Pues señor, tenía yo esta mañana una cita con un oculista nuevo y, como siempre que debo ir a un lugar por primera vez, y a despecho de lo que digan Google Maps y toda la caterva de aplicaciones de navegación que acabarán por hacernos minusválidos en cuanto nos falle algo y nos tengamos que orientar solos, salí con muchísimo tiempo de antelación. Pensaba ir caminando, pero vi que llovía, así que tomé la bicicleta y, como no me perdí lo más mínimo, llegué a mi destino media hora larga antes de la cita. Incluso para mis estándares, media hora es mucho para meterme en una sala de espera, y seguía lloviendo, así que miré en derredor para ver si podía emplear con provecho al menos parte de esa media hora.
En esto, vi que justo frente a mí, prácticamente en el límite entre los pueblos de Uccle y de Forest, pero ya en la parte tocante a Forest, un gran cartel rezaba, y nunca mejor dicho, "Paroise Saint Pie X - Parochie H. Pius X". Es decir, que estaba ante el templo dedicado a San Pío X.
San Pío X está retratado en la foto que ilustra esta entrada. Papa entre 1905 y 1914, se opuso tenazmente al modernismo teológico y favoreció una reacción católica firme. Un gran papa, seamos claros. Un gran papa que no tengo nada claro que estuviera conforme con lo que parece que se cuece en la parroquia que se le ha dedicado en Forest y que se intuye en las fotos que he sacado.
De momento, advirtamos el tablón de anuncios, últimamente bastante vacío, que se sitúa a nivel de calle. Un folio reza "Ici chaque dimanche messe à 11 h avec animation pour les enfants". En castellano "Misa aquí todos los domingos a las once, con animación para los niños". A mí me parece un cartel muy preocupante. De momento, porque me temo que hay una sola misa en toda la semana (y eso será cuando la permitan celebrar, que ésa es otra), a semejanza de lo que ocurre en San Marcos, otro que se revolvería en su tumba si viera a qué se ha reducido el templo dedicado a él. Para eso ha quedado el evangelio...
En segundo lugar, no nos engañemos, ese cartel revela que quien lo escribió o encargó destaca la importancia de la "animación para los niños", como si fuera eso lo más importante de la misa, que queda convertida en una especie de guardería beatorra, y no la presencia de Jesús sacramentado. Que no pido yo que el cartel diga "con presencia de Jesús sacramentado" (aunque quizá no estaría de más recordárselo a más de uno), pero lo mínimo es guardar un decoro mínimo y no destacar una pastoral tan sumamente desacreditada como la que se ha venido haciendo con los niños, como si no fueran capaces de comprender el lenguaje litúrgico. Que son niños, no subnormales, y son capaces de comprender el lenguaje litúrgico a veces mejor que muchos adultos aburguesados.
El resto del tablón medio lo ocupan tres carteles, pero sólo uno de ellos alude a alguna cosa relacionada con la religión. Se trata del titulado "Sarments forestois", o sea, "sarmientos de Forest", que alude probablemente al nombre de la unidad pastoral al que pertenece la parroquia. La unidad pastoral es un invento adaptado aquí, y que es dudoso que traiga nada bueno, que consiste en juntar varias parroquias para compartir servicios, y que en todo caso pone de manifiesto que la Iglesia Católica en Bélgica se ha quedado sin carne con la que cubrir el esqueleto.
Los otros dos carteles son, uno, un anuncio lamentando la desaparición de Fígaro, un indudablemente precioso gatito negro con las patas blancas, y preguntando si alguien lo ha visto. El cartel restante es una oferta de alquiler de plazas de aparcamiento allí mismo, al precio de 60 euros, supongo que al mes, y el teléfono móvil de la persona de contacto, probablemente el responsable de la "fabrique d'église", que es como decir el ecónomo de la parroquia, encargado del mantenimiento del templo y de que no se venga abajo. En estos tiempos pandémicos, mucho me temo que los ingresos de la parroquia son más magros que de costumbre, y los de costumbre, si han de depender de la colecta de la única misa que se dice en ese templo, tampoco deben de ser como para tirar cohetes.
Un vistazo un poco más allá nos permite ver el famoso aparcamiento cuyas plazas se alquilan, y que es un descampado aplanado y, por lo que se ve, con no demasiado éxito entre los usuarios. Por cierto que el cartel indicador ya nos permite ver otro de los ingresos de la "fabrique d'église", y que es el alquiler de espacios como salas de celebraciones. El letrero dice "San Pío X - Iglesia - Sala de celebraciones". En el mejor de los casos, que San Pío X, autor de "Vehementer Nos", estuviera muy de acuerdo con la situación, es asunto más que dudoso. Él fue, al fin y al cabo, el que tuvo que elegir entre que la Iglesia Católica en Francia fuera reducida a la miseria, al privársele de todas sus propiedades, o claudicar y llegar a un acuerdo con el gobierno masónico y revolucionario de la Tercera República. San Pío X eligió lo primero. Y uno diría que el uso de las salas como lugar de celebraciones particulares debiera ser subsidiario, e incluso disimulado, pero los responsables de la cartelería lo han situado al mismo nivel que el uso como templo, y no puedo dejar de pensar que no pasará mucho tiempo antes de que el uso como sala de celebraciones sea preeminente, y si queda alguna eucaristía, será anunciada con la letra pequeña.
