Eso sí, los adosados, en su gran mayoría, cuentan con una entrada de garaje, lo cual reduce el espacio disponible para aparcar. En España, la gente que tiene un garaje se rasca el bolsillo y se paga un vado permanente; aquí no existe ese concepto, pero se supone que el derecho a salir del garaje de uno está incluido en el muy oneroso equivalente del IBI urbana, que, en mi caso, supera holgadamente los 2.500 euros anuales. Y sí, yo tengo una entrada de garaje, además de algo de espacio ante el mismo, y la posibilidad de ocupar el espacio, contiguo a la acera, que está justo ante la salida del garaje. Claro que al hacerlo me paso un poco y tomo algo del espacio contiguo, con lo que ya no dejo que aparque nadie detrás, porque de hacerlo taparían la salida del garaje de mi vecina. Los que han seguido esta bitácora ya saben que es mejor no caerle mal a mi vecina, aunque, eso sí, mientras le caigas bien es un encanto (el que no esté seguro de lo que escribo, que vea esto, esto y esto).
El caso es que aparcar en Uccle no es muy difícil. Al que crea lo contrario le enviaría a intentarlo a mi barrio de Valencia, o a la zona urbana más densa de Europa, que, según parece, es Mislata; en todo caso, hay gente que nunca está conforme con su suerte, como, por ejemplo, un vecino de enfrente. Frente a mi casa, como se echa de ver en la foto, hay unas viviendas protegidas, que son antiguas, de cuando el casco urbano de Uccle no llegaba hasta esta zona y sólo se alzaban en toda la misma unas cuantas granjas y la casa de postas que ya estaba aquí en 1627 (o eso dicen) y que hoy es un restaurante. Bueno, en realidad hoy es un restaurante cerrado, como todos los restaurantes belgas, pero eso es otro tema.
Pero estaba escribiendo sobre el vecino de enfrente, un belga de toda la vida, que habla francés con lentitud y condescendencia, y que, como buen veterano, tiene autoridad y ascendencia sobre todos los advenedizos que hemos llegado a esta calle después que él, que debemos ser todos. La verdad es que eso de la autoridad y ascendencia es algo que cree él, pero sigamos con el relato.
Pues señor, llegaba el otro día de hacer la compra en coche, y encontré libre el espacio de delante de mi casa, así que, ni corto ni perezoso, metí el coche delante y me dediqué a descargar la compra; pero he aquí que el vecino en cuestión se encontraba entonces en la acera de enfrente, indicando a otra vecina dónde debía colocar su coche exactamente para maximizar el espacio de aparcamiento. Acabado que hubo este menester, cruzó la calle y se me dirigió resuelto:
- Buenas tardes, monsieur - me dijo tras su mascarilla-. Le voy a pedir un favor.
Me puse la mascarilla antes de que se acercara más, e hice bien, porque acabó a menos de un palmo de mi cara. Nada de metro y medio, ni de distancia social ni zarandajas: un palmo, y gracias.
- Le voy a pedir que aparque usted en el espacio que tiene delante de su puerta. Usted ha aparcado en la calzada de delante, lo cual es su derecho, muy bien, pero tenga en cuenta que usted tiene un garaje. Tiene la suerte de tener un garaje. Si usted aparca aquí, donde lo ha hecho, está inutilizando también la plaza que hay entre su garaje y el de la casa de al lado, ¿lo ve? - y abarcó con sus brazos el espacio en cuestión, y menos mal, porque tuvo que alejarse algo de mi cara-. Si yo aparco detrás de usted, bien pegado, como yo podría hacer, usted no podrá salir...
Hasta esta última frase, el vecino iba bien, pero la última frase sólo podía ser interpretada como una amenaza, y bastante explícita, de jorobarme la vida, pero también era una amenaza hueca, porque ya me cuidaba yo siempre de dejar un par de palmos por delante para poder maniobrar, por mucho que se me pegara quienquiera que aparcase detrás.
- Y yo no tengo la suerte, que usted sí tiene, de tener un garaje, y me cuesta encontrar sitio para aparcar delante de casa, no como usted, que lo tiene fácil.
El plañidero vecino, que además me amenazaba con bloquearme a poco que se me ocurriera pegarme demasiado al alcorque que limita el espacio para aparcar, me estaba comenzando a cargar un poquito. Una de las cosas malas que tengo es que soy completamente transparente, así que hice un gesto de desaprobación que mi interlocutor interpretó de otra manera.
- ¿No me entiende bien en francés? ¿Prefiere que se lo diga en inglés?
Y ahí vi el cielo abierto.
- El francés no es mi mejor lengua -dije de la manera más macarrónica que pude, y remarcando el acento más español que me puede salir-. Sin embargo, podemos hablar en neerlandés.
Me pareció que a mi interlocutor le dio un escalofrío.
- No, no, eso sí que no... el neerlandés no...
Y se fue.
Es impresionante. En Bruselas capital, donde el neerlandés es lengua oficial a más no poder, no sólo no lo habla ni el Tato, sino que produce directamente rechazo. Para mí que no lo hablan más que los que lo deben hacer por obligación, como los funcionarios públicos, y así y todo me gustaría ver cuál es su nivel real. Sí, ya sé que en Valencia capital sucede algo similar, y que dirigirse a alguien en valenciano es una señal muy clara de que no quieres ser amigo suyo, pero normalmente lo entienden al menos. Aquí, no. Aquí, el neerlandés es una jerigonza odiosa, que no se parece lo más mínimo a la lengua predominante (cosa que no pasa con el valenciano), y que pierde en popularidad con respecto al inglés ¡Al inglés! Que ni es lengua oficial, ni se le espera.
Tengo la impresión de que, si le hubiera respondido a mi vecino en valenciano, mal que bien me hubiera entendido. En neerlandés, ni pum.
Pero dejemos estos tejemanejes lingüísticos para mejor ocasión y, aprovechando que hace buen tiempo, cosa poco frecuente, vamos a dar una vuelta por el gran parque de Bruselas, el Bois de la Cambre. Pero eso será en la siguiente entrada, porque hoy se hace tarde.
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