En la entrada anterior de esta serie, habíamos dejado las cosas muy bien encaminadas, con el encargo hecho y con todo a punto para que, desde el minuto uno de nuestra mudanza a nuestro nuevo hogar, dispusiésemos de la cocina de nuestros sueños.
De repente, comenzó a haber problemillas, materializados en llamadas de Alain a mi esposa cada vez más frecuentes y más extrañas. Los plazos no se podían cumplir, por razones que nunca quedaban claras del todo, pero que desde luego no eran atribuibles a Alain. Había un culpable, por supuesto, pero nunca era él.
Alguna vez pasamos de nuevo por la tienda para cerciorarnos de algunos puntos, o para ver si se podía modificar la disposición de algunas cosas para mejorar el proyecto final, de modo que Alain comenzó a tomar cierta confianza y nosotros, que apreciábamos sus esfuerzos para meter en el plano todo lo que le pedíamos, también comenzamos a tomarnos algunas confianzas. Es lo que tiene, hablar (casi) la misma lengua.
Alain no estaba muy contento con su trabajo. A lo que él aspiraba era a convertirse en funcionario europeo, según decía él, con el fin fundamental de que sus hijos pudieran asistir a alguno de los colegios europeos, que es uno de los privilegios de esos funcionarios. En Bruselas hay cinco de esos colegios, pues no en vano es el lugar donde hay más funcionarios europeos de todo el mundo, en los que se puede estudiar básicamente en la lengua nativa del funcionario de que se trate. Alain era pillo. Aunque su lengua materna era evidentemente el francés, mucho más que el español afrancesado que gastaba, tenía la intención de presentarse a la oposición como español. De esta manera, contaba él, tendría que hacer el examen en su segunda lengua, que resultaría ser el francés, es decir, su lengua materna; además, como español tendría muchas más posibilidades de entrar que como belga, porque Bélgica es, con gran diferencia, el país más representado entre los funcionarios y agentes europeos, en un ejemplo de libro del efecto sede, así que no es fácil ser contratado siendo de esa nacionalidad.
Estas conversaciones debieron abrirnos los ojos a la evidencia de que Alain no estaba quizá todo lo motivado que debería, pero no lo hicieron, quizá porque fuéramos (y probablemente todavía seamos) unas almas cándidas fáciles de engañar, o porque, llegados a ese punto, ya no teníamos más remedio que confiar en lo que viniera.
Después de mucha tensión, porque no podíamos llamar al pintor para hacer los acabados si los muebles no estaban instalados, conseguimos que, con un retraso absurdo, nos hicieran la instalación un buen día de enero de 2016, pocas semanas antes de nuestra mudanza. La instalación de lo que había, que quede claro que eran casi todos los muebles de cocina, pero no todos, los electrodomésticos, excepto el horno, que no se sabía por dónde estaba, y -¡Dios santísimo!- la encimera.
Que falte una cajonera tiene un pase, que falte un horno puede suceder y uno lo puede reemplazar más o menos con la cocina, en este caso de inducción, y con el microondas, pero, si falta la encimera, estás perdido.
- Estará para cuando sea la instalación -decía Alain.
- ¿Seguro?
- Sí. La hace una empresa portuguesa. Los mismos instaladores vienen de Portugal.
- ¿Cómo? ¿De Portugal?
- Sí, traen varios planes de trabajo y vienen aquí una vez al mes más o menos en su camioneta para instalarlos.
En francés, encimera es plan de travail. Por consiguiente, Alain procedió a una traducción literal, porque la palabra encimera, por mucho que trabajase en una empresa de instalación de cocinas, no estaba en su vocabulario. Lo de los portugueses que recorrían media Europa con sus encimeras de piedra natural en su furgoneta era bastante raro, pero oye, cosas más raras se han visto.
El día de la instalación, y no sé cómo me sorprendí, la encimera no estaba y los portugueses tampoco. Ni el horno. Ni una cajonera que habíamos encargado y con la que, según Alain, había habido un problema. Los instaladores, que no son el muro de las lamentaciones, pero casi, pusieron otro horno en el hueco del que tenía que venir, pero era un horno usado, antiguo, más pequeño y sucio, que no sé cómo no les dio vergüenza proponer tal cosa. El hueco de la cajonera se quedó como estaba y, para hacer de guisa de encimera, los operarios pusieron unos tablones de madera, con lo cual podíamos cortar hasta cierto punto, siempre que no hubiera líquidos en la preparación culinaria, porque la instalación, evidentemente, consistía en poner la plancha de madera sobre los muebles y fijarla lo justo para que no se moviera, pero no en impermeabilizar con silicona las juntas con los muebles de debajo. Eso, para los portugueses.
Total, que quedó un desastre. El pintor entró, hizo lo que pudo, pero la mudanza se produjo con la cocina en el estado mediocre en que la dejaron los instaladores, y las primeras semanas en la misma también. La paciencia se estaba acabando. Aquello no era solamente cutre: aquello era infecto.
Alain comenzó a ponerse menos frecuentemente al teléfono. Cada vez menos frecuentemente. Igual estaba preparando la oposición, no sé.
La tensión en casa de los Von Buchweizen se podía cortar con un cuchillo. La cocina es un lugar de la casa muy importante y, si no estás a gusto en él, no estás a gusto en tu casa, que se supone que es para siempre.
Sí, las cosas se estaban poniendo feas.
Había llegado el momento de tomar medidas, pero no estaba claro cuáles tomar ¿El libro de reclamaciones? En Rusia funcionaba bastante bien, y también en España, pero Bélgica es diferente, me temo. En un país donde hasta las empresas privadas son burocráticas a más no poder, esconder un papel no parecía la cosa más difícil del mundo.
Alain ya no se ponía al teléfono en absoluto. Acabamos hablando con otra persona que no parecía saber de qué iba el asunto y que nos decía que ya pasaría el recado. En algún momento pareció que los portugueses nos llamarían para tomar medidas ¿Más medidas? Nos estábamos volviendo locos. Y eso es malo.
A fuerza de pensar, recordé el famoso refrán español de que no hay mejor cuña que la de la misma madera y pensé que, puesto que Ixina estaba formada por un rebaño indestructible de burócratas belgas (porque Alain era belga hasta el tuétano, por mucho que presumiera de español), lo mejor sería combatirles con otros burócratas belgas.
La lucha entre ellos seria encarnizada por seguridad, pero también larga a más no poder. Por eso, por no eternizar esta entrada, y también porque se está haciendo tarde por momento, parece llegado el momento de dejar el combate de los burócratas para la siguiente entrada.
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