martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad

Feliz Navidad a los -escasitos, lógicamente- lectores de esta bitácora que han logrado superar la penuria de entradas de los últimos años y que de vez en cuando todavía asoman su mirada por estas pantallas. Que el Señor, cuyo cumpleaños celebramos hoy, les acompañe en sus vidas, y que no se olvide del autor que pergeña estas entradas, que ha tenido un año 2019 en el que le han pasado muchas cosas, algunas buenas y otras no tanto, pero que siempre ha tenido buena intención. Que sí, que el infierno está lleno de buenas intenciones, pero el cielo está más lleno todavía.

Sin que sirva de precedente, voy a hacer un propósito, que es el de recobrar un poco esa mirada de asombro que es precisa en un autor de bitácora que quiera escribir con un poco de interés. Que el país no ayuda tanto como Rusia, vale, pero también es verdad que da de sí un poco más de lo que parece.

Dicho esto, feliz Navidad, y nos vemos en nuevas aventuras.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Volviendo a meterme en berenjenales

Acabo de llegar a España, donde el personal, por lo que se lee, parece bastante soliviantado con la última sentencia del Tribunal de Luxemburgo, que a Junqueras no le va a permitir comer el turrón fuera de la trena, pero que a los dos residentes en Waterloo, Puigdemont y Comín, y dentro de pocas semanas a la residente en Escocia, Ponsatí, les ha abierto las puertas del Parlamento Europeo. Y la gente está muy soliviantada.

En esta bitácora se han tratado en alguna ocasión asuntos de Derecho Penal, que nunca ha sido mi especialidad... hasta que hace algún tiempo que me dedico a asuntos relacionados con él. Las dos veces, que yo recuerde, en que se han tratado estos asuntos fueron la excarcelación de Iñaki De Juana Chaos y la prisión de las Pussy Riot. En las dos ocasiones he estado en contra de la opinión mayoritaria en mi país, que hubiera mantenido en prisión al tal De Juana con cualquier pretexto peregrino, y hubiera excarcelado inmediatamente a las Pussy Riot, porque no hay derecho a que Putin, ese tiranuelo, mantenga en la trena a esas pobres niñas por el mero hecho de profanar una iglesia.

Si la primera entrada me enajenó las simpatías de la derecha, la segunda me dejó sin las de la izquierda, y mucho me temo que ésta tercera me enajenará las de todos, excepto las de una minoría independentista que, de todas formas, a quien no cae simpática es a mí mismo. Pero, ¡qué le vamos a hacer!

Todo este asunto (y muchos más, pero quedémonos en éste) es susceptible de interpretarse bajo una interesante disyuntivo: ¿qué debe prevalecer, lo que dice la norma positiva, o lo que dice el principio general del derecho aplicable al caso?

Prácticamente todos los unionistas, españolistas, o como los queramos llamar, dicen al unísono que la norma positiva debe ser respetada a pies juntillas, es decir, que Oriol Junqueras no era diputado hasta haber cumplido todos los trámites, incluyendo el acatamiento a la Constitución. Hasta entonces, ahí no hay ningún diputado y, lógicamente, tampoco hay inmunidad que valga, por lo que, simplemente impidiéndole salir de su prisión preventiva para personarse en el acto de acatamiento, el poder judicial español se ha puesto en medio de la proclamación de Junqueras y la ha hecho imposible. Genial.

No está de más recordar en este punto que Oriol Junqueras también fue elegido diputado al Congreso en una de las sucesivas elecciones (las de abril de 2019, concretamente), con las que los españoles nos hemos entretenido este año. En dichas elecciones, ya con Junqueras procesado y bien procesado, no hubo inconveniente en dejarle salir y personarse en el Congreso, prestar los acatamientos que quiso, acceder a la condición plena de diputado y, acto seguido, volver a la trena a esperar sentencia. No está, digo, de más recordarlo, y bien que lo hace el TJUE en el punto 22 de la sentencia. Por cierto, no está de más leer la sentencia, que se puede encontrar aquí.

Escarmentados por el ridículo sucesivo que ha ido haciendo el Estado español en la saga interminable de la persecución de Puigdemont y Comín, era hasta cierto punto comprensible que no quisieran repetir la experiencia con Junqueras. Habría habido que permitirle ir a Estrasburgo el 2 de julio, como muy tarde, para que participara en la sesión constitutiva del Parlamento Europeo, y a saber, piensa la fiscalía, si no se lo pensaría mejor antes de volver a España y no se quedaría por allí a unirse a sus compinches en su fuga. El que no lo tenga claro, que se lea el punto 35 de la sentencia. A todo esto, hasta entonces Junqueras no había dado el menor indicio de que fuera a proceder así, como no fuera el efecto imitación de los otros prófugos,lo cual sea dicho no es poco, vale.

Hasta aquí la postura positivista. Adelanto que no es la mía, como sabe quien haya seguido esta bitácora desde sus comienzos. Uno tiene la mala costumbre de intentar ser consecuente, por muy antipática que le caiga la persona afectada. Nuevamente, ¡qué le vamos a hacer!

La otra postura es la que da más valor a los principios generales que a la norma jurídica estricta. En opinión de éstos, para ser diputado, lo que es necesario es que haya suficiente gente que te haya votado. El resto son añadidos. Indudablemente, a Junqueras le votó gente más que suficiente, y la prueba es que la segunda de la lista, Diana Riba, que es la esposa de Raül Romeva, otro de los presos, hace varios meses que está sentada en su escaño sin el menor problema.

