En estos oscuros momentos de final de año, cuando hemos cambiado la hora, los días son cortos y uno se pone de mala leche, parece llegado el momento de continuar las series plañideras sobre el servicio al cliente en Bélgica. Que quede claro que no es que esté idealizando España, pero la impresión que tengo es que allí uno pide o quiere algo y normalmente lo obtiene razonablemente bien, al menos en mi experiencia. Cuando voy a España, suele ser para pocos días, y además en períodos complicados, verano, Semana Santa o Navidad, con lo que, cuando tengo que contratar a algún profesional, suele ser aprisa y corriendo y, así y todo, o yo tengo en España toda la suerte que me debe faltar en Bélgica, o quien sea me dice rápidamente si puede hacer lo que le pido en el plazo en que se lo piso y, si es así, lo que sea se hace, desde luego por mucho menor precio que las clavadas que tengo que encajar en Bruselas.
En fin, que toca escribir sobre la instalación de la cocina. Como han transcurrido más de seis años largos desde la misma, podemos decir que el dolor producido en su día ha remitido lo suyo.
Cuando hicimos la reforma de la casa, el arquitecto no incluyó en el presupuesto los muebles de cocina y los electrodomésticos, cosa aceptable porque hay empresas que ya se ocupan de eso a diario. IKEA es una posibilidad, que ya habíamos utilizado con bastante buen éxito en Moscú, pero esta vez estábamos hablando de algo que teníamos en propiedad y resolvimos subir un poco el nivel, de manera que acabamos en Ixina, una empresa belga dedicada precisamente a estos menesteres. Más en concreto, terminamos en su tienda de Drogenbos, que es un municipio vecino a Uccle, pero que se sitúa en Flandes, no en la región de Bruselas. A pesar de estar en Flandes, el idioma vehicular del municipio es el francés, mal que le pese a Vlaams Belang y a todos los nacionalistas flamencos.
Cuando las obras ya habían avanzado lo suficiente como para permitirnos hacernos una idea de qué presupuesto íbamos a tener y con el cinturón apretado, pero contando con los salarios futuros para hacer encaje de bolillos con las cifras y no tener que empeñar nada en el banco ni mucho menos pedir un crédito, nos plantamos en la tienda. Nos recibió el encargado.
- ¿Así que son ustedes españoles? - dijo, en cuanto nos oyó intercambiar un par de frases en castellano.
- Sí, sí, somos españoles.
- ¡Estupendo! Tenemos la persona ideal para ustedes.
Y nos condujo a una mesa tras de la cual estaba sentado uno de los colaboradores de la empresa, más bien bajo, regordete y con aspecto tirando a desaliñado, con muchos pelos en la cara y muchos menos en la coronilla. Podría andar por la treintena avanzada, aunque no llevaba su edad demasiado bien.
- Alain, te traigo a estos señores, que son españoles.
- Encantado - dijo el llamado Alain, en castellano- . Yo también soy español.
Evidentemente, aquello fue una grata sorpresa. Es verdad que, entre los españoles, el nombre propio “Alain” es completamente insólito, así que supusimos inmediatamente que sería un emigrante de segunda generación, como así era realmente. En efecto, su apellido era Valencia, sus padres eran de Huesca y él mismo se consideraba de Huesca. Su español era muy bueno, pero no perfecto y lo trufaba de galicismos cada dos por tres, hasta el punto de que resultaba muy conveniente saber algo de francés para comunicarse con él y entender expresiones como “sobre plaza” y otras semejantes que él susodicho Alain incrustaba en sus discursos y que no hay español que pueda descifrar sin saber que son traducciones literales, y malas, del francés.
Nosotros habíamos traído un plano con las medidas de la cocina y la ubicación de las tomas de agua y de las tomas eléctricas, con lo cual en poco tiempo ya teníamos un esbozo de cómo podía verse la cocina, siempre teniendo en cuenta que enviarían a alguien para tomar medidas ellos mismos. Los electrodomésticos los pudimos elegir en la misma tienda (‘sobre plaza’, en el curioso castellano de Alain), así que salimos muy contentos de aquélla nuestra primera visita. No sólo parecía que habíamos avanzado un montón, sino que nos habían atendido en castellano y Alain parecía un tipo competente. Todo daba a entender que, por fin, aquello iba a ir sobre ruedas.
Pocos días después, llegó un señor a tomar medidas y, diez días después de nuestra visita, teníamos un presupuesto que entraba dentro de nuestras posibilidades y que aceptamos, y del que pagamos una parte a cuenta, como es lo suyo. En agosto de 2015 todo parecía preparado para simultanear las obras en la casa y la preparación del pedido y así poder instalar en otoño de 2015 y poder mudarnos cuanto antes: el mundo parecía ir bien.
Ja. Y dos veces ja.
Fijémonos en el esquema general de estas situaciones, como la que hoy nos ocupa, o la instalación de la puerta del garaje, o la que hemos visto recientemente de las cortinas. Para que la cosa luego pueda ir mal, la primera visita tiene que dar buena impresión, y en eso las tiendas belgas son unos maestros (bueno, Williams un poco menos, los de la puerta del garaje). Al principio, cuando se trata de llegar al presupuesto y al pago a cuenta, todo son sonrisas; y tiene su lógica, porque de otra forma el cliente no pasaría de allí. Es cuando ya se ha producido el primer pago a cuenta que el cliente se queda atrapado con su proveedor y, a partir de ahí, la tienda puede permitirse empeorar su servicio, retrasarse y hacer todo tipo de judiadas al cliente. Así las cosas, es de suma importancia que el cliente se asegure puntualmente de lo que puede esperar e incluso en esos casos hay incumplimientos completamente inesperados, como los agujerillos en las cortinas. Cuando la cosa va mal desde el principio, normalmente porque la empresa belga es una calamidad en materia de organización interna, el cliente puede escabullirse. Que lo diga Williams.
Si tengo que enunciar una regla general, es que las empresas belgas son de una complicación burocrática insufrible. En cuanto una empresa es lo suficientemente grande, ya no hay una sola persona que se ocupe del cliente, sino una jungla de trabajadores distintos, entre medidores, instaladores, constructores y el sursumcorda, entre los cuales es difícil que todo quede bien coordinado, pero, en cambio, siempre es fácil que la culpa sea de otro, quien sea, que no tiene contacto con el cliente y al que no hay manera de localizar. El único caso de satisfacción (y no completa) es posiblemente el segundo intento de puerta del garaje, y aquí estábamos hablando de una estructura muy simple, en el que el contacto con el cliente y el instalador eran la misma persona. Por desgracia, estos casos son una excepción entre los proveedores belgas, los cuales, como dignos imitadores de su elefantiásica e hiperburocrática administración pública, tienen una estructura innecesariamente complicada. Uno, en Bélgica, tiene la impresión de que todo es administración y de que incluso sus relaciones con la empresa privada tienen un tufillo burocrático, de instancia, recurso y tentetieso, que tira para atrás, pero sin más opción que pasar por ahí, porque, para poder operar en Bélgica y sus impuestos, no hay más remedio que ser grande o ser… poco respetuoso con la administración tributaria.
El caso es que, mientras nosotros nos las prometíamos felices, algo estaba sucediendo que iba a cambiar (y empeorar) todos nuestros planes. Pero no será ahora cuando pasemos de la fase rosa a la fase negra, sino en la siguiente entrada, porque hoy se hace tarde.
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