El nuevo acompañante parecía una persona muy considerada. Como quedó dicho en la entrada anterior, era de aspecto tosco y sencillo, pero el aspecto es una cosa, y otra las cualidades que adornan a las personas. En este caso, el acompañante procuró claramente no molestarme y, limitándose a saludar, se dispuso a acomodarse sobre su sillón-cama como mejor supo, de manera que pudimos pasar la noche razonablemente bien, teniendo en cuenta los ronquidos, o la respiración fuerte, de la paciente, que resultó ser su madre.
A la mañana siguiente, mientras esperábamos que pasara el médico, ya trabamos conversación.
- ¿Cómo está? - dijo mi interlocutor, señalando a mi madre.
- Está sedada e inconsciente - respondí -. No nos dan esperanzas.
- ¿De verdad? - me preguntó con genuino asombro.
- Bueno, es lo que sucede en este pasillo. Son casos terminales.
- Ah, no lo sabía - y el hombre miró a su madre, que se estaba despertando y que, francamente, no parecía en las últimas.
- ¿Y cómo está la suya? - pregunté a mi vez.
- Es mi madre. Yo la veo bastante bien. Es verdad que respira fuerte. Se diría que ronca. Pero no sabía que fuésemos terminales.
En estas estábamos cuando apareció Reyrata, que venía a relevarme. Le expliqué las aventuras de la noche, el fallecimiento de la paciente anterior, y la llegada de la siguiente, cuyo hijo era el señor que me acompañaba.
- ¿Y son ustedes de Valencia? - pregunté.
- Llevamos muchos años viviendo aquí, pero en realidad somos de Enguídanos, que está en Cuenca.
Se veía venir. El aspecto y el acento concordaban.
- ¿Y cómo está su madre?
- Yo creo que bastante bien.
Reyrata y yo nos miramos.
- En este pasillo no suele haber gente que esté bastante bien - dije.
- Es la unidad de paliativos - añadió Reyrata.
- ¡Anda! - exclamó el de Enguídanos, al que visiblemente le dio un escalofrío.
- Pero, bueno, igual es que no tenían camas en la unidad donde le tocara, y la han traído aquí, que había sitio.
- Será eso... - repuso el de Enguídanos, más tranquilo.
Poco después, pasó de nuevo el médico, el mismo de la víspera, con su aspecto descuidado. Nos hizo salir mientras examinaba a los enfermos, y luego se nos acercó.
- ¿Qué tal?
- Bien, bien...
Me pregunto qué habrá que hacer para estar mal.
- Aparentemente -continuó el médico- no está sufriendo, pero esas llagas que tiene son tremendas. Le voy a aumentar un poco la sedación para asegurarnos de que no le duele. Vamos, que igual podría no hacerlo, pero prefiero estar seguro.
Los dos hermanos asentimos. Recordando este episodio meses después, me acecha la duda de si el médico no querría acelerar el desenlace, aunque fuera un poquito, al pensar que aquello ya estaba durando demasiado. Así como así, amanecía el quinto día, y aquello no parecía cambiar.
- ¿Y cree usted que puede durar mucho más?
- Noooo... en cualquier momento puede suceder el éxitus.
Creo que conviene dejar claro que, en la jerga hospitalaria, exitus es latín puro y duro, y no tiene nada que ver con el castellano "éxito", sino con el participio del verbo latino exire, que efectivamente significa salir, pero aquí se usa en el sentido de salir de este mundo. Y, por tanto, también del hospital, dejando así una cama libre.
- ¿Pero cuánto tiempo? - insistimos Reyrata y yo - ¿Horas? ¿Días?
- Claro, es posible.
- ¿Un mes?
- ¡NOOOOOOOO! ¡Eso de ninguna manera!
En fin, supongo que estas previsiones no son fáciles para nadie.
Un rato más tarde, dejé a Reyrata al mando, y yo me fui a casa. En lugar de ponerme a descansar, como quizá hubiera debido, me dediqué a una actividad frenética y a comprar por aquí y por allá cosas que me hacían falta en casa; pasé a ver a mi padre, que no sabía qué hacerse, y por la tarde volví al hospital a relevar a Reyrata.
