lunes, 26 de julio de 2021

La predicación en tiempos de pandemia

 La pandemia ha afectado duramente a las actividades de la mayoría de nosotros. Muchos hemos tenido que adaptarnos, más o menos bien, a las nuevas circunstancias, mientras que otros han tenido que restringir sus actividades o directamente quedarse en casa.

Lo que no ha cambiado es que sigo respondiendo al teléfono fijo, que por alguna razón conservo todavía, en neerlandés. Como mi número fijo aparece en la guía telefónica con un nombre equivocado, ya que la compañía de teléfonos se equivocó en su día al copiarlo (sin embargo, las facturas llegaban con el nombre pulcra y correctamente escrito), no es difícil averiguar quién llama a partir de la guía, y por tanto lo más probable es que se trate de una llamada poco interesante para mí.

Como ya sabemos (porque lo dijimos aquí, aquí y aquí), en Bruselas el flamenco no lo habla ni el Tato, por muy oficial que sea. Cuando un teleoperador quiere venderte vino, seguros, servicios de telefonía o lo que sea y se encuentra con que el cliente potencial le responde en flamenco, el interés del comercial por el cliente desciende vertiginosamente. Es que ni uno, tú. Todos, sin ninguna excepción, han terminado balbuceando las cuatro palabras que han logrado desenterrar de cuando iban al colegio para decir que, lo sentían mucho, pero que no estaban en condiciones de continuar la conversación. Los más atrevidos, como los de mi antiguo proveedor de Internet, Proximus, me decían que alguien que hablase flamenco me llamaría. Era más que evidente que los chicos de Proximus estaban intentando que recapacitara en mi resolución de abandonarles y, como las compañías de telefonía hacen tan a menudo, me iban a hacer una de esas ofertas irrechazables con mucha letra pequeña que ponen a los clientes los ojos como platos.

Bueno, pues ni eso. Al darse cuenta de que hablaba flamenco, terminaron por desistir, lo cual confirma la prácticamente única utilidad que ha tenido hasta hoy el flamenco en mi vida: permite librarse de los pesados.

O eso creía yo.

Anteayer, sonó el teléfono fijo por primera vez desde mi retorno. Lo tomé y, de manera jovial y decidida, lancé un claro y nítido Goedemorgen!

Para mi sorpresa, al otro lado de la línea sonó una voz de mujer que, de forma evidentemente trabajosa, ni siquiera me preguntó si podía continuar en francés, sino que, en un flamenco difícil, me dijo que me quería invitar a una conferencia.

Eso ya me había pasado antes. Los comerciales llaman, y te dicen que te ha tocado un regalo, que tienes que recoger en la tienda tal en el momento cual, y todo es para que vayas a la tienda que protagoniza la campaña. Lo que no había pasado antes es que el comercial, cuyo flamenco era claramente peor que el mío (que ya es decir), consintiera en expresarse en una lengua que estaba lejísimos, no ya de dominar, sino de hablar y, sobre todo, entender, de manera suficientemente operativa.

Tras tratar de entendernos en esa jerigonza que es el flamenco, me quedó claro que la organización que estaba detrás de la llamada había organizado conferencias presenciales en el pasado, pero que la pandemia les había obligado a hacer las cosas exclusivamente en línea. Así que la conferencia era en línea, y ella me estaba dando un enlace.

- ¿Y sobre qué es la conferencia?

- Sobre el amor.

- Ah...

- El amor a Dios.

- ¿Y el enlace a la conferencia es...?

- jw.org

- Lo sospechaba.