Podríamos llamar a esta postura iusnaturalista si el Derecho Natural no estuviera en las horas bajas en las que está actualmente, pero creo que igualmente se entiende. El Tribunal, que no olvidemos que está compuesto por jueces a quienes se les supone una gran competencia en Derecho Internacional, ha decidido decantarse por esta segunda opción, y lo deja muy claro en los puntos 63 y 83 de la sentencia. No olvidemos tampoco que en Derecho Internacional el positivismo no ha triunfado, y que la vigencia de los principios generales del Derecho Internacional, así como la prevalencia de la costumbre sobre la ley, son cuestiones admitidas, por mucho que esas cosas chirríen a los tertulianos sabelotodo que infestan nuestros medios de comunicación.

Como el TJUE no quiere excederse en el bofetón, dice en su punto 91 que, para mantener la prisión provisional, había que haber solicitado inmediatamente el levantamiento de la inmunidad. Yo veo ahí un salto lógico, pero puedo entender que la protección del orden público exija el mantenimiento de la prisión provisional. Eso sí, nuevamente estamos aplicando aquí un principio general por delante de la norma positiva, con lo que pasaríamos al proceloso mundo de qué ocurre cuando dos principios generales chocan entre sí, pero eso, si acaso, se quedará para otro día.

El argumento en contra es qué sucede si un diputado electo decide no acatar la Constitución en absoluto, y no porque se lo impidan, como a Junqueras, sino porque no le da la realísima gana. Es posible que veamos este supuesto próximamente si Puigdemont y Comín, a quienes se ha visto alegremente hacerse selfis con su credencial de eurodiputado, siguen escaqueándose de ese acatamiento que, si se da, desde luego que suscitaría dudas sobre su sinceridad.

En fin, sinceramente, yo en su día pensé que, tras las elecciones europeas, a Junqueras, que estaba aguantando el chaparrón desde el banquillo de los acusados, se le daría un tratamiento diferente, y más benévolo, del que recibían Puigdemont y Comín. Si las autoridades españolas hubieran andado listas, le hubieran dejado acatar la Constitución y se la hubieran jugado dejándole ir a Estrasburgo (o enviando el suplicatorio cuanto antes al Parlamento, pero, claro, para eso hubieran debido saber qué iba a decir el tribunal). Como mucho, se hubiera fugado, lo cual tampoco le hubiera acarreado las simpatías de los otros diputados, pero al menos nos hubiéramos ahorrado el sonrojo de tener que leer esta sentencia.

Vamos, que el culebrón tiene que continuar, porque está claro que esto no va a terminar aquí.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Huelga decirlo

Es absolutamente lamentable, pero me veo obligado a abandonar la serie optimista de cosas buenas que tiene Bélgica y a pasar a la tónica habitual de esta bitácora y a fruncir el ceño ante las cosas que se ven por este país que me acoge.

Toda esta semana en que estamos la he pasado en el extranjero. El extranjero con respecto a Bélgica, se entiende. Vamos, que he estado un par de días en Estrasburgo, que está en Francia, mal que le pese a los irredentistas alemanes, y ahora mismo vengo de Luxemburgo, que hasta hoy, y por la razón que sea, es un país independiente. Sí, ya sé que Luxemburgo es conocido hoy en España por la sentencia que ha convertido al señor Junqueras en diputado europeo, y de la que escribiría más si la hubiera leído, pero el caso es que es ahí donde he pasado la última noche, más ocupado en descansar del trajín que llevaba encima que de disfrutar de la ciudad de Luxemburgo, que por cierto tiene muchas cosas que valen la pena.

La noticia en Francia era la huelga. Yo, en Estrasburgo, la verdad es que no he notado nada, porque a ver quién es el insensato que deja de trabajar en pleno marché de Noël, con los ingresos que eso deja. Si acaso, lo que he notado es que había mucha menos gente que otros años, y en particular, mucha menos gente que el año pasado, en que un sarraceno tarado decidió por su cuenta y riesgo irse a reunir con Mahoma por la vía rápida.

Supongo que, en previsión de que otros de su misma especie pudieran seguir su ejemplo, el pueblo ha resuelto retraerse del mercadillo de Navidad, por si las moscas. Pero los comercios, restaurantes, puestecillos y hoteles estaban todos abiertos a pleno gas, en abierta actitud esquirola y a despecho de que Macron aumente la edad de la jubilación. Si hay indignados por eso, y no digo que no, el nivel de indignación estaba debajo de los registros precisos para ponerse en huelga.

En todo caso, las huelgas en Francia son algo civilizado. Los convocantes hacen saber a la autoridad gubernativa su intención de llevar a cabo los paros, y luego hay unos servicios mínimos, y unas manifestaciones debidamente autorizadas. Ah, y todo eso se sabe con antelación.

En Bélgica, no.

En Bélgica, por lo visto, hay un mecanismo que es igual que la huelga, en el sentido de que el trabajador no cumple con sus deberes, y obviamente no cobra, o sea, igual que en la huelga. Pero, diría yo que para rendir tributo a la improvisación local, no se llama huelga, sino, ojo al dato, interrupción espontánea del trabajo. Ya me tocó sufrirlo el año pasado con motivo de la bromita que nos gastaron los trabajadores de tierra del aeropuerto de Zaventem, pero aquello fue una aventura bastante complicada, que terminó con un desplazamiento accidentado y retrasado que seguramente contaré otro día cuando tenga aún más motivos de queja contra Vueling, esa compañía con los precios de una línea normal y los servicios de una de bajo coste.

Hoy, los que están de huelga son los ferroviarios. Claro, una huelga general de varios días en Francia, aunque sólo la siga el sector público, es noticia en los periódicos de todo el mundo, y oscurece cualquier conflicto laboral, y no digamos si tiene lugar en el paisito del Norte. Quizá sea por eso que, al planear el viaje, no había previsto el contratiempo. El resultado es que he tenido que adelantar un par de horas mi retorno, ante el riesgo de pasar la noche en Luxemburgo (o en Arlon, lo que es bastante peor), porque los trenes se iban tachando de los paneles a ojos vista.

