Por el cónclave de la cama de al lado, la 7.1, debió pasar la totalidad de la diáspora de Enguídanos residente en Valencia. A decir verdad, me llevé la impresión de que prácticamente toda la diáspora se limitaba a reunirse junto a la cama, pero mucho menos a preocuparse por el estado de su ocupante. Salvo una joven, que sí mostró cierto interés e incluso conversó con ella brevemente con una sonrisa, el resto de las asistentes se limitó a despellejar a sus convecinos, y la voz cantante la llevaba la misma persona, que evidentemente tenía cierto ascendiente sobre el resto.
Sin embargo, a medida que se acercaba la hora de retirarse, el cónclave de Enguídanos fue desvaneciéndose paulatinamente, hasta no quedar nadie, y entonces fue cuando apareció, a poco de irse la última contertulia, el hijo de la paciente, que era quien iba a pasar la noche con su madre.
Yo, entretanto, me había enterado, muy a mi pesar, de todos los cotilleos de Enguídanos, merced a los esfuerzos de la llamada Emilia, que no había dejado títere con cabeza a lo largo de la tertulia. La tal Emilia resultó ser hermana de mi acompañante y, por tanto, hija de la paciente, y era quien me había dejado la cabeza como un bombo de tanto comadrear con sus compinches.
- ¿Qué tal? - pregunté a mi compañero.
- Vamos a ver cómo pasamos la noche.
- Vamos a ver.
Mi madre seguía como el primer día, salvo que las llagas iban avanzando. La de mi compañero seguía respirando con fuerza, o quizás fueran ronquidos. En todo caso, los dos no tardamos en atenuar las luces y en rendirnos al sueño.
* * *
El despertar en un hospital, incluso tras una noche relativamente buena, es inquietante. Para empezar, porque las noches son buenas únicamente en términos relativos; el sillón es duro e incómodo, las enfermeras entran y salen según sus propias reglas, y nunca se sabe cuándo va a pasar algo. Uno desearía estar en otro lugar, pero debe permanecer en ése.
Como a las siete de la mañana de ese jueves, 13 de septiembre, abrí los ojos, tomé mi ropa, me levanté y me fui al baño a quitarme el pijama y vestirme. Luego salí al pasillo a estirar las piernas, tras asegurarme de que mi madre seguía sin novedad.
Tras hacer unos ejercicios de estiramientos ante la mirada indiferente de las enfermeras que pasaban a mi lado, volví a entrar en la habitación. Mi compañero estaba de pie mirando a su madre.
La cual había interrumpido sus ronquidos, o su respiración fuerte, no lo sé.
- No oigo su respiración - dijo.
Me quedé mirándola, y luego miré a mi compañero.
- Yo tampoco.
- ¿Qué puedo hacer?
Me acerqué a su madre, la observé un momento y le puse la mano cerca de su boca y su nariz. No noté absolutamente nada.
- Voy a avisar a la mesa - dije.
Salí de la habitación, y en tres zancadas me planté en el control.
- ¿Pueden venir a la habitación siete? Creo que hay una paciente que puede haber faltado.
La enfermera me miró con aire yo diría que esperanzado.
- ¿Sí? ¿La paciente de la siete dos?
Le faltó decir '¡por fin!'.
- No. Es la paciente de la siete uno.
- Ah... vaya... bueno, ahora llamo al médico.
Volví a la habitación. El de Enguídanos estaba desconcertado y no sabía qué hacerse.
- He avisado en control. Van a llamar al médico.
- ¿Se habrá muerto?
Le miré.
- Es posible.
Enseguida llegó el médico, con el desaliño de costumbre, miró a la paciente, le tomó el pulso y la auscultó brevemente y, meneando la cabeza de lado a lado, se dirigió al de Enguídanos.
- Sí. En efecto, ha fallecido.
- ¿Cómo?
- No tiene pulso.
Mi compañero se quedó callado, muy callado.
- ¿Sabe lo que tiene que hacer ahora?
- No, yo no tengo ni idea...
- Le explico. Yo le voy a extender un certificado médico...
El médico le explicó a mi compañero lo que tenía que hacer. No tardaría una funeraria en presentarse y hacerle una oferta para trasladar los restos de su madre a Enguídanos y darles allí sepultura. Pero, entretanto, el médico nos pidió que saliéramos de la habitación, y los operarios se pusieron a hacer sus funciones y a preparar el cadáver.
En el pasillo, mi compañero seguía afectado, a pesar de su natural rústico.
- No esperaba yo que esto se produjera así...
- Ánimo.
- Es que... era mi madre.
- Claro.
En esto llegó Reyraya, que venía a relevarme.
- Reyrata, que aquí la madre del señor ha faltado ahora mismo.
- ¡QUÉ SUERTE TIENES! - espetó mi hermano levantando los brazos.
No, la diplomacia nunca ha sido el fuerte de Reyrata. Yo traté de hacerle signos de que bajará el tono, pero mi hermano se había venido arriba.
- Que sí, que tienes suerte. Fíjate nosotros, que llevamos una semana aquí mano sobre mano, y nada. Tú, al menos, ya lo tienes todo arreglado. Yo me cambiaba por ti enseguida.
Visto así, Reyrata podría ser que estuviera en lo cierto, pero, joroba, tampoco es cosa de decir según que frases a un señor que acaba de quedarse huérfano y que visiblemente quería mucho a su madre.
Seguimos conversando un rato, yo dando ánimo al de Enguídanos a mi manera, y Reyrata a la suya, sin saber muy bien quién tenía más éxito, hasta que decidí que ya estaba bien y me fui a descansar un rato.
Iba a ser un día largo.
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