro de África, vamos a volver a Bruselas para tratar de este asuntillo. Bueno, ni siquiera a Bruselas, vamos a ir a mi propio municipio, ¡a Uccle!

Pero eso será en una próxima entrada, porque ésta se está alargando mucho y, por si fuera poco, se hace tarde inexorablemente. Y Leopoldo II, alguien que posiblemente fuera la única excepción a la opinión del káiser de que no hay nadie absolutamente malo, bien merece dos entradas.

jueves, 7 de abril de 2022

Mandamases de Bélgica: Leopoldo I, el fundador

Ya parecía que no seguiría esta serie que nos ha llevado desde la fundación de la ciudad de Bruselas hasta la independencia de Bélgica, pero no estaría bien no continuarla hasta nuestros días. La habíamos dejado con un Guillermo I, rey de los Países Bajos, bastante enfadado con la Revolución de 1830. De hecho, hizo una asonada militar con ánimo de recuperar la integridad de sus dominios, sólo para retirarse en cuanto se dio cuenta de que Luis Felipe, rey de los franceses, estaba enviando un ejército con el propósito de proteger la recién adquirida independencia belga. Es posible que fuera poco decoroso que el ejército de Guillermo I fuera humillado por un ejército improvisado como lo era el belga, pero, si lo que tenías enfrente era el ejército revolucionario francés (recordemos que, tan sólo quince años antes, ese mismo ejército era el terror de Europa), entonces ya te podías retirar con cierta dignidad. Eso fue lo que hizo Guillermo I, que no tuvo más opción que reconocer en 1839 la independencia belga y abdicar poco después.

Finalmente, ya nos encontramos con una Bélgica felizmente independiente en su condición de estado-tapón. Un reino pequeñito, pero de un tamaño similar a alguno que otro que existía por aquél entonces en Europa Central. Recordemos que, terminado el Sacro Imperio, lo que hoy es Alemania constaba de un reino bastante potente, Prusia, pero también de estados independientes como Sajonia, Württemberg o Baviera, que eran reinos, y alguno que se quedaba en ducado, como Baden, y de un mosaico de entidades de relativamente poco peso. Por no hablar de Italia, que en aquel entonces no terminaba de existir y que tenía reinos como el de Cerdeña y el de las Dos Sicilias, o los Estados Pontificios, y una serie de ducados, como el de Parma, que desde luego eran entidades de un tamaño igual o menor al flamante reino de los belgas. En fin, que nos podrá parecer poca cosa, pero Bélgica era de un tamaño estándar europeo de aquel tiempo, y Leopoldo I, después de varias peripecias, se convirtió en mandamás de Bruselas, que, lógicamente, pasó a ser la capital del reino.

Leopoldo I tenía buenos padrinos. Segundón de la casa de Sajonia-Coburgo, fue uno de los protagonistas secundarios de las guerras napoleónicas, se casó con una inglesita de la familia real, con lo que hubiera podido quizá a rey consorte del Reino Unido, pero se quedó viudo pronto y sin colocación clara. Ya había sido candidato para ser Rey de Grecia cuando poco antes este país alcanzó la independencia del Imperio Otomano, pero no quiso serlo y prefirió seguir viviendo tranquilamente en Inglaterra en su finca campestre. Y uno de los motivos por los que no quiso convertirse en Rey de Grecia fue que el cargo requería convertirse al cristianismo ortodoxo, cosa que no le apetecía lo más mínimo.

Tiene guasa que uno de los motivos de Bélgica para independizarse fuera el religioso, por no estar gobernados por un rey protestante como Guillermo I... para terminar eligiendo como rey a Leopoldo I, que también era protestante y que nunca dejó de serlo, hasta el punto de que, cuando murió, tuvieron que edificar una capilla protestante a toda prisa para oficiar las exequias.

De por sí, Leopoldo I estaba emparentado con las casas reales de media Europa, y el colmo es que se llevaba bien con casi todos, así que resultaba un diplomático excelente. A pesar del tamaño reducido del país, el prestigio del rey y su capacidad de arbitraje era tan importante que parecía mucho más importante de lo que era. Como gobernante, le tocó lidiar, con éxito, con las rivalidades entre liberales y católicos (que, al menos desde mi punto de vista, también eran liberales, pero de momento no anticlericales, que es lo que eran los otros liberales). Como militar, probablemente estaba más capacitado que cualquier otro oficial profesional del ejército belga: había hecho las guerras napoleónicas, en buena medida en el ejército del Zar, y finalmente había participado en la batalla de Waterloo, así que de vida militar sabía un rato.

En 1865 murió Leopoldo I, y le sucedió su hijo, también llamado Leopoldo, que lógicamente fue coronado con el nombre de Leopoldo II, y que quizá sea el rey belga más famoso. Éste sí que era católico desde el principio, como su madre, lo que no está tan claro es que se lo creyera, pero Leopoldo II merece una entrada para él solo, que será la siguiente de esta serie.

Hoy se hace tarde, así que mejor queda para otra ocasión.