Atravesé la puerta de la habitación 7, que ya era como mi casa, y vi a un tropel de mujeres agolpadas alrededor de la cama de la vecina. Atravesé el tropel como mejor pude y llegué a la cama 7.2, donde mi madre seguía sin haber movido un músculo desde la mañana, y aun desde que llegué al hospital, y Reyrata leía con aire de fastidio.
- ¿Qué tal?
- Nada.
- ¿Ha dicho algo el médico?
- Lo que has oído esta mañana.
- Bueno, pues te relevo. Ya hago yo la noche, como hasta ahora.
- Venga. Te relevaré mañana, a la hora de siempre.
Reyrata se fue, y yo me puse a leer con calma. Bueno, yo tenía calma, pero la turba que acompañaba a la vecina era otra cosa. Llevaba la voz cantante una mujer entrada en carnes, de ropas tan apretadas que no parecía sino que había engordado tan de repente que no le había dado tiempo de comprar ropa más adecuada a sus volúmenes.
- María nunca debió haberse casado con Andrés. Yo ya se lo dije: "¡No te cases con él!", pero no me hizo caso, y ahora míralos, él sin trabajo, ella casi que tampoco, dos criaturas que alimentar. Y no será porque no estaban avisados, que ese Andrés es un bala perdida. Un bala perdida, Tomasa, que se lo digo yo. Y María es buena chica, pero tiene la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
- Que no es tan malo el chico, Emilia. Tiene buena voluntad, pero le salen mal las cosas.
- ¡Un bala perdida, Tomasa! ¡Un bala perdida! ¿Cómo va a mantener un trabajo, si siempre está que si esto, que si lo otro? ¡Así no hay manera! Y yo ya le dije a María que no se casara. Si me hubiera hecho caso, al menos no tendría que cargar con ese fardo, porque ese Andrés es un fardo, que no sirve más que como lastre.
- Pero en la carnecería sí que estuvo un tiempo, cuando nació el segundo.
- ¡Porque le tuvieron lástima! Y porque el carnicero era pariente de su padre y le quiso hacer un favor, pero ¿es que estuvo mucho? ¡Na! Ese bala perdida no aguanta el trabajo serio, Tomasa, no lo aguanta. Y a él no lo aguanta nadie, más que mi María, que es una santa, pero una santa con la cabeza lle-ni-ta de pájaros.
Tomasa y Emilia hubieran seguido discutiendo de las aventuras del bala perdida de Andrés y de la santa de la cabeza lle-ni-ta de pájaros, de no ser por la aparición de un hombre vestido con una bata blanca, que entró en la habitación. Una tira de color blanco cerraba el cuello de su camisa, por debajo de la bata.
Era el capellán. Emilia se quedó mirándolo con cara de disgusto, sin atreverse a seguir las murmuraciones en presencia de un extraño. El capellán entró, pues, tímidamente en la habitación, inclinó su cabeza al grupo que se agolpaba junto a la cama vecina, se abrió paso entre ellos y se acercó a la cama de mi madre. Aunque no era un sacerdote de edad avanzada, ni mucho menos, supongo que le había tocado vivir el rechazo que, cada vez más, despierta su condición en España, frente a los que cada vez somos menos quienes solicitamos su presencia y sus servicios.
- El otro día estuve aquí.
- Sí, padre.
- ¿Cómo sigue?
- Igual. Ni ha recobrado el conocimiento, ni siquiera ha cambiado de postura.
- Es increíble lo que aguanta el cuerpo humano, ¿no?
No sé si es el tipo de reflexión más adecuada para alguien que está en un tris de perder a su madre, pero probablemente el capellán pertenece a la clase de personas para quienes la muerte es una rutina más, y no pueden evitar cierto despego.
Tras una oración, el capellán salió, y el bullicio se reanudó en la cama de al lado, con el ruido de fondo de la respiración ruidosa, o los ronquidos, no sé, de la enferma de la 7.1.
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