Pinchando en el enlace anterior no se va a donde la señora quería enviarme, sino a la entrada en la que se relatan mis peripecias anteriores con los Testigos de Jehová, esos herejotes de tendencia arriana. Algo hay que reconocerles, y es que son inasequibles al desaliento, y que ya quisiera más de un comercial (y probablemente más de un predicador) tener siquiera una parte de los recursos que atesoran ellos, aunque ello requiera chapurrear una lengua como el flamenco, que está lejos de ser la más extendida del mundo. Y eso que la pandemia les ha arruinado su modelo de predicación por parejas y de puerta en puerta, en frío; pues ya sabemos lo que hacen ahora. Lejos de encerrarse en sus salones del Reino esperando a que amaine, se han puesto manos a la obra y siguen dando la vara, pero ahora lo hacen por teléfono.

No les arriendo la ganancia, pero, al menos, no les caerán tormentas encima.

La conversación siguió por los derroteros habituales que suceden cuando me encuentro con los Testigos de Jehová. Al final, les digo que yo soy católico, y que lo quiero seguir siendo; ellos me retan a que saque mi Biblia, por mucho que sea la católica. Como siempre, supongo que quieren sacar las citas que les han obligado a aprender de memoria en la Watchtower, y que no son muy difíciles de rebatir con otras citas, pero por teléfono eso no es sencillo. Quizá por ello se limitan ahora a recomendar a sus clientes (creo que se les podrá llamar así) a que visiten su página web, llena de fotos de gente guapa y sonriente que exuda felicidad. En eso hay que reconocer que, desde el punto de vista de la imagen, les dan sopas con ondas a la brutalmente sosa página del Vaticano, que debe de haber sido diseñada por un teólogo o un filósofo, pero desde luego no por un experto en posicionamiento de páginas web ni mucho menos por un experto en imagen.

En este caso, la conversación duró poco, que es una de las ventajas de discutir en flamenco. Y sí, espero que pase pronto la pandemia, y que los Testigos de Jehová puedan reanudar sus visitas tradicionales puerta a puerta, porque es muy triste dar la vara desde un teléfono en la soledad de la casa de uno; para eso, no hay punto de comparación con ir de dos en dos, porque lo que dijo Jesús fue que fuéramos de dos en dos, no que nos dedicáramos a llamar por teléfono a la peña, y tratar de conseguir adeptos. Es más, auguro que, a la que se termine esto, los Testigos de Jehová van a tener un cierto ascenso, porque conozco a más de uno al que este año y medio (y lo que queda todavía) le ha sentado bastante mal a nivel de coco, y puede estar tentado de aceptar unirse a un grupo que da respuestas a todas las preguntas, aunque sea a costa de cerrar los ojos a lo que dicen las partes de la Biblia que contradicen las teorías en las que basan su existencia.

Pero eso ya lo veremos más adelante. Hoy no, que es tarde.

martes, 20 de julio de 2021

Be water, my friend

No, al final no ha sido para tanto, porque, a Dios gracias, las lluvias pararon abruptamente el viernes por la mañana y está sucediendo una semana de tiempo seco, que ha contribuido a aliviar las cosas. No me voy a quejar yo, cuando en la zona de las Ardenas ha habido muertos, algunos de muy corta edad, mientras que mis pérdidas se reducen a bienes materiales, y tampoco a tantos de ellos. Al final, las causas del incidente se encuentran en un tapón en uno de los desagües que bajan del tejado; si eso lo combinas con lluvias torrenciales, el agua se estanca y la puñetera ley de la gravedad hace el resto. Ya podía el gobierno español dedicarse a derogar la ley de la gravedad, o a establecer la autodeterminación física; total, puestos a retorcer la realidad, qué más dará una cosa que otra.

Al no hacerlo, el agua busca la manera de llegar lo más cerca posible del centro de la Tierra, y en este caso encontró una grieta minúscula que se agrandó convenientemente con el peso del líquido elemento y que pasó sucesivamente por mi habitación, mojando una serie de libros y libretas que, Dios mediante, se secarán sin excesivo menoscabo. Una parte siguió hasta el piso de abajo, donde hay un plafón y en él un aplique encastrado que se demostró más poroso de lo que parecía, así que por allí pasaba a chorro, con la consecuencia colateral de que saltaron los plomos y se fue la luz, con lo que se perdió la comida que quedaba en la nevera y en el congelador. Adiós, jamón. Adiós, morcillas. Adiós, chorizos. Qué sano voy a comer a partir de ahora.

