Hasta hace unos años, salir de cualquiera de los aeropuertos de Moscú y llegar a la ciudad era algo que imponía respeto a cualquier guiri, hablara o no ruso. Si no hablaba ruso correctamente, era peor, claro, y además de peor podía ser caro de narices. Uno llegaba a Moscú, y se encontraba con un aeropuerto alejadísimo del centro de la ciudad, sucio, cutre hasta decir basta y, en lugar de las hileras de taxis típicas de cualquier aeropuerto, se encontraba con una turbamulta de sujetos mal encarados, con los que uno no iría ni a la esquina, y que obstruían el paso del pasajero hacia la salida con gritos desaforados de "¡Taxi, míster!" o "¿A dónde quiere que le lleve?". Si alguien cedía y se iba con alguno, se encontraba con un coche andrajoso, cuando no medio averiado, y con que al supuesto taxista había que enseñarle el camino para llegar a la casa de uno, como no se tratara de uno de los hoteles más habituales. El taxímetro no existía, y el precio era objeto de regateo, sólo si el pasajero era listo; si no lo era, y se montaba en el taxi sin regatear, el sablazo brutal al llegar al destino era inevitable (algunos tenían tarifas supuestamente oficiales que incluso llevaban impresas). El transporte público consistía en un autobús desvencijado, totalmente inadecuado para llevar bultos, cuya estación de destino, a la que llegaba después de hora y pico de vueltas y revueltas, era la más alejada del centro de la ciudad, así que al pasajero aún le quedaba un buen pico para llegar hasta su casa. En menos de dos horas, nada que hacer.
A Dios gracias, la situación ha ido cambiando. La administración de los aeropuertos, primero, intentó poner coto a la turbamulta de taxistas piratas que se agolpaban a la salida, dando una especie de concesión a una empresa con taxis un poco más normales y precios, también, un poco más normales. Aquello fue un éxito parcial. Hubo resistencia a aquella concesión, pero bastó cometer un par de asesinatos de nada para disipar la resistencia y llegar a cierta cordialidad. La turbamulta siguió existiendo y confundiendo a los pasajeros novatos, pero los más avezados ya sabíamos que, apartando un poco al personal, llegaríamos a un mostrador, y allí podríamos contratar un taxi relativamente decente a un precio conocido de antemano. Bueno, a veces había que esperar, pero, cuando más tiempo estuvieras dispuesto a esperar, más bajaba los precios el taxista pirata que esperaba que te cansaras.
Lo que sí fue un progreso fue la llegada del tren a los aeropuertos. Sólo por eso ya habría que señalar a Putin como un grandísimo benefactor de la humanidad, al menos de la parte de la humanidad que aterriza en Moscú, o como un grandísimo granuja, por no haberlo hecho antes, cosa que ya queda al gusto de cada uno. Los trenes, además, han ido mejorando, y ahora salen cada media hora, son cómodos, rápidos, cuestan unos ocho euros al cambio y te dejan en el centro de la ciudad, pegadito a una estación de metro de la línea circular. Por alguna razón, hay extranjeros que sospechan que no se van a aclarar y siguen teniendo miedo del asunto, cuando en realidad todo está señalizado y anunciado en inglés, además de en ruso, y hasta hay máquinas automáticas expendedoras de billetes. Adiós turbamulta, adiós regateo, adiós discusión, y hasta adiós taxi y adiós atasco monumental a la entrada, y a lo largo de, Moscú.
Pero, ¡ay!, el horario de trenes va de seis de la mañana a doce y media de la noche. Es un horario fantástico, dirá cualquiera que lea esto, y efectivamente así es, pero hay líneas aéreas que se las ingenian para aterrizar en Moscú a deshora, y una de ellas, últimamente, está siendo Iberia.
Iberia ha puesto un vuelo que aterriza en Moscú a las doce y diez de la noche, o eso debería hacer, porque un vuelo puntual de Iberia es algo así como un trébol de cuatro hojas: existen, pero no abundan, y la recogida de equipajes, cuando la hay, no deja de retrasar un poco más el asunto, y eso que Domodiédovo, afortunadamente, no es Barajas, donde sí que esperar el equipaje es muy recomendable para entrenar virtudes como la paciencia y para resistir las tentaciones de mascullar maldiciones y mentar a la madre, y hasta a toda la familia, de quienquiera que diseñara aquello.
