Ha bastado con formar gobierno, sin llegar por poco tiempo a sobrepasar los dos años negociando, y desatarse la segunda ola de coronavirus en Bruselas. Las infecciones han subido como la espuma, cosa que debemos considerar bastante previsible en una ciudad, la mayoría de cuyos habitantes no sólo tienen sus raíces en otro lugar, sino que, durante el verano y aun después, se han dedicado a volver a ellas.
Cuando llegué a primeros de septiembre, las autoridades belgas estaban aparentando seriedad. De hecho, me libré por los pelos de tener que someterme a cuarentena y tests obligatorios, porque fue llegar y declarar zona roja todo el Reino de Valencia, que hasta entonces era naranja (como debe ser Valencia, claramente), y pintar toda España de rojo. La mascarilla era obligatoria en toda la región de Bruselas, aunque, la verdad, las veces que salí a la calle la llevaba uno de cada tres, y corría el bulo de que en los parques de la ciudad no era obligatoria. Digo que era un bulo porque en las entradas de todos los parques había un letrero, en francés y en neerlandés, que dejaba clarísimo que, o te ponías la mascarilla, o te ibas a casa. Pero se ve que hay gente que tiene dificultades con ambas lenguas, porque es verdad que te cruzabas con grupitos de adolescentes o jovenzuelos, totalmente desenmascarados, y hablaban inglés.
Las autoridades tenían la opción de poner a la policía a poner multas a troche y moche y a detener a los infractores, o de hacer la vista gorda. Básicamente han optado por lo segundo, porque éste es un país libre, o algo así, al menos en el sentido de que, con tal de pagar impuestos, aquí la gente hace lo que le sale de las narices. Lo de pagar impuestos, en cambio, es innegociable: si hay algo que funciona en Bélgica como un reloj, eso es la administración tributaria. El resto del país es un complicado engranaje de voluntades libres que sólo con pena y trabajo consiguen aunarse para llevar a cabo alguna tarea común.
Total, que el gobierno regional decidió que tampoco había que exagerar con las mascarillas, y que a partir del 1 de octubre su uso en la vía pública no iba a ser obligatorio, excepto allí donde no se pudiera mantener la sacrosanta distancia social de metro y medio. Es decir, en zonas comerciales especialmente concurridas y debidamente señalizadas.
Contra lo que pudiera esperarse, no he notado una reducción significativa entre quienes no llevan mascarilla y quienes han decidido conservarla: son los mismos de antes. Yo he decidido no llevarla, pero, si hace frío, la verdad es que tampoco le hago ascos, pero no tanto por no contagiarme ni contagiar al personal, sino porque tampoco hay que renunciar a unos cuantos grados de propina. Que ya sé que en España sigue haciendo una temperatura bonancible, pero en Bruselas la máxima de hoy ha sido de once grados, yo duermo con dos mantas y la calefacción ya está en marcha.
Hace un rato leía que en lugares como Molenbeek una de cada tres pruebas son positivas. Molenbeek es un municipio que engaña, como ya vimos hace unos años, porque está en Bruselas, pero uno se diría en África. Supongo que allí los contactos son bastante estrechos, lo cual es néctar y ambrosía para los virus, que deben estar frotándose el ADN y el ARN mientras infectan a diestro y siniestro.
Mientras tenemos la segunda oleada encima de nosotros, y yo sigo en teletrabajo, menos un par de días en que me he acercado a mi oficina a desempeñar unas tareas que se prestaban mal a ejecutarlas desde mi casa. La verdad es que aquello parecía una de esas películas de los ochenta en que los malos habían lanzado bombas de neutrones y te encontrabas con ciudades intactas, pero completamente vacías. Creo que, además de mí mismo, había dos colegas en todo el piso, que normalmente (pero, ¿qué es eso de normalmente ahora?) debían alojar unas cuarenta personas.
Yo no sé si volveremos a los viejos tiempos, pero lo dudo mucho. Eso sí, hay algo que no ha cambiado lo más mínimo: que se hace tarde y, por tanto, es hora de terminar esta entrada.
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