El agua se coló más aún, no sé muy bien por dónde, hasta el nivel inferior, donde he establecido mis reales de teletrabajo, y allí humedeció una estantería, una impresora, un ordenador y unos cuantos libros necesarios para mi trabajo y que se van secando con pena y paciencia.

Y siguió más abajo, hasta el nivel de la calle, y allí se quedó en el suelo, tras haber mojado el parqué y la madera de los pisos superiores, y se acumuló, y perjudicó aún más de lo que ya estaba a un sofá histórico, que compré por catálogo en Rusia en el lejano 1997 y que lleva desde entonces dando descanso a mis posaderas, además de servir de cuna a Abi el primer día que apareció por Moscú, con sus tiernos dos meses de edad, porque la cuna de verdad la habían llevado a otro lugar. Ese sofá sirvió de conejillo de indias a todos los juegos de mis tres hijos y tenía algunas manchas que lo condecoraban y que se intentaban disimular con una funda que lo cubría. Ahora mismo, tras la tromba de agua, no es fácil encontrar algún lugar sin mancha, y la tentación consiste en darlo de baja en la nómina de muebles de esta casa, antes de que los hongos hagan su aparición, porque ha estado, no diré sumergido, pero sí sumamente expuesto a la humedad. Incluso tras las heroicidades de la señora de la limpieza, que se las compuso para dejar el piso presentable, cuando llegué seguía habiendo algo menos de medio palmo de agua en el nivel más inferior de la casa. Nada que no se haya podido resolver a base de cubos y fregonas, pero, claro, cuatro días nadando no es lo que le toca a un objeto pensado para el secano.

Y es que el agua, si se la tapa por un sitio, encuentra su camino por otro, pero termina por conseguir pasar, una enseñanza que, en estos tiempos en que los planes que hemos hecho se nos han venido abajo, no viene mal recordar.

Entretanto, el tapón ya no existe, el tiempo es soleado, y el olor a humedad se va reduciendo paulatinamente. Nada de lo que me ha pasado es realmente irremediable, excepto los tres días que he pasado temiendo lo peor, así que puedo considerarme afortunado; mucho más, desde luego, que las verdaderas víctimas de las inundaciones, que no están en Bruselas, sino bastante más al este.

Be water.

viernes, 16 de julio de 2021

Continúa el crecimiento de los enanos

Así como ayer parecía que la situación era razonablemente complicada, lo de hoy está consiguiendo hacer ver lo de ayer como una banalidad sin importancia.
No sé si los lectores de esta bitácora se han enterado de las inundaciones en Europa Central. Claro, los titulares se los ha llevado Alemania, que es un país grande, donde ha muerto bastante gente y, vaya, quien más quien menos percibe que los alemanes tienen cierta tendencia a mirar a los demás por encima del hombro, y una curita de humildad de cuando en cuando no deja de terciarse (los mismos alemanes denominan este fenómeno con la genuina palabra Schadenfreude).
En Bélgica también esta habiendo inundaciones, porque esta lloviendo lo que no está escrito desde que Noé construyó el arca. El Mosa se ha desbordado en varios puntos, y varios barrios, por ejemplo en Lieja o incluso en Namur, han tenido que ser evacuados de manera terminante; aún así, cuando escribo estas líneas ya van por seis los muertos, pero, como Bélgica no es Alemania, los desastres venden menos.
Claro, uno puede pensar que, después de todo, no me puedo quejar demasiado, porque estoy en Madrid, con tiempo seco y temperatura agradable, ni siquiera muy calurosa. Vale que tengo una hija en plan clausura, otra en el extranjero y en su mundo, y un perro que requiere atención constante, o llora, pero peor sería estar en Bruselas ahora mismo, con la que está cayendo. Literalmente.
Pues no sé, porque a la una y media recibí una llamada de la señora de la limpieza diciendo que había llegado a la casa, para encontrársela completamente inundada, sin luz, y con varios muebles anegados. Las fotos que me ha enviado dan miedo...
Claro, tampoco me puedo quejar demasiado. Después de todo, hay gente que ha muerto, directamente, o tiene sus sótanos anegados por desbordamiento de los desagües o de los ríos, mientras que yo estoy sano y salvo y tengo ante mí la oportunidad de renovar el mobiliario de mi casa; bueno, y el parqué, y me temo que también algún electrodoméstico. Ya lo veré el domingo, cuando aparezca de nuevo por allí e intente encontrar algún sitio seco para dormir, bajo la romántica luz de alguna vela, antes de la ducha fría del día siguiente, pero después de una deliciosa cena a base de conservas sin calentar.

