Parece que, a partir de mañana, voy a hacer caso a las indicaciones de nuestros gobernantes y voy a dejar de viajar por un tiempo, por lo menos por un par de meses. Desde diciembre, muy a despecho de lo que nos recomiendan, no he parado quieto entre Bruselas, Madrid y Valencia, a pesar de que técnicamente no se podía viajar fácilmente entre un sitio y otro. Por una feliz casualidad, tengo papeles oficiales que demuestran que resido en los tres sitios. Sí, ya sé que el don de la ubicuidad sólo se le reconoce a Nuestro Señor, y que las bilocaciones (y no digamos las trilocaciones) son sólo cosa de santos muy reconocidos, pero la burocracia consigue cosas que antes no parecían posibles, es decir, auténticos milagros. Como la trilocación.
Salí de Bruselas, donde resido, justo antes del enésimo endurecimiento de las medidas y, provisto de una PCR negativa, llegué a Madrid, donde resido, pero esta vez a tenor del oportuno certificado del padrón que saqué de internet. Tras algunas gestiones por Madrid, me fui al verdadero destino del viaje, Valencia, donde también resido, esta vez a tenor del DNI que renové unos meses antes de empadronarme en otro lugar. Valencia no está mal a consecuencia del coronavirus, sino que está pésimamente mal, con los contagios absolutamente desbocados, pero mi presencia era necesaria, junto a la de los otros hijos de mi padre, para establecer diversos inventarios, documentos, y para deshacernos de multitud de cosas que habían pertenecido a mis padres y a mi abuela y que nadie había osado tocar hasta esta semana.
Valencia estaba rara. Muy rara. No hay bares, o sí que los hay, pero únicamente cumplen una función de despacho de comida y bebida para llevar, nada de la función social que desempeñan habitualmente y que es seguramente más importante que la otra. La vida social se ha trasladado al cauce del río, donde se ven grupos que desafían la prohibición de que se reúnan más de dos no convivientes. Bajé a correr en alguna que otra ocasión, una vez solo, y dos acompañado por un solo no conviviente, y me sorprendió la multitud de corredores, ciclistas y paseantes que había por allí. Al que no mate o limite la pandemia, va a ir directamente a los juegos olímpicos.
El valenciano se adapta muy mal a esta situación. Se nos acusa, y se nos acusa con razón, de ser unos meninfots, lo que quiere decir que somos capaces de que nos dé lo mismo todo y de aguantar que nos desprecien y nos timen, con tal de que nos dejen en paz con nuestros almuerzos, nuestras fallas, nuestras tracas, horchata, mistela, cremaets, casalleta y, en suma, con nuestra forma de vivir. Eso es innegociable. No veréis un valenciano gobernando España: no ha habido un solo presidente del gobierno valenciano, ni apenas hay ministros. El PP no puso ninguno, y aquí se seguía votando a los paracaidistas que poblaban las listas gracias a su apartamento en la playa, y el PSOE de Sánchez comenzó poniendo cinco, pero dos le salieron rana enseguida, otro en realidad cuenta como andaluz, el de Cultura hace mucho tiempo que no pasa por aquí, y sólo queda Ábalos, que es un caso especial. Si seremos meninfots que incluso a veces nos traemos gente de fuera para que nos gobierne, aunque sea mal. Zaplana, un señor de Cartagena, es un ejemplo palmario, y no es el único. Gobernantes, pues, pocos, pero el esmorsaret que no nos lo quiten.
Pues nos lo han quitado. Y el valenciano no aguanta esa situación, para la que simplemente no está programado, y reacciona desobedeciendo y con una querencia a llevar su vida anterior que, para el virus, es néctar y ambrosía, como se está comprobando. Ya fue por una especie de milagro que, en marzo pasado, y a pesar de haber disparado unas cuantas mascletaes, actividad multitudinaria donde las haya, no nos pusiéramos a la cabeza de contagios. Pero que haya un milagro una vez no significa que lo vaya a haber siempre; al final, se rompió el cántaro de tanto ir a la fuente.
Y así llegó lo inevitable. Un confinamiento más, que me pilló ya en la ciudad, y que Chimo Puig limitó al fin de semana. Un confinamiento de pega, porque hay multitud de excepciones que permiten salir de los municipios confinados.
El confinamiento municipal de Valencia me pilló de cruces para adentro (es decir, dentro del cap i casal). Al presidente Puig se le ocurrió confinar Valencia (y todos los grandes municipios de la comunidad autónoma), pero, como quedó dicho, sólo durante los fines de semana. En la concepción de Chimo, o de los funcionarios que le redactaron el decreto, el fin de semana comienza el viernes a las tres de la tarde. Si eso es así, Chimo demuestra estar bastante fuera de la realidad del sector privado, aunque me temo que no de la del público, en que posiblemente los viernes por la tarde estén de oficio fuera del horario laboral.
La entrada en vigor del confinamiento produjo unos atascos como yo no había visto antes en Valencia, ni siquiera en fallas. Llegué a temer por mi viaje a Madrid del sábado por la mañana, y más cuando me di cuenta de que las fuerzas del orden estaban controlando sitios bastante improbables, como el antiguo cauce del río, por el cual, ciertamente, se puede salir del término municipal. A pie, pero se puede salir.
El sábado por la mañana me levanté, terminé de recoger mi piso valenciano, sólo Dios sabe hasta cuándo, deposité mi certificado de empadronamiento en Madrid sobre el asiento del copiloto, para blandirlo al primer control que me encontrara, y tomé la dirección de la carretera de Madrid. Para mi sorpresa, el único obstáculo era el viento en contra, porque no había el menor control, ni lo hubo en todo el camino. Por lo visto, o todo el que quiso había salido de la ciudad el viernes, o los mandos decidieron claudicar y dedicarse a poner multas por aparcamiento indebido, que es lo suyo.
El domingo llegó el siguiente obstáculo, en esta ocasión para llegar a Bruselas. Mientras estaba en España, Bélgica se puso dura y se dedicó a prohibir viajes no esenciales, especialmente para no residentes. Mi viaje era esencial, al menos desde mi punto de vista, pero comprendo que mi punto de vista no sea compartido por las autoridades, así que lo más cómodo es esgrimir mi tarjeta de residente, y asunto arreglado.
De momento, a Dios gracias, no se cruzan datos entre administraciones, así que puedo seguir con la ficción de residir en tres lugares diferentes. El día que esto cambie, tendré que buscar otra solución más imaginativa, pero hasta ahora las he ido encontrando, así que algún hueco habrá por donde meterse. Entretanto, se ha hecho tarde, así que me voy a urdir otras formas de apañarse con la situación, pero entre sábanas.
2 comentarios:
Reflexion muy interesante.
Balugante, gracias y bienvenido. Por cierto que el móvil me va de cine: lo pongo en modo ahorro de batería, y así la batería me ha llegado a durar cinco días. Qué cambio...
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