Al no hacerlo, el agua busca la manera de llegar lo más cerca posible del centro de la Tierra, y en este caso encontró una grieta minúscula que se agrandó convenientemente con el peso del líquido elemento y que pasó sucesivamente por mi habitación, mojando una serie de libros y libretas que, Dios mediante, se secarán sin excesivo menoscabo. Una parte siguió hasta el piso de abajo, donde hay un plafón y en él un aplique encastrado que se demostró más poroso de lo que parecía, así que por allí pasaba a chorro, con la consecuencia colateral de que saltaron los plomos y se fue la luz, con lo que se perdió la comida que quedaba en la nevera y en el congelador. Adiós, jamón. Adiós, morcillas. Adiós, chorizos. Qué sano voy a comer a partir de ahora.
El agua se coló más aún, no sé muy bien por dónde, hasta el nivel inferior, donde he establecido mis reales de teletrabajo, y allí humedeció una estantería, una impresora, un ordenador y unos cuantos libros necesarios para mi trabajo y que se van secando con pena y paciencia.
Y siguió más abajo, hasta el nivel de la calle, y allí se quedó en el suelo, tras haber mojado el parqué y la madera de los pisos superiores, y se acumuló, y perjudicó aún más de lo que ya estaba a un sofá histórico, que compré por catálogo en Rusia en el lejano 1997 y que lleva desde entonces dando descanso a mis posaderas, además de servir de cuna a Abi el primer día que apareció por Moscú, con sus tiernos dos meses de edad, porque la cuna de verdad la habían llevado a otro lugar. Ese sofá sirvió de conejillo de indias a todos los juegos de mis tres hijos y tenía algunas manchas que lo condecoraban y que se intentaban disimular con una funda que lo cubría. Ahora mismo, tras la tromba de agua, no es fácil encontrar algún lugar sin mancha, y la tentación consiste en darlo de baja en la nómina de muebles de esta casa, antes de que los hongos hagan su aparición, porque ha estado, no diré sumergido, pero sí sumamente expuesto a la humedad. Incluso tras las heroicidades de la señora de la limpieza, que se las compuso para dejar el piso presentable, cuando llegué seguía habiendo algo menos de medio palmo de agua en el nivel más inferior de la casa. Nada que no se haya podido resolver a base de cubos y fregonas, pero, claro, cuatro días nadando no es lo que le toca a un objeto pensado para el secano.
Y es que el agua, si se la tapa por un sitio, encuentra su camino por otro, pero termina por conseguir pasar, una enseñanza que, en estos tiempos en que los planes que hemos hecho se nos han venido abajo, no viene mal recordar.
Entretanto, el tapón ya no existe, el tiempo es soleado, y el olor a humedad se va reduciendo paulatinamente. Nada de lo que me ha pasado es realmente irremediable, excepto los tres días que he pasado temiendo lo peor, así que puedo considerarme afortunado; mucho más, desde luego, que las verdaderas víctimas de las inundaciones, que no están en Bruselas, sino bastante más al este.
Be water.
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