jueves, 15 de julio de 2021

Los enanos crecen

Es un poco complicado describir mis impresiones de las últimas semanas. Ahora mismo, estoy en una ciudad como Madrid, en un pisito de dimensiones reducidas, con una joven, concretamente Ro, que ha dado positivo de COVID (esta vez de verdad) y está confinada en la habitación más grande del piso, y en el cuarto de baño más grande del mismo. El resto del piso consiste en un salón-cocina, todo en uno, una habitación por la que parece que ha pasado un huracán desordenándolo todo, y un aseo de menos de un metro cuadrado (y no exagero lo más mínimo) en la que una especie de milagro de diseño ha conseguido embutir una ducha, un inodoro (no siempre inodoro) y un lavamanos. Ese espacio lo compartimos un perro y yo. Como los perros no disfrutan de la política de anonimato de esta bitácora, vamos a llamar al perro por su nombre verdadero, Blos, aunque en un principio atendía por Bolo.

En general, los animales no me gustan. Alguno sí, pero frito o asado. Soporto los peces que tengo en Bruselas y que llegaron puestos con la casa, pero nunca pensé en tener un perro. Los más viejos del lugar habrán leído hace muuuucho tiempo que los únicos animales domésticos que autorizaba tradicionalmente son las moscas y las jirafas.

Pero, desde entonces, ha pasado la friolera de catorce años, en los cuales dos de mis tres vástagos (y mi santa, pero ésa es otra historia) se han ido de casa, y al tercero le quedan, si nada se tuerce, unos cuantos meses. Vamos, que las cosas se han complicado mucho, pero mucho mucho, y el resultado es que en la vida de Abi ha aparecido, entre otras cosas todavía menos agradables, un perro de unos veinte kilos. Se supone que ella tenía que hacerse cargo de todo lo referente al perro, pero, por una carambola de la historia, Abi está en Dinamarca, ese país donde algo huele a podrido, Ro está confinada en una habitación a pensión completa (y mi función consiste, precisamente, en garantizar que desayuno, comida, merienda y cena le lleguen puntualmente a la puerta de su habitación, así como en recoger los restos un rato más tarde), Ame ha emigrado a casa de mi suegra, y yo tengo un perro que es muy bueno, sí, pero quiere mimos a toda hora y se pasa el tiempo llorando porque echa de menos a su dueña.

Para más inri, se supone que estoy disfrutando de una semana de vacaciones, menos ayer, que trabajé a distancia (a distancia enorme, en este caso), y mi jefa se preguntaba qué estaba haciendo durante una videollamada que mantuvimos, mientras Blos me miraba con sus ojos intensamente marrones, reclamando sus mimos, y apoyaba sus patas delanteras sobre la silla desde la que trabajaba, mirando qué pasaba en esa pantalla tan interesante. Y pidiendo mimos, por si no lo había dicho.

Siempre pensé que las vacaciones estaban sobrevaloradas... A veces, se echa de menos el trabajo en régimen de rodríguez, o algo así, que me espera en Bruselas a partir del lunes que viene.