La cosa venía de antiguo. Supongo al lector familiarizado con la rebelión flamenca de 1568, y de cómo el duque de Alba ejecutó una solución militar con mucho éxito... militar. El rey Felipe II se convenció de que quizá había que llevar a cabo una política más comprensiva, y sustituyó al duque por Luis de Requesens, que era amigo personal suyo, porque se habían criado juntos, y que era una excelente mezcla de diplomático y militar, que se había distinguido en las Alpujarras y Lepanto. La cosa no salió bien, porque la situación estaba demasiado enrarecida y porque las tropas españolas empezaron a ser objeto de emboscadas (y no sólo por parte de los protestantes, sino también de los católicos), lo cual, junto con la crónica falta de pagas y una de las bancarrotas españolas, les llevó a cosas como el saco de Amberes, que la leyenda negra ha contribuido a que todos creamos que la culpa exclusiva era de las tropas españolas, sin que se diga muy alto (ni muy bajo) todas las guarradas que las autoridades amberinas habían perpetrado contra los españoles antes del saqueo. Pero de eso ya tocará escribir en otra ocasión.
Y por un tercer factor, que era la pésima salud del gobernador, ya desde hacía tiempo, que le llevó a la tumba, a los cuarenta y siete años, en marzo de 1576. La interinidad en que quedaron los intereses españoles no benefició nada a su posición, hasta que el rey nombró gobernador general a un peso pesadísimo de entre quienes tenía a su disposición: nada menos que a su hermanastro, el de la foto, don Juan de Austria, el vencedor de las Alpujarras y de Lepanto, donde ya se había encontrado, obviamente, con su antecesor Luis de Requesens.
Desde el punto de vista de quien conoce la historia posterior, nada más fácil que decir que don Juan de Austria pecó de pardillo (también es cierto que estaba a punto de cumplir treinta años). Para pacificar los ánimos, consintió en que los tercios salieran de aquel avispero, pero lo que consiguió fue que los Estados Generales se declararan en abierta rebelión, habida cuenta de que el gobernador carecía de tropas con las que hacerse respetar. Don Juan de Austria vio que la cosa se ponía chunga, y se replegó a las zonas que le eran leales, Luxemburgo y Namur; desde allí esperó el retorno de los tercios, que efectivamente empezaron a movilizarse de vuelta, encabezados por un general que no tardaría en hacerse conocido, Alejandro Farnesio, que por cierto era sobrino suyo, además de compañero de estudios. Como paso preliminar para la ofensiva, el ejército hispánico se acantonó en Namur.
Los Estados Generales levantaron un ejército numeroso, de veinticinco mil soldados, con un gran contingente de mercenarios, y lo lanzaron contra los tercios. El encuentro se dio en ¿Gembloux?
Pues no está claro del todo. Sí que está claro el transcurso de la batalla, que fue una victoria por goleada de las tropas españolas. Una avanzadilla española que había ido de inspección trabó contacto con el enemigo. Cuando el jefe de la caballería, Octavio de Gonzaga, le ordenó retroceder, de forma quizá un poco brusca, el jefe de las tropas avanzadas dijo cabreado que él era español y no retrocedía, es decir, la bravuconada típica de la época. En lugar de arrestarlo, Alejandro Farnesio dobló la bravuconada, movilizó a la caballería de la que disponía, unos dos mil jinetes, se puso al frente de la misma y resultó que desbarató completamente a la caballería de los Estados Generales, que se puso en fuga y arrasó en la huida a su propia infantería. A partir de ahí, la persecución que se produjo deshizo completamente el ejército de los Estados Generales, muchos de cuyos componentes no tenían muy claro por qué luchaban y estaban incómodos con la presencia de herejes entre sus filas, siendo ellos católicos.
Don Juan de Austria regañó -pero sólo un poquito- a Alejandro Farnesio, por haberse puesto en peligro como soldado, cuando el rey lo había enviado a Flandes como general. Luego los dos enviaron sendas cartas a Felipe II elogiando la actuación del otro.
Los rebeldes se refugiaron en la ciudad de Gembloux, efectivamente, a donde llegó poco después el ejército español, al que no le costó gran cosa tomarla. El resto de la campaña es otro asunto, pero concluyó con el fallecimiento por tifus de don Juan de Austria en octubre del mismo año de 1578, a quien sucedió como gobernador general el propio Alejandro Farnesio, de quien ya hemos hablado alguna vez en esta bitácora como de quien hubiera concluido con la rebelión de los Países Bajos, si no le hubieran obligado a hacer demasiadas cosas con los medios que tenía a su disposición.
La duda, con respecto a esta acción, en la que los tercios consiguieron eliminar un ejército entero sin más que unas pocas decenas de bajas, reside en saber dónde estuvo en realidad el campo de batalla. Parece indudable que fue al sur de Gembloux, pero no hay una idea exacta de dónde fue exactamente. He leído que, en realidad, donde seguramente tuvo lugar fue cerca de un lugar llamado Temploux, que se pronuncia casi igual y que hoy es una pedanía de Namur situada a unos pocos kilómetros de lo que entonces ya era el centro de la ciudad. Parece verosímil que la retirada desordenada del ejército de los Estados Generales les llevase a Gembloux, que está a pie a doce kilómetros totalmente llanos de Temploux, como primera plaza fuerte donde lo que quedaba de la tropa pudiera refugiarse después de los sopapos que se había llevado.
En todo caso, la victoria tuvo una gran resonancia, minó la moral de los Estados Generales y preparó la vuelta de todo el sur de los Países Bajos a la obediencia del Rey de España. No es extraño que su aniversario sea conmemorado como Día de los Tercios.
Pero, ¿qué hacemos aquí, entonces? Nada útil, así que toca desplazarse al teatro de las operaciones y ver qué hay por allí.
Ahora bien, tocará hacerlo otro día, porque hoy se hace tarde.