El Kauwberg es un lugar extraño, porque parece natural, y no lo es; pero tampoco es artificial del todo. Es un espacio a medio camino entre un solar y un bosque, entre un huerto urbano y un monte comunal. Es un lugar rústico en medio de una zona urbana, una anomalía en medio de una gran ciudad, una víctima, pero también un beneficiario, de ese no saber qué hacer tan belga, de ese encogerse de hombros y dejar las cosas como están a la espera de que las solucione alguien que venga detrás.
Mientras esperaba su destino como autopista destinada a solucionar el aislamiento de Uccle, o como campo de golf para solaz de los pijos del lugar (y de algún deportista, que no todos los golfistas deben ser pijos por necesidad), la vegetación, que no entiende de planes de ordenación urbana, se fue desarrollando a su manera. Así, hay especies autóctonas, pero también invasivas; hay algún huerto urbano junto a alguna pradera imposible; hay agujeros producidos por las bombas alemanas, al lado de desniveles improbables. Hay que verlo para empezar a interpretar un espacio que sólo supera por los pelos medio kilómetro cuadrado.
Probablemente, lo que hay que hacer es estudiarlo menos y disfrutarlo más. Quizá sea por las horas en que paseo yo, que es poco antes del anochecer, pero es rara la vez que me encuentro a alguien. Supongo que la gente decente está en su casa a esas horas, y los que estamos estirando las piernas a las diez y media de la noche, aunque sea verano y siga siendo de día, somos unos trasnochadores impenitentes que deberíamos recogernos lo antes posible. Al menos para la mentalidad local.
El caso es que el lugar es agradable, y yo creo que habría que dejarlo estar y corregirlo lo justo. Desde que perdió su uso fabril, agrícola e incluso militar (parece que los alemanes alcanzaron a lanzar algunas V1 en 1945 contra los británicos que habían instalado allí su base), la naturaleza ha hecho de su capa un sayo, primero por la inacción de todos los que pensaban que la expropiación del Kauwberg era inminente, y luego porque se ha convertido en un espacio más o menos protegido y por esa asociación de amigos del Kauwberg que condiciona, de momento para bien, cualquier uso que se quiera dar al terreno, incluso por sus propietarios, que los hay.
El resultado es un territorio cada vez menos artificial y más salvaje, pero que sigue sin ser salvaje del todo. Hay senderos, unos más anchos, otros medio ahogados por las ortigas o por las zarzas, y no hay tantas vías de acceso como para que sea un parque público.
Que lo dejen como está. Hace su papel y, para los paseantes de crepúsculo como yo, es un lugar idóneo, ni tan grande como para perderse en él, ni tan pequeño como para no tener la sensación de estar fuera de un lugar habitado.
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