Al final, sumido en estos pensamientos, había llegado el momento de acercarse al templo mismo, que se adivina debajo de la cruz que se ve en la fotografía, allá al fondo. Es acercarse un poco más y darse cuenta de todo el mal que ha hecho la arquitectura moderna, que ha reducido un templo católico a una especie de trapecio en relieve, más soso que la dieta de un hospital de coronarios, y que sólo parece una iglesia por la cruz que se ve en la parte superior del edificio, pero que igual podría ser el palacio de deportes del obispado.
En esto, y como seguía quedándome un tiempo prudencial para la hora de la cita con el oculista, recordé la instrucción del señor obispo de mantener abiertos los templos, ya que no para las eucaristías, al menos sí para la oración privada, y resolví acercarme al mismo, y grande fue mi regocijo al ver el interior iluminado, señal -pensaba yo- de que los responsables del templo debían estar haciendo caso a la orden del obispo, no como los de San Marcos, y que podría pasar el tiempo hasta mi consulta no en una sala de espera impersonal, sino en oración en un lugar a propósito.
Me acerqué, pues, a la entrada, marcada con una flecha, y empujé la puerta, como mandaba un cartel fijado sobre la misma, pero nada conseguí, porque estaba totalmente cerrada. Haciendo hueco con mis manos, atisbé en el interior a dos personas, un hombre y una mujer, colocando lo que parecían unas flores delante del altar. En honor a la verdad, y a pesar de que a través del cristal con los reflejos del exterior se veía más bien poco de lo de dentro, el interior del templo, forrado de madera, mejoraba sensiblemente el exterior que se puede apreciar en la foto (apreciar es mucho decir, pero el lector ya me entiende).
Las dos personas de dentro ignoraron completamente mi presencia al otro lado del cristal, ni siquiera cuando intenté buscar otra entrada y me fui desplazando por las distintas puertas alternativas acristaladas, todas ellas pulcramente cerradas y que, con flechas pegadas sobre los cristales, dirigían a la puerta en la que realicé mi primer intento. Aún di la vuelta por uno de los lados, hasta que no tuve otra sino cejar en mi empeño y, con las orejas gachas, recorrer los diez metros que me separaban de la consulta del oftalmólogo y, con un adelanto un poco menos exagerado que al principio, tocar el timbre.
Y me preguntaba, esperando mi turno, cuál era el motivo de que aquellas dos buenas personas, tan atareadas con sus asuntos, hubieran entrado en el templo cerrando la puerta tras ellas. De hecho, se habían quedado con el templo para ellas solas, muy al contrario del espíritu de la orden del obispo de mantenerlo abierto el mayor tiempo posible. Y ahí está el problema: las dos personas cerraron la puerta tras de sí porque no esperaban a nadie. No esperaban que nadie tuviese la humorada, en un día lluvioso y feo como ha salido esta mañana, de acercarse al templo a rezar, ni mucho menos de que un paciente del oculista vecino llegase a su cita antes de tiempo y quisiese pasar un rato en compañía del Señor.
La verdad es que no he tenido un contacto muy estrecho con los feligreses católicos belgas, fuera de algunas excepciones muy contadas, y que lo que voy a escribir ahora puede ser injusto. Sin embargo, la impresión que tengo es de unas comunidades sumamente endogámicas con enormes problemas para aceptar a alguien nuevo en su capillita. Mis escasos intentos de ejercer las funciones de catequesis que ya desempeñé en Valencia y en Moscú han sido un fracaso sin paliativos, y los responsables pastorales diríase que han preferido que no hubiera catequesis en absoluto antes que confiársela a un advenedizo como yo. Se sospecha de todo lo que no se conoce, precisamente en una ciudad en la que un enorme porcentaje de la población es foránea, y se sacude la cabeza frente a todo lo que sea sospechoso de poco ecuménico-social-vaticanosegundista-misericordioso (y ahora, además, ecológico), y no digamos si alguien dice que el catecismo confirma que el pecado mortal existe y que la confesión frecuente es algo muy conveniente. Vamos, que el ecumenismo, sin ceder en los principios, está bien; lo social está bien; el Concilio Vaticano II tiene cosas chulísimas; y la misericordia más nos vale que la reparta Dios a espuertas, porque, como lo que reparta sea justicia, aviados estamos. Pero una cosa es apreciar eso, y otra muy distinta sólo apreciar eso.
Yo diría que la Iglesia Católica en Bélgica, o muy buena parte de ella, es el paradigma de lo que ha sido ese progresismo litúrgico-eclesial que, a la vista está, tanto daño ha hecho. Los templos se han vaciado, se mantiene una sola celebración, no al día, sino a la semana, el porcentaje de creyentes es irrisorio, y los responsables, en lugar de plantearse si no han estado equivocados, miran embobados no se sabe bien adónde, mientras se empecinan en continuar con la misma pastoral que nos ha llevado a donde estamos. Y, mientras la Iglesia Católica se encoge como el algodón de baja calidad lavado a noventa grados, las funciones se las siguen repartiendo los mismos, sin dejar entrar a nadie que no conozcan, y orgullosos de ser una especie de resto fiel, dueño de la parroquia, aunque sólo les quede el esqueleto.
Y, mientras, uno se queda ahuecando las manos y tratando de mirar al interior del templo, tratando de acceder a él, mientras una pareja de buenísimas intenciones adorna un altar para disfrute de ellos dos y de los pocos a quienes permitan la entrada.
Pero quizá esté yo completamente equivocado, no lo sé. Al fin y al cabo, el que tenía que ir al oculista era yo.
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