Para ser justos, esta huelga no es salvaje. Ha tenido preaviso y hasta servicios mínimos. Tres días completos antes del inicio de la huelga, los trabajadores deben indicar si desean seguirla, lo cual ya es bastante más de lo que ocurriría en España. Si hay demasiados trabajadores en huelga y no se pueden garantizar los servicios mínimos, entonces la SNCB, que tal es el nombre de la compañía belga de ferrocarriles, debe apañarse como mejor le parezca. En este caso da la impresión de que no ha sido necesario, y la mejor prueba de ello es que estoy en un tren que circula sin mayor novedad y que dentro de un rato me debería dejar en Bruselas para continuar con nuevas aventuras.

Pero de ésas tocará escribir otro día. Seguro que serán chulas, porque, como ya estamos descubriendo, Bélgica tiene muchas cosas buenas, ¿verdad?

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Cosas buenas de Bruselas: sentido del humor

No sé si en España es algo muy conocidos, pero los belgas son tenidos por graciosos entre sus vecinos. Y no es para menos. Están rodeados de pueblos que, la verdad, son un poco como para darles de comer aparte y que se consideran el ombligo del mundo. No sé muy bien si creerse el ombligo del mundo es compatible con disponer de un sentido del humor de notable alto o superior, pero yo diría que no.

Los belgas no se creen el ombligo del mundo. Están rodeados de franceses, alemanes y holandeses, y se las han apañado para existir, e incluso para haber arrancado a cada uno de sus vecinos un trocito de su país. Y ahí los tienes. Uno va a los Países Bajos y se encuentra con un país, digamos, que ha hecho de la tacañería su seña de identidad, así como de su habilidad para los negocios y de haber creado un imperio económico. Uno va a Alemania y se da cuenta de que los alemanes se creen el centro de mundo, gracias a su industria y a que sus produkten se venden por todo el mundo con una imagen de calidad del quince por el mero hecho de que se han fabricado en su suelo. Y uno va a Francia (y no digamos si va a París) y poco menos que los franceses se asombran de que haya gente que se atreva a levantar la cabeza a pesar de no ser francés.

Los belgas, no. Los belgas parecen conscientes de que su país, en el fondo, es un tapón sin personalidad, creado para que sus vecinos se corten un poco a la hora de declararse la guerra. Ser un tapón no es algo de lo que se pueda estar muy orgulloso, pero, como no se puede ir por la vida pensando en lo birria que eres, los belgas resuelven el problema tomándoselo todo a chufla. Y, oye, eso es muy bueno.

Los belgas transforman en humor la gran mayoría de los defectos de los que son conscientes. Claro, de algunos defectos ni siquiera se han dado cuenta, y así es difícil burlarse de ellos, pero ellos ponen de su parte lo que pueden.

Sin ir más lejos, los gerentes de un teatro no tienen más que un solo cuarto de baño, y no hay espacio para montar uno para hombres y otro para mujeres. El alemán, un tipo tirando a sosainas, pero enormemente práctico, simplemente pondría una placa con las letras 'WC'. El belga no. El belga te pone un cartel como el de la imagen para liarte y reírse un poco contigo: el resultado es el mismo, un cuarto de baño donde puede entrar cualquiera sin distinción de sexo, o sea, lo que tenemos todos en casa, pero al menos te la han liado un poquito.

¿Y el francés? Habrá de todo, pero me parece que el francés renuncia a abrir el teatro, porque dónde se ha visto un teatro que no tiene cuarto de baño para hombres y uno separado para las mujeres, y qué falta de dignidad impropia de Francia es ésa. Probablemente vende el edificio del teatro a alguien que pasa por allí y que seguramente es un belga.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Cosas buenas de Bruselas: pagando

Bruselas no es una ciudad cara.

Y no entiendo por qué no, seamos claros. Porque vemos los precios de la vivienda en las ciudades geográficamente próximas, y es como para que se le ericen a uno los cabellos. París, Londres... pero, ¿quién se compra una vivienda en París o Londres? ¿Y en Madrid? ¿Cómo lo hacen? ¡Pero si es que un sitio como Luxemburgo, donde no vive más gente que en Alicante, con todos los respetos para Alicante, está desbocado!

Pues Bruselas no es especialmente cara. Vale, estoy seguro que en Norilsk uno compra algo por cuatro chavos, pero es que en Norilsk lo único que puedes encontrar son unos pisos deprimentes para aguantar hasta que la cirrosis acaba contigo. No hay viviendas de postín, porque no hay gente de postín: si eres gente de postín, no vives en Norilsk. Estoy seguro de que los capitostes de las minas de níquel sólo se desplazan allí cuando no hay más remedio, y si pueden se van en el mismo avión privado que les trajo y ni siquiera hacen noche por allí.

En Salvacañete los precios deben también ser bastante moderados, sí. Claro que lo son. Queda una quinta parte, con suerte, de la población que llegó a tener hace un siglo. No voy mucho por allí últimamente, pero me da la impresión de que allí no hay ni okupas. Con la de casas libres que debe haber, no habrá ningún problema en que alguien te venda una por menos precio aún del que se debe pagar en Norilsk.

En Bruselas, se paga un precio, sí, pero no es muy desproporcionado en relación con los salarios que se cobran. Todo depende de las ínfulas que tengas: si te vas a vivir a Molenbeek, a un piso rodeado de islamistas, la verdad es que se ven ofertas muy jugosas. Claro, si lo que quieres es ir a Waterloo (que no es Bruselas, pero está cerca), como el amigo exiliado y su colega, entonces sí que toca aflojar la mosca, pero aún así los precios no son la locura que tiene uno que ver en París o Londres, no. Habrá que convenir que, puestos a elegir lugar de exilio, Puigdemont ha escogido un lugar idóneo, aunque den lugar a chistes fáciles a propósito de la batalla que acabó de hundir a Napoléon.

