Pero, como rey de los belgas, quien le sucedió fue su sobrino Alberto, hijo de su hermano Felipe. Felipe de Bélgica se había dedicado a asuntos militares, como buen segundón, y a ello se estaba dedicando igualmente su hijo Alberto, que reinó como Alberto I. Llegó al trono bastante de rebote. No sólo podía esperarse que Leopoldo II tuviera hijos varones, y no sólo hijas, sino que él mismo ni siquiera era el mayor de los hijos varones de su padre. Pero primero falleció el único hijo varón del rey, luego no tuvo otros, luego no llegó a tiempo de casarse por lo civil con su amante, en 1891 murió su propio hermano mayor, Balduino y, por fin, cuando su padre murió en 1905, se encontró con que le tocaba a él. Frente a la escandalera constante de Leopoldo II, el príncipe Alberto era un tipo ejemplar: deportista, buen marido y muy popular entre sus futuros súbditos. No sé yo si la monarquía belga hubiera aguantado otro Leopoldo II, pero tuvo la suerte de cara.
A los pocos años de subir al trono Alberto I, estalló la Primera Guerra Mundial. Bélgica era un país neutral, pero el Estado Mayor alemán tenía sus propias ideas sobre la neutralidad, que no era compatible con el Plan Schlieffen, el cual preveía un rápido ataque sobre Francia, antes de que al Imperio Ruso le diera tiempo a movilizarse, para derrotarla rápidamente y poder concentrarse luego en el frente oriental. Pero claro, para derrotar rápidamente a Francia, el plan preveía invadir Bélgica y atacar París desde el norte rodeando al ejército francés, que se suponía atacando Alsacia y Lorena. Ese plan pasaba ampliamente de la neutralidad belga y, en general, de lo que pensaran los belgas sobre el asunto.
El Reich envió un ultimátum a los belgas para que les dejaran pasar, los belgas no lo aceptaron, y la invasión alemana se produjo enseguida. Alberto I se puso inmediata y personalmente a la cabeza del ejército belga, de unos doscientos mil hombres, y hay que decir que ese ejército se desempeñó de manera muy correcta frente a la maquinaria de guerra alemana. El tiempo que tardaron los alemanes en conquistar Bélgica (bueno, menos un pequeño saliente que nunca llegarían a ocupar) lo utilizaron los franceses e ingleses en organizar la defensa y los rusos en movilizarse. Lieja resistió casi un mes y Amberes sólo fue abandonado por la amenaza de ser cercados, pero, tras la caída de Gante poco después, a finales de octubre sólo quedaba en manos belgas el territorio minúsculo que había al occidente del río Yser. Eso sí, allí se estrellarían todos los intentos alemanes de progresar, frente al ejército combinado de los aliados. Pero de eso ya se escribió en otra ocasión.
Sobre los aliados, Alberto I tenía ideas propias. De momento, porque iba a su bola. El gobierno belga se había exiliado al norte de Francia, pero el rey se quedó cerca del frente en su calidad de comandante en jefe del ejército y tomaba decisiones militares sin el refrendo ministerial, cosa que él pensaba que tenía derecho a hacer (y seguramente era lo más práctico), mientras que sus ministros tenían una opinión diferente. Estos tiras y afloja no terminaron en toda la guerra, pero las decisiones las tomaba el rey. Por otra parte, Alberto I consideraba que Bélgica no formaba parte de los aliados, sino que era un país neutral cuya neutralidad había sido violada por un país, y los otros le prestaban auxilio frente a esta agresión. Eso le sirvió para limitar la mortandad en el ejército belga, porque no tuvo que participar en las carnicerías de Verdún o la ofensiva del Somme (bastante tenía con lo que estaba montando en los alrededores de Yprés). Aunque se coordinaba con los demás ejércitos, sólo se sometió formalmente al mando conjunto aliado en 1918, en vísperas de la ofensiva de los Cien Días que puso fin a la guerra. Un chico listo.
En el ejército belga militaron algunos de los aristócratas más importantes de Europa e incluso un futuro rey de España. Finalmente, la segunda mitad de 1918 presenció el desmoronamiento del ejército alemán, aún con la mayoría de Bélgica ocupada.
Tras la guerra, el rey se metió repetidamente en política, pero lo hizo apoyado en su enorme popularidad, claro. Como el tío no tenía un pelo de tonto, hacía perfectamente los equilibrios entre los distintos partidos políticos. En sus ratos libres, para librarse algo de la tensión de sus quehaceres habituales, se dedicaba al alpinismo. Preparando una expedición a los Alpes, en febrero de 1934 se escapó un día a los alrededores de Namur, en las Ardenas, para escalar unas paredes, pero ya no llegó a cumplir la agenda de la tarde en Bruselas. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente. Tenía cincuenta y ocho años.
No hace mucho que en Bélgica se ha estado conmemorando el centenario de la Primera Guerra Mundial, que es la guerra que realmente padeció Bélgica, porque, en la Segunda, el frente pasó de largo con bastante rapidez en los dos sentidos, tanto en 1940 como en 1944. Durante la Primera, el país no sólo estuvo ocupado y bastante expoliado por los alemanes, sino que hubo hambre, disparos, batallas y, por si fuera poco, los alemanes estuvieron fomentando el nacionalismo flamenco, que ya de por sí no es que haga falta mucho para despertar. La figura de Alberto I, que por cierto fue el primer rey belga que prestó juramento en flamenco y francés, ha salido aún más reforzada de estos fastos. No digo sino que el 11 de noviembre, aniversario del armisticio alemán en la Primera Guerra Mundial, es festivo en Bélgica, mientras que el 8 de mayo, la fecha equivalente en la Segunda, no lo es. Y eso que hace mucho mejor tiempo.
A Alberto I le sucedió su hijo Leopoldo III, que también se las tuvo que ver con los alemanes, pero Leopoldo III merece una entrada aparte, que tendrá que venir en otra ocasión, porque se está haciendo tarde.
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