El otro día, pues, llegué a Domodiédovo desde Madrid y pasé por la aduana, que es como decir el último obstáculo antes de la salida, a cosa de la una menos cuarto, tarde, pues, para ir en tren a la ciudad, a no ser que me esperara hasta el primero de la mañana, cosa que quizá haría en mis tiempos de estudiante mísero, pero que hace algún tiempo, gracias a la Virgen, que no entra en mis planes salvo que me vea en un aprieto muy grande.
La aparición del tren ha menguado mucho el negocio del taxi en los aeropuertos, así que la antaño furiosa y nutrida turbamulta ha quedado muy diezmada. Salí por la puerta, y a unos pasos de mí estaba el mostrador de contratación de taxis, al que me dirigí, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, se me acerco un hombre como de unos cuarenta años, vestido correctamente, de estatura media y apariencia eslava, que me dijo en ruso (bueno, o en cualquier idioma, la verdad):
- ¿Taxi?
Yo miré al mostrador, donde había tres personas tramitando el suyo con la encargada, aparentemente sin mucho éxito.
- Bueno.
- ¿Y a dónde va?
- Al metro Pushkinskaya, ¿por cuánto me lleva?
- Pushkinskaya, Pushkinskaya... - el hombre se pasó la mano por el mentón, en ademán de duda- Creo que eso está... ¿por el centro?
Esa duda era bastante sospechosa. En Moscú, hasta los niños de teta saben que Pushkinskaya está en el centro, sin necesidad de pasarse la mano por mentón alguno.
- Sí, está en el centro - dije con el gesto torcido.
El hombre tenía en la mano una carpeta. La abrió, y era un libro de tarifas, perfectamente impreso, incluso con carpetillas transparentes para cada hoja. Un curro. Pasó con el dedo por varias opciones.
- Pues eso cuesta...
No le dejé terminar. Había visto de reojo su carpeta y la tarifa más barata era de 5.500 rublos, que son cosa de ciento cuarenta euros. Interrumpí su frase a carcajada limpia.
- Ja, ja, ja... a mí con ésas no. Yo me voy ahí - dije, señalando el mostrador de taxis.
- Jajaja - repitió con sorna -. Pues ahí no tienen taxis.
Y en eso el hombre no decía mentira. La compañía que lleva el mostrador suele andar escasa de gente, porque los taxistas que hay prefieren la alternativa pirata, con la que, como se ve, ganan más, así que ir al mostrador suele suponer armarse de paciencia, por lo menos tanto como en la cinta de entrega de equipajes de Barajas. Eso sí, la paciencia se ve compensada por un precio de dos mil rublos (como cincuenta euros), que le da sopas con ondas a las tarifas que me proponía mi interlocutor.
- Pues esperaré lo que haga falta - dije desafiante, y es que la firmeza es importante a la hora de negociar, porque el hombre me vio en disposición tal que dijo:
- Le llevamos por dos mil rublos.
- Eso es otra cosa. Vamos.
Cincuenta euros por los cuarenta y cinco kilómetros que hay de Domodiédovo hasta Pushkinskaya está bien, además de ser la tarifa oficial. Quizá lo hubiera podido limar más, pero tampoco tanto, a esa hora en que los taxistas también tienen ganas de ir a su casa a dormir.
Mi interlocutor no era el taxista. Se dirigió a un grupo de personas que había poco más allá, restos de la turbamulta de antaño, les dijo a dónde y por cuánto tenían que llevarme y entre ellos decidieron quién iba a ser mi taxista, que resultó ser el que más tiempo llevaba esperando (parece que hasta los piratillas se están civilizando), un tipo rechoncho, todavía joven y de pelo lacio y negro.
- ¿Le va a hacer falta recibo?
- No.
- Lástima. Le hubiera metido los doscientos rublos del aparcamiento.
- Dos mil y ni un rublo más.
Llegamos a su coche, un Skoda moderno y amplio, nada que ver con los Zhigulí moribundos de no hace tanto, cargó la maleta y lo puso en marcha.
- Vamos a esperar un poco a que se caliente - dijo el taxista, con cara de sorna.
Pasó medio minuto, y vio que un coche se dirigía a la salida. Mi conductor lanzó el coche y se puso inmediatamente detrás de él. Todas las barreras estaban libres, pero los dos coches nos dirigimos a la misma.
Del coche de delante salió una mano que introdujo una tarjeta en el mecanismo. La barrera se levantó. El coche pasó y, pegado a él tanto que por poco no le da, mi taxi, sin dar tiempo a la barrera a bajar de nuevo.
- Ya hemos salido - dijo mi taxista, riéndose ruidosamente.
- Ya veo.
No sé si voy a echar de menos los taxis del aeropuerto. Pero entretenidos, lo son un rato.