Lo que no es vivienda, es más caro que en España, sí, pero menos que otros muchos sitios. Salir a un restaurante requiere tener el bolsillo lleno, pero, sobre todo, lo que requiere es tener mucha paciencia y, en todo caso, hay sitios buenos y rápidos, de verdad. Cuando se los descubre, se reconcilia uno con el país.

¿Ah, sí? ¿Que después de haber despotricado a base de bien de la hostelería bruselense, ahora viene el arrepentimiento? Pues sí y, como muestra, en algún momento voy a hablar bien de un restaurante bruselense. Y quizá ese momento esté próximo.

No me atrevo a decir que será en la próxima entrada, porque a saber qué puede pasar y porque hasta yo me estoy extrañando de esta racha de entradas consecutivas, pero, bueno, ¿por qué no?

lunes, 9 de diciembre de 2019

Cosas buenas de Bruselas

Siguiendo con el tema de la última entrada, ¡ya está bien de quejarse! Esta bitácora se había convertido en una especie de Muro de las Lamentaciones, en la que el autor ha estado desahogando todas las frustraciones que le producía su residencia en Bruselas, esa ciudad en la que, como quien no quiere la cosa, hace poco que ha cumplido siete años, siete, como las plagas de Egipto y como los años de vacas gordas y de vacas flacas.

Bueno, quizá no todas las frustraciones. Pero sólo porque estos siete años han sido bastante estresantes, y no ha dado tiempo a dedicarle a la bitácora todo lo que debería ser. Hay frustraciones que seguro que no he expresado aquí.

El caso es que, leches, Bruselas no puede estar tan mal. A pesar de la gestión de residuos sólidos, de las dificultades para encontrar a alguien que te resuelva una chapuza, del tiempo de espera en los restaurantes o de los cuatrocientos días anuales de lluvia, hay algo más de un millón de personas que están aquí, y no en Norilsk ni en Salvacañete, así que algo tiene que haber aquí, en Bruselas, que atrae a tanta peña, aunque sean terroristas islámicos o huidos de la justicia española. Y éstos, además, ni siquiera están en Bruselas (aunque la visitan con cierta frecuencia), sino en Waterloo. Un día esta bitácora se acercará por allí, sin acritud, a ver qué tal está la zona por donde viven los otros exiliados.

En realidad, no hace falta acercarse de nuevo para saberlo: Waterloo es un lugar atestado de casoplones en donde vive quien puede pagárselo, que no es todo el mundo, para aislarse un poco del bullicio bruselense.

Pero ya me estaba yendo del tema. Esto debe ser la edad, que no perdona.

En fin, que Bruselas tiene que estar bien a la fuerza, y que hay que preguntarse por qué lo está, y la primera respuesta a esta pregunta está clara: el vil metal, como ya quedó dicho hace poco.

Sí, no sé si los salarios que se pagan (y se cobran) en Bruselas son mejores que los de Norilsk, porque para que alguien acepte ir a Norilsk hay que aflojar la mosca a base de bien, pero definitivamente son mejores que los que se ofrecen en Salvacañete, suponiendo que en Salvacañete la actividad económica dé para que haya un mercado de trabajo significativo, que creo que no.

El caso es que en Bruselas hay pasta. Gansa. Un sector público explosivo y mimado, un ejército de lobistas que hay que mantener, embajadas a tutiplén, no sólo ante Bélgica, sino ante la Unión Europea y ante la OTAN, y todo tipo de belgas ricos, porque no todos están en Roda de Isábena saqueando catedrales medievales, como aquel vivales.

Y la pasta atrae a la pasta. Ese ejército de ricachones necesita que lo mimen: necesita restaurantes, teatros, conciertos... en fin, lo que vienen haciendo los ricos desde que se inventó el dinero. También necesitan fontaneros, albañiles y electricistas, pero esta parte está peor resuelta, como ya sabemos.

Vamos, que en Bruselas se mueve pasta. No lo digáis por ahí, pero me parece que hay bastante peña que supera holgadamente los cinco mil bichos al mes, cosa que en Salvacañete es completamente ilusoria. Y Salvacañete será sanísimo con los aires de la Serranía de Cuenca soplando allí mismo, y tendrán unas lentejas con chorizo y unos embutidos de matanza que tirarán de espaldas, pero, oye, la pela es la pela, y no hay color.

Pero sigamos con cosas buenas que tiene Bruselas.

En Bruselas, no es que el trabajo esté bien remunerado, es que además suele ser muy interesante y, lo que no es poco, hay trabajo. En Norilsk, también hay trabajo, vale, pero consiste en la extracción de níquel a base de azufre, y las tardes consisten en olvidarse de los días a base de cogorza y anestesia. Aquí lo malo (o lo bueno, claro) es que a mi generación la mandaron a la universidad. Antes de que yo pisara las aulas de la Facultad de Derecho, repaso mis ancestros por vía paterna, y nadie tenía ni el bachillerato, cuánto menos una licenciatura; por vía materna, vale, parece que hay algún caso con estudios, pero podrían ser sólo rumores.

