En España, un lugar con sol y calor naturales, los tomates son rojos, lozanos y sabrosos. En Bélgica, los tomates suelen ser de invernadero, y no digo que sean malos, no, pero peores que los españoles lo son un rato. Son menos rojos, menos lozanos y menos sabrosos. Qué se le va a hacer. En materia de precio, la verdad es que no se diferencian demasiado; ahora bien, en cuestión de calidad, ya sé que toda comparación es odiosa, pero ésta lo es especialmente, sobre todo para los que sabemos lo que es un tomate valenciano y, sin embargo, nos toca conformarnos con lo que se comercializa en el norte de Europa. Es un venir a menos de libro.
En tan apurado trance, ya hace un par de años que decidí tomar el toro por los cuernos y plantar tomates yo mismo, a ver qué tal. En mi juventud agrícola, no aprendí nada que no tuviera que ver con la naranja y el arroz, que son los cultivos que han dado de comer a mi familia durante varias generaciones, pero pensé que todo era ponerse, así que compré unas semillas, las que me parecieron mejor, encontré unas instrucciones, recuperé una azada no muy grande y una legona mejorable, que es lo más potable en materia de aperos de labranza que pude encontrar por aquí, y me puse manos a la obra.
Me puse como objetivo plantar en exterior a principios de mayo, que es cuando preveía que las temperaturas nocturnas fueran lo suficientemente benignas para no matar la planta, así que a primeros de marzo me puse a plantar semillas en unos vasitos con sustrato, para hacerlas germinar en el confortable y caldeado interior de mi casa. Para mi sorpresa, el primer año me germinaron casi todas las semillas más o menos al medio mes de la siembra, con lo que me encontré con unas veinte plántulas y sin macetas para todas ellas. Porque, sí, la segunda fase es en maceta individual, que les dé lugar para crecer. Toca trasladar las plántulas, cuando ya tienen diez o doce centímetros de altura, a unas macetas con sustrato, para que continúen con su crecimiento. Esta fase ya sucedió entre últimos de marzo y primeros de abril. Escogí las plántulas que me parecieron más prometedoras para colocarlas en macetas, mientras que, por otra parte, compré un macetero alargado donde coloqué las restantes, porque me daba pena eliminarlas. Pena. Cómo se nota que hace tiempo que no vivo del campo...
El siguiente paso debía consistir en preparar el terreno para los tomates. Mi jardín, que es un rectángulo de seis metros por diez, más o menos, da para lo que da. El anterior propietario, además, persona de gustos únicamente ornamentales, al menos según lo que pareció a mí, había semienterrado unos bloques de cemento que le servían de macetero de algo que ya había muerto cuando vendió la casa, pero en los que enroscó una especie de arcos que debían servir de tutor de lo que creo que era un frambueso. El primer año decidí dejarlo como estaba, pero el segundo año de siembra decidí que iba a hacer un bancal como Dios manda, con los caballones de tierra y sin elementos de materias extrañas. En un trabajo de arqueólogo, a base de pala, azada, fuerza (poca, la verdad) y paciencia, conseguí levantar los dos bloques de cemento, los coloque en otro lugar del jardín, metí los arcos entre ellos y aproveché el tinglado para enroscar allí unos alambres donde, a su vez, la parra se ha enroscado también.
Volviendo a los tomates, y ya con la tierra libre de cemento, metal y pedruscos, me puse en plan artista, porque yo de pequeño era bueno con la azada, y monté unos caballones de diseño tras arrancar el césped, o más bien la mala hierba, que ya no era necesaria para lo que yo tenía pensado. Es una lástima que no haya premios al mejor artista con la azada o con la legona (la legona es mi especialidad, incluso con la versión ínfima que pude adquirir en Bélgica), porque estaba para disputarlos. Hay que reconocer que la tierra, generalmente bastante húmeda y manejable, ayudaba a poner el caballón en su sitio, con precisión milimétrica. Nada que ver con el seco terruño valenciano. Creo que ya iba entendiendo por qué no había forma de conseguir en Bélgica el azadón de quince kilos, tan necesario en España para destripar terrones como es debido.
Sea como fuere, el primer año fue un éxito bastante logrado. Tuve tomates, y los tuve muy sabrosos. Lo malo fue que su maduración terminó por coincidir con el período en el que estuve de vacaciones, así que la mayoría de los tomates acabaron en la despensa, y luego en el estómago, de la señora de la limpieza, que los agradeció mucho, pero a mí me hubiera gustado probar algunos más.
Este año todo estaba preparado para que, el día 1 de mayo, festivo, se produjera el esperado trasplante de las matas de tomate al bancal: la azada y la pala especial para trasplantes estaban listas, el bancal a punto, los huecos previstos, y hasta una pequeña alambrada para proteger las matas de los gatos y facilitar que las ramas crecieran. Los tutores estaban perfectamente alineados, y nada parecía presagiar otra cosa que una cosecha excelente.
Pero esto se va alargando mucho, así que lo dejaremos para la continuación de esta entrada, porque hoy se hace tarde.
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