Sorprendentemente, muy pocos días después me llamó el operario de la empresa que debía tomar las medidas para confeccionar la cortina. Lo que en circunstancias normales hubiera sido complicadísimo, como es tomar una cita en horario laboral, se ha hecho mucho más sencillo con el teletrabajo generalizado, de manera que pudimos quedar un martes por la mañana, que es un día en que, salvo necesidad imperiosa, me quedo en casa redactando documentos diversos y asistiendo a reuniones a través de pantallas.
El señor apareció con una puntualidad británica, bien vestido y armado con una escalera plegable que yo no sabía ni que existían, pero qué buena idea, tú. La agarró de buen brazo, subió los dos pisos que separan la puerta de entrada a la casa de mi habitación, salvó los seis escalones de la ampliación de autor que hizo el arquitecto anteriormente propietario y, ni corto ni perezoso, desplegó la escalera con ánimo de no entretenerse un minuto más de lo estrictamente necesario. Qué gusto, tú.
- ¿Necesita algo? - le pregunté todo lo solícito que supe.
- No, no, ya me arreglo.
Así le dejé con sus cintas métricas y volví al espacio que he habilitado como despacho en mi casa, y donde redacto documentos diversos y asisto a reuniones a través de pantallas, pero creo que esto lo he escrito ya.
Al rato, y no muy largo, el operario me avisó de que ya había terminado de tomar medidas y, por tanto, se iba.
- Ahora pasaré el encargo a la tienda, que pasará los datos a la costurera con la que trabajan, y ya le avisarán para colocar las cortinas.
Nos despedimos, y yo me quedé admirado de la eficiencia del sistema de la tienda, que hasta entonces, fuerza es decirlo, estaba funcionando como un reloj. Se me aducirá que, con los precios que clavan, ya puede funcionar bien, pero no estemos tan seguros, que no faltan los negocios en Bélgica que, aun desollando vivo al cliente, dan un servicio manifiestamente mejorable.
Me las prometía muy felices y, para colmo, no había pasado apenas nada de tiempo cuando me enviaron la factura de la tienda, para que les pagara una parte a cuenta, cosa que hice sin titubear. Éste es el momento en que podría pensarse que el entusiasmo del proveedor de bienes y servicios belga se enfriaría, pero qué va, a los pocos días me llamaron para concertar una cita y poner la cortina.
- ¿Ya?
- Bueno, le llamo para concertar la cita con tiempo. La costurera nos han dicho que podría estar para finales de marzo.
O sea, cosa de dos meses después de las fechas en las que nos encontrábamos. Con lo bien que habían ido las cosas hasta entonces... Pero bueno, no deja de ser cierto que no estábamos hablando de unas cortinas banales y estándar, sino de algo muy adaptado, muy... triangular y, claro, un trabajo cuidado lleva su tiempo. Hay que comprenderlo.
Acepté, pues, con algo de resignación, la cita que se me ofrecía.
Las siguientes semanas fueron de espera. Es verdad que la lámpara del colegio y la luna llena, cuando la había, eran las mismas de siempre, pero algo había cambiado. No era lo mismo haber pasado todos estos meses, años incluso, bañado por las noches por la luz exterior y sin esperanzas ni perspectivas de que la cosa cambiara lo más mínimo, que la situación actual, en que había una fecha límite a estos sinsabores, que sí, seguían siéndolo, pero el hecho de que su fin estuviera próximo los hacía, si cabe, más insoportables.
Es curioso. Tan lejos como ayer estuve hablando con un compañero cuya fecha de jubilación está a la vuelta de la esquina. De hecho, le quedan cuatro meses casi exactos, antes de descontar vacaciones y esas cosas de última hora. Me dijo que últimamente se enfadaba por cualquiera cosa, y eso que estamos hablando del prototipo de belga, siempre contando cosas graciosas, chistes, y sacándole punta a todo. Pues ni por ésas: asuntos que un año antes le hubieran resbalado sin afectarle lo más mínimo, ahora le sacaban de sus casillas. "Eso es que ya conozco el día final. Ya te pasará a ti", me decía ayer.
Pues lo mismo debía suceder con las cortinas. Mientras no había solución posible, la luz que entraba por la noche en mi habitación era un mal necesario, o más bien inevitable, y es inútil enfadarse por las cosas inevitables. Pero la cosa había cambiado: la luz seguía entrando única y exclusivamente porque aún no había llegado la fecha de la instalación de la cortina. Por lo tanto, de alguna manera la incomodidad de la luz era más molesta: porque tenía fecha de fin.
En estas digresiones se nos ha quedado una entrada un poco más larga de lo deseado. Es más, incluso diría que, entretanto, se ha hecho tarde. Dejemos, pues, la luz invadiendo mi dormitorio durante un par de meses más, y pasemos finalmente al día en que las cortinas se instalaron, pero no ahora, sino que dejémoslo para la próxima entrada.
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