Yo reconozco que mis padres hicieron un pedazo de esfuerzo por mandarme a la universidad y sacarme de destripar terrones en Benicountrí o en Salvacañete, pero el resultado es que uno sale de la facultad con el título bajo el brazo, ¿y ahora qué? Como se me ocurriera ir a Salvacañete a cuidar cabras o a Benicountrí a desbrozar naranjos, ¿para qué tanto estudio? Total, que resulta que en Salvacañete no hay abogados ni falta que hacen, con lo que, tras desesperarse bastante buscando curro y encontrando ocupaciones mal pagadas y poco consideradas, termina uno, sin saber cómo, mirando un poco más lejos, y -vale, tras pasar por una ciudad como Moscú, que es un caso aparte- aterrizando en Bruselas para trabajar en lo que había estudiado. Veinte años después, vale, pero veinte años no es nada y, total, nunca es tarde.

Y mi trabajo es interesante. Me temo que mucho más que cualquier oficio que se pudiera encontrar en Salvacañete. Que sí, que le echo un montón de horas (y así va la bitácora de abandonada), pero, oye, no veo que en España la gente llegue mucho antes que yo a su casa, y quizá lleguen menos contentos. Así que, sí, Bruselas es el rompeolas de Europa, aquí pasan cosas y, estando aquí, uno participa de alguna manera en ellas.

Y sí, seguiremos viendo cosas buenas de Bruselas.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Ventajas de vivir en Bélgica

A quien haya leído la gran mayoría de las entradas de esta bitácora le puede parecer que el autor de las mismas, yo mismo, es un tipo amargado que no hace sino quejarse, y que no está contento en ningún sitio. Se quejaba amargamente de Rusia, aunque le veía las ventajas culturales, vale, y ahora no hace sino despotricar de Bélgica y de los belgas. Si tan mal está allá donde va, dirá el lector, que se vaya a España y se deje de monsergas.

Estos últimos días he estado releyendo las entradas belgas de esta bitácora, que son aproximadamente las últimas doscientas, porque ya se sabe que como Rusia no hay nada en lo tocante a cosas sorprendentes y curiosas, y aquí hay mucha menos materia que suspenda el ánimo, como no sea hasta qué punto se puede despreciar al cliente impunemente en este país. Y, así, si en Moscú escribía a troche y moche, aquí los temas son más limitados y las entradas mucho más espaciadas, también porque aquí estoy mucho más ocupado de lo que jamás estuve en Moscú.

La conclusión a la que he llegado después de tanto leer es que antes escribía mejor, vale, y además que si estoy tan ocupado es porque en esta bendita ciudad no hay más remedio que apañárselas uno solo si quiere hacer cosas. Y, además, que la mayoría de las entradas son de lo más plañidero y quejica, y que no parece sino que esto es un sinvivir y un valle de lágrimas. Bueno, de lágrimas no sé, pero llover ya os digo que llueve.

Y no es para tanto.

Porque, si lo fuera, ¿a santo de qué iba a tener Bélgica la densidad de población que presenta, que ni de lejos se le acerca la española? Tanta gente no debe estar equivocada, y yo mismo tampoco, así que algún motivo tendremos para permanecer por estos pagos a pesar de la morriña que nos embarga cuando pensamos en la horchata y el arroz a banda.

La ventaja más evidente de estar por aquí es el vil metal, fuerza es reconocerlo. Que no os engañen: el residente de aquí que blasone de que no le mueve el dinero para permanecer en Bruselas, o es un hipócrita, o es, no sé, sacerdote, por lo menos...

Pero tiene que haber más, y ¿qué mejor lugar para escudriñarla que esta bitácora, reconvertida de sección de quejas en alabanzas a este jardín del Edén?

Lo iremos viendo, lo iremos viendo, ahora que me parece que estoy algo más desahogado.

O no...

viernes, 4 de octubre de 2019

Advocaciones

Virgen de Covadonga, de los Desamparados, de Monserrat, de la Almudena, de Lidón, del Rocío, de la Montaña, de los Reyes, de Sales... España es el país de las advocaciones de la Virgen, a no dudar.

Mientras yo, devoto de la Virgen de los Desamparados, andaba por España, Alfina, devota de la del Rocío, ha tenido que pasar el verano en Bélgica y ha aprovechado para hacer algo de turismo, que le llevó a visitar una capilla en una ciudad no lejana a Bruselas, en la que había, como prácticamente en todas, una imagen de la Virgen. Por allí, en la iglesia, había una señora que parecía atender el templo. Alfina se le acercó y le preguntó:

- ¿Cómo se llama esta Virgen?

La señora miró a Alfina como quien mira a un extraterrestre, pero finalmente dijo:

- María.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Yo no he sido

Esto no es Grozny, ni Kabul, ni Mosul. No: esto es Bruselas, y más concretamente el edificio otrora conocido como Hospital Edith Cavell, y que ahora es un amasijo menguante de hierro y polvo.

No le puedo tener la menor simpatía al lugar (por esto, esto y esto), pero que conste que no tengo nada que ver con su derribo.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Parsimonia

La esperanza de vida de los belgas es, parece ser, algo inferior a la española, pero igualmente muy alta, y no es para menos. Un belga necesita mucho tiempo, mucho más que los naturales de otros sitios. Un año en España está lleno de sucesos y de singladuras, de batallitas y de acontecimientos; las cosas van tan rápidas, incluso en Salvacañete, que no parece que les dé tiempo a suceder.

Aquí, no.

En Bélgica las cosas pasan con mucho esfuerzo y dificultad. Diríase que es como España a cámara lenta. Es como cuando ajustas mal el freno de una bicicleta, y las zapatas rozan con las ruedas, y dar pedaladas te cuesta un montón más de lo que debiera.

El ejemplo típico son los restaurantes. Ir a un restaurante belga es algo que sólo debería suceder si no tienes hambre en absoluto. Si la tienes, has hecho un mal negocio. Yo comprendo que parece razonable ir a un restaurante cuando tienes hambre, pero, si eso te pasa en Bélgica, considera la posibilidad de comprarte un bocata en un supermercado (suponiendo que estén abiertos, que ésa es otra...), o de ir a un puesto de patatas fritas a comprarte una ración con mayonesa. Que sí, que no es lo más sano del mundo, ni mucho menos, pero hemos quedado en que tenías hambre, y te comerías lo que sea y pronto. Pues eso último es lo que no vas a conseguir si te metes en un restaurante belga.

Hace año y pico abrió en la esquina de nuestra calle un restaurante belga, a unos magros cincuenta metros de la puerta de nuestra casa. Antes había habido allí una bocatería, que desapareció a las pocas semanas de mudarnos. Cada día, cuando volvíamos a casa, mirábamos el local con curiosidad, hasta que llegó el gran momento de la apertura.

- Tenemos que ir un día.
- Claro.

Nos perdimos el aperitivo de apertura que dieron, pero eso no nos arredró. El local tenía buena pinta, y ya les valía, porque habían tardado la tira y media en terminarlo. Total que, un buen día, Alfina y yo nos dijimos que había llegado el momento de hacer gasto a los vecinos, recorrimos los cuarenta metros que nos separaban del local, y entramos.

Se nos acercó una chica joven.

- ¿Van a cenar?

Eran como las ocho de una agradable tarde de verano, y estábamos entrando en un restaurante. En España podría pensarse que quisiéramos merendar, pero allí no había muchas alternativas, la verdad.

- ¡Sí! - respondimos.

La joven se rascó la cabeza, como si no esperara la respuesta. Vamos, como si otra respuesta fuera posible.

- Ah... a cenar...
- ¿Nos podemos sentar ahí? - y señalamos una mesita, ideal para dos personas, situada cerca de una de las ventanas.
- Bien. Ahora les traigo la carta.

Nos la trajo, y pedimos una ensalada de primero para compartir, y un segundo para cada uno. Nada raro. La camarera tomó nota y se retiró, supongo que a avisar en cocina de que tenían algo que hacer. Llevo seis años por aquí, pero no estoy seguro de cómo funciona un restaurante belga, y qué sistema utilizan para transmitirse información de unos a otros.

Sea cual sea, el sistema podría mejorarse. Pasaron cinco minutos, pasaron diez, pasaron quince y pasaron veinte, y nos tenían con un botellín de agua. Si, cuando entramos, teníamos hambre, a la media hora nos hubiéramos comido a la camarera, no sé si más de hambre o por venganza.

En esto, Ro pasó por allí y nos vio.

- ¡Hola! ¿Vais a cenar aquí?
- A este paso, a desayunar.
- ¿Cuánto tiempo lleváis esperando?
- Ya pasa de media hora.
- ¡Hala! Yo me voy a casa a cenar.
- En la nevera tienes lentejas.
- Vale.

Nuestra posición era un poco estúpida. Estábamos pasando un hambre canina a cuarenta metros de unas lentejas que, por si fuera poco, eran de nuestra propiedad. Y ya habíamos agotado todos nuestros temas de conversación, yo diría que por inanición.

A los tres cuartos de hora llegó la ensalada. No vayamos a creer que era el colmo de la sofisticación: tomate, lechuga y queso. Suponiendo que tuvieran los ingredientes, es difícil pensar en cómo se las apañaron para tardar tanto. Y, por si fuera poco, era para compartir, cosa que hicimos: el caso es que la devoramos en un periquete, mucho menos de lo que habíamos estado esperándola, y al acabar teníamos casi más hambre que antes.

Si para la ensalada habían tardado tanto, lo del segundo podía ser histórico, pero quisimos pensar que no habían sacado la ensalada hasta tener el plato principal a punto, de manera que no hubiera una gran separación entre los dos platos. Así que podíamos esperar el segundo casi enseguida.

Qué ilusos éramos.

Cuando ya estábamos bastante hartos de mirarnos, llamó Ame por teléfono.

- ¿Dónde estáis?
- Hemos ido a cenar al restaurante nuevo que han abierto al lado de casa. Pásate por aquí.
- Vale.

Ame estaba en casa, y no tardó ni cinco minutos. Ojalá se hubiera traído las lentejas. Además, con chorizo, tú.

- ¿Ya habéis cenado?
- Nos han traído una ensalada, pero ya no queda nada ¿Te quedas a cenar?
- ¿Son belgas?
- Sí.
- ¿Hay algo en casa?
- Lentejas.
- Me voy a casa.
- No te lo reprocho...
- Ánimo. Al final traerán lo que hayáis pedido.

El caso es que lo hubiéramos comprendido mínimamente si el restaurante hubiera estado atestado y viéramos a la camarera atosigada y con apuros para controlarlo todo, pero, ¡quia!, éramos los únicos clientes en el interior del restaurante, y en el exterior no había sino un grupito que se limitaba a picar algo y apretarse unas cervezas. Uno se pregunta a qué se estaban dedicando el cocinero y la camarera durante la hora y tres cuartos que estaba durando aquel suplicio.

Al final, ya tuvimos que decirle algo.

- ¿Ya van a traer el segundo plato?
- ¡Ah! ¿Lo quieren ya?

No, mira, si quieres, te esperas a que amanezca, no te joroba.

- Si pudiera ser...
- Voy a ver si está listo.

La camarera desapareció de nuestra vista, lo cual sin duda sucedió por su bien. Volvió un rato después, con la buena noticia de que, a la vista de la situación, el cocinero estaba teniendo la gentileza de acelerar sobremanera la preparación del plato, y que, por ser nosotros, es posible que en diez minutos estuviera ya.

El segundo plato llegó, pues, cosa de una hora después del primero. Para entonces, no ya a la camarera, yo creo que también nos hubiéramos comido al cocinero. Y la verdad es que me gustaría recordar si me gustó la cena, retrasos aparte, pero soy incapaz: en primer lugar, porque tenía tanta hambre que no me duró apenas, y así no hay quien deguste nada; y en segundo lugar porque, para cuando llegó, lo de menos era si estaba bueno, con tal de que fuera comestible y su consumo fuera legal.

- ¿Desean algún postre? - nos preguntó solícita la camarera.

La miramos con cara de poquísimos amigos.

- No, que el viernes viene el fontanero a casa, y no vea cómo se enfada si le hacemos esperar.
- Pero si es miércoles...
- Nosotros ya nos entendemos.

Creo que huelga decir que no dejamos propina y que no hemos vuelto a aparecer por el local. Y que, cuando tenemos la tentación de entrar en un restaurante regentado por belgas en general, y por bruselenses en particular, recordamos la experiencia que queda relatada arriba y nos preguntamos si no será mejor poner en remojo unos garbanzos, aunque tarden doce horas en reblandecerse.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Vuelta a Bruselas

El retorno a Bruselas después de unas semanas de vacaciones tiene algo de amargo. Debe ser parte de la naturaleza del ser humano estar insatisfecho con lo que tiene. En España hace mucho calor, vale; si tenemos que creer a los meteorólogos y a los partidarios del cambio climático, cada vez hace más. Sea. Pero uno llega a Bruselas y, tras un par de días de engaño y bonanza, cae el mercurio a plomo y, de dormir con sábana, pasa uno en materia de horas a levantarse por la noche y buscar esa manta que guardó pocas semanas antes, pero que parecen años.

Y no nos paramos con la manta, no; al día siguiente, las temperaturas siguen cayendo, y uno se pone a buscar el edredón, y así y todo no las tiene todas consigo. Eso por no hablar de las llamaditas a España:

- ¿Qué tal estáis?
- Huuuy... achicharrados, ¡hace un calor! A veinticinco grados estamos.
- Qué suerte... nosotros hemos bajado a siete esta noche.
- ¡Pero eso es magnífico! ¡Ya me gustaría que hiciera siete grados por aquí!

Yo supongo que lo dicen sinceramente, pero no puedo evitar pensar en que, con veinticinco grados, uno va en camiseta y pantalón corto, y la mar de ligero; mientras que aquí tengo que llevar camiseta interior, los pantalones cortos no son sino un recuerdo, y ya voy mirando los jerséis de reojo. Y pienso que mis interlocutores no saben lo que dicen.

lunes, 19 de agosto de 2019

Mecánica contemporánea

De ordinario, cuando llego a Valencia, tengo el bulto misterioso esperándome. El bulto misterioso es una bicicleta plegable que ha visto mucho mundo, y que, desde su adquisición en, precisamente, Valencia, ha circulado por Madrid, Moscú, Bruselas y, nuevamente, Valencia, ciudad a la que ha venido para quedarse, porque ninguna otra se adapta como ella a sus características.

El bulto misterioso suele responder, con ciertas excepciones a lo que se le exige. No en vano disfruta de un uso periódico. Otra cosa son las otras bicicletas que compré en su día para solaz, disfrute y eventual desplazamiento de los demás miembros de la familia, que pasan por aquí de uvas a peras, y aun diría que ni eso. Dichas bicicletas se limitan a criar polvo en una habitación de mi piso que hace las veces de trastero, taller y garaje. Y, en efecto, las susodichas bicicletas, cuando se las reclama tras varios años de preterición, no tienen ningún motivo para responder con el agradecimiento que se les supondría: las cubiertas están revenidas, las cámaras carcomidas, los frenos herrumbrosos, y los pedales y bielas suenan más como una carraca de feria que como un mecanismo de precisión. No es de extrañar, pues, que, cuando Abi, Ro o Ame (o Alfina, pero eso pasa todavía menos) resuelven pasar unos días de asueto por ésta mi tierra, y toca sacar las bicicletas de su guarida, aquí arda Troya.

Como ya me vi el percal en su día, decidí que no era cosa de invertir en bicicletas de alta calidad. Me hice con unas plegables de hipermercado, útiles (y sólo hasta cierto punto) para criaturas de hasta 170 centímetros, 175 como mucho y, eso sí, Alfina dispone de una bicicleta de cierta calidad, una holandesa de paseo muy cuca, con su iluminación de dinamo, guardabarros y portaequipajes.

Cuando nos conocimos, Alfina ya había crecido todo lo que tenía que crecer, pero ése no era el caso de nuestros tres vástagos. Si, cuando nos hicimos con las plegables de hipermercado, les venían holgadísimas incluso con el sillín en la posición más baja, a medida que los años fueron pasando, se vio claro que Abi y Ro iban a superar la estatura de su madre, y que Ame iba a superar la mía.

Total que, con el tiempo y las sucesivas visitas a Valencia, mis hijos torcían el gesto cuando les tocaba usar las bicicletas plegables y, de esta manera, éstas tendían a no usarse. No es, pues, de extrañar que sus cámaras y cubiertas se fueran deteriorando, y este verano, cuando las quise hinchar para pasear con Abi y Ame, dos de ellas estallaran por las buenas mientras las montaba. La tercera bicicleta, por fortuna, sí pude hincharla sin percances, y con ella y con la holandesa de Alfina, sobre la que montó Ame, y mi bulto misterioso, saliésalimosramos por la ciudad.

Pero, tras responder correctamente durante buena parte de la mañana y del mediodía, cuando ya volvíamos a casa por la tarde, la rueda trasera de la tercera reventó poco después, a varios kilómetros de casa y con Abi sobre ella. Maldición.

En este apurado trance, decidí tomar el toro por los cuernos, rodar hasta casa, tomar herramientas y una cámara de repuesto, volver todo lo rápidamente que me permitían las piernas, sólo para darme cuenta de que no sólo la cámara había reventado, sino que la cubierta estaba rajada, y que forzosamente había que reemplazarla para evitar nuevas averías. No pasaba nada. Conocía un centro comercial a poca distancia, en el que podía hacerme con seguridad con una cámara y, acto seguido, cambiarla con las herramientas y proseguir el camino hacia casa en cosa de una hora.

Abi parecía poco entusiasmada con mi propuesta de solución.

- No pasa nada, papá. Haz marcha. Voy a llamar a un Cabify, meto la bici en el maletero, y ya está. Nos vemos en casa.

Y, uniendo la acción a la palabra, tecleó en su móvil y, a los dos minutos, tomó la bici, la arrastró hacia la calle, y desapareció, dejándome con la boca abierta.

Cuando, sumisos y sudorosos, Ame y yo llegamos en nuestras bicis bastante tiempo después, Abi ya estaba en casa la mar de relajada tomándose un polo.

Yo no estoy programado para la vida moderna.

sábado, 17 de agosto de 2019

Agostando


Agosto ya no es lo que era.

Uno recuerda llegar agosto, y pararse la España urbana, y concentrarse la única actividad en las zonas turísticas, que entonces eran únicamente las de sol y playa, nada de turismo cultural ni zarandajas de ésas. Madrid en agosto era una delicia, sin apenas madrileños, más que los que seguían de guardia, y uno podía pasearse a sus anchas por ella y curiosear a diestro y siniestro por sus esquinas.

Eso pasó. Entretanto, agosto y sus vacaciones se han recortado, y bastante es si duran una quincena. Las calles siguen medio vacías, sí, pero porque cada año hace más calor y no hay cristiano que aguante la solana; y, por si fuera todo, hay turistas por todos los sitios, que ocupan todos los rincones de la villa y corte (bueno, lo de corte vamos a tomarlo en su justa medida). Para acabarlo de arreglar, Madrid se ha gastado en los últimos lustros lo que no tenía, y para ver de remediar sus agobios financieros se dedica a freír a impuestos, tasas y exacciones varias, no ya a sus habitantes, que bien merecidos tienen sus sufrimientos por haber votado a sus mandamases, sino a todo hijo de vecino que tiene algo que ver con su término municipal.

En fin, que baja uno del avión a pisar suelo patrio, y es llegar a la capital y comenzar a salir los euros por los poros. Pero, así y todo, se agradece el cambio de aires y de clima, y el tránsito de veinte grados y lluvias intermitentes a treinta y pico y humedad poco menos que nula.

Y así, tras unos días de relajo en la capital, a base de deporte y piscina, y alguna que otra reconvención a Abi por tener el piso más sucio que la conciencia de un proxeneta, toca tomar el tren y allegarse a la patria chica, donde siempre esperan nuevas aventuras.

jueves, 15 de agosto de 2019

Aviones y aeropuertos... belgas

Bruselas, esa ciudad única y a la vez múltiple, llevaba ya algún tiempo de calma chicha. A partir de la fiesta nacional, que es el 21 de julio, la desbandada empieza. Los pocos que nos hemos quedado hemos visto como, en nuestros lugares de trabajo, las filas clareaban hasta extremos poco comunes, y los que quedábamos nos dedicábamos a terminar los expedientes que esperaban algún trámite y a contar los días hasta que, también nosotros, enfiláramos en camino del aeropuerto, Zaventem o Charleroi y, desde allí, partiéramos hacia otros andurriales. Yo he vuelto por mis fueros y, en este caso, por mi ya tradicional curso intensivo de neerlandés, que, después de todo, es una lengua oficial de este país que me acoge, y aun de esta ciudad. A la chita callando, ya he terminado el cuarto curso, lo cual me debería permitir desenvolverme con cierta soltura, pero la verdad es que, allí donde lo he intentado, sin ir más lejos en el propio aeropuerto, he estado más bien torpe.

Uno llega al control de seguridad de Zaventem, en Flandes, y se dirige con paso firme al control de seguridad. El agente se le encara a uno y le pregunta:

- English? Français? Nederlands?

Hasta hacía poco, y con la única intención de hacer la puñeta, cosa que confieso humildemente, yo respondía indefectiblemente:

- Deutsch!

No en vano el alemán es lengua oficial en Bélgica, siquiera sea en una región chiquitita, cosa que no se puede decir del inglés. Los letreros del aeropuerto, por cierto, no sólo están rotulados en las tres lenguas que me ofrecía el operario, sino también en alemán, pero lo cierto es que aún no me he encontrado con ningún segurata que controle la lengua de Goethe. Generalmente tuercen el gesto y siguen en inglés.

- Do you have any liquids? Tablets? Computers?

- Wie bitte?

Aquí ya las cosas se complican. El segurata tipo no está preparado para gentes que desconozcan alguna de las tres lenguas en que pueden comunicarse y, sin embargo, deberían estarlo. Me he encontrado con turistas alemanes cuyo inglés no vale ni para pedir la hora, y mucho menos para comprender la respuesta, y eso por no hablar de los españoles. Como tantas veces he repetido, Ryanair y las compañías aéreas de bajo coste han hecho mucho daño, y han permitido viajar al extranjero a gentes que no están preparadas para cruzar los Pirineos. Además, los españoles, con ese espíritu gregario que nos gastamos, y que comparten hasta los más independentistas del país, llevamos mal conocer gente que no hable nuestro idioma. Tendemos a hacer corro entre nosotros y, si alguien quiere conocernos, más le vale adaptarse y hablar el mejor castellano que sepa.

- Liquiden! Tabletten! Computeren!

El segurata, claro, no conoce palabras como Flüssigkeiten o Rechner, y no le vendría mal aprenderlas, que no hay para tanto, así que soy yo