Sinopsis: Nos hemos comprado una casa. Tras superar el galimatías burocrático belga con un éxito aceptable (nunca puede ser completo), llega el momento de integrarse en el vecindario, antes de acometer la reforma de la casa. Y hay unos vecinos de los que nos han contado cositas... preocupantes.
La puerta, pues, se abrió, y apareció ante ella una mujer joven y alta, bien parecida, con una niña muy pequeña abrazada a una pierna con aspecto asustado.
Supuse que estarían secuestrados allí, y que en un descuido de los dueños habían conseguido acceder a la puerta. Ya iba yo a decirles que huyeran mientras pudieran, cuando me sorprendió un saludo, en francés.
- ¡Hola! ¿Son ustedes los nuevos vecinos? Soy Ingrid.
Nos presentamos y, en esto, apareció por detrás de Ingrid un joven sonriente, alto e igualmente bien parecido.
- ¡Hola! Yo soy Rodolfo. Pasen, pasen, no se queden en la puerta.
Pasamos. Yo no las tenía todas conmigo. Esa transformación era, cuanto menos, sospechosa. Quizá hubieran ingerido algún bebedizo que transformaba su aspecto y su carácter, o quizá fuera una trampa. En todo caso, nos sentamos en su saloncito.
- ¿Y ustedes de dónde son?
- Pues somos belgas.
- ¿Belgas? Ah, pues nos habían dicho que eran ustedes extranjeros.
- No, no, somos belgas, nacidos aquí. De hecho, yo siempre he vivido en este barrio y mis padres tienen una casa muy cerca de aquí - dijo Ingrid.
Por un momento pensé si no nos habíamos equivocado de casa, pero no, no, era aquélla, así que les dimos las galletitas que traíamos, que ellos pusieron en un plato, luego sirvieron té, y seguimos la conversación.
- En realidad, mi padre es siciliano, pero yo soy de Flandes, aunque voy de vez en cuando por allá - dijo Rodolfo.
- Y mi madre es alemana, pero muy de aquí - dijo ella.
- Además de esta niña, tenemos otra un poco mayor, que ahora está en clase de música, pero que vendrá enseguida.
- Aaaahhh... así que música, ¿eh?
- Sí, sí, yo sigo tocando todos los días - dijo ella -, y la niña también.
- Pues nosotros tenemos una niña que...
Estuvieron encantadores. No sé yo qué gafas llevaban los antiguos propietarios de nuestra casa, pero los extranjeros, desde luego, no eran estos vecinos, sino los otros. Lo que sí parecía cierto es que habían tenido sus más y sus menos con nuestros vendedores y que, efectivamente, era por asuntos de humedades. Es cierto que pensábamos cambiar muchas tuberías y que, si los problemas venían de nuestra parte, deberían desaparecer, pero, de todas maneras, después de un buen rato de conversación social, nos pusimos al grano.
La vecina, harta de que nuestra antecesora pasara ampliamente de ella, decidió comprar un higrómetro ¿Alguien conoce mucha gente, que no sea arquitecto o fontanero, que tenga un higrómetro en casa? Bueno, pues pasamos a la habitación donde ellos tenían el problema, y efectivamente el higrómetro se puso rojo como un tomate. Era por fardar, me imagino, porque había un pedazo de mancha de humedad en la pared que dejaba muy poquito lugar a dudas, pero claro, la vecina, siendo belga después de todo, querría descartar cualquier posibilidad de equivocarse.
Como, al fin y al cabo y contra todo pronóstico, los vecinos no mordían ni siqueira en noches de luna llena (bueno, esto no hemos podido comprobarlo, pero el caso es que era de día), después de que nos hubieran enseñado su casa, pasamos a la nuestra. La vecina seguía armada con su higrómetro. Lo cierto es que en nuestra casa no había demasiado que enseñar, porque estaba más vacía que el presupuesto de un concejal entrante; de todas formas, la vecina -y nosotros- llegamos hasta la habitación sospechosa, y vimos que los anteriores dueños se habían limitado a poner una pared de yeso por encima de la original. Olé por el arquitecto: en casa del herrero, cuchillo de palo, y en la del arquitecto, pared de yeso.
La vecina, que finalmente estaba comenzando a ponerse de mal humor al ver en qué había consistido la reparación, sacó el higrómetro y lo blandió contra la pared, en vano. Mirando mejor, encontró en el extremo de la pared una sombra de mancha contra la que aplicó el higrómetro y consiguió así que se pusiera rojo, al menos un poquito y después de un rato.
- ¡No han hecho nada para remediarlo! ¡Una pared de yeso! ¡A saber lo que habrá detrás!
- Bueno, no se preocupe, que la quitaremos y lo veremos. De todas formas, vamos a cambiar las conducciones, así que, si la humedad viene de nosotros, desaparecerá.
- No saben cómo era la antigua dueña. Al final, me dijo que ella lo había hecho todo, y que, si tenía problemas, la llevara a juicio ¡Cinco años con el problema!
- Claro, claro...
Nos despedimos amigablemente y, puesto que los vecinos eran músicos (y doy fe de que entretanto, en alguna visita aislada, a ella la he oído ensayar), decidimos poner el piano en la pared que da a su casa.
Y es que no hay como llevarse bien con los vecinos.
* * *
Pero esto no es todo. Los vecinos aparecerán en alguna entrada posterior, pero por otros motivos. Realizada la compra, y conocidos los vecinos, quedaba la parte más complicada del asunto, y donde más protagonistas intervienen: la reforma. Y eso sí que son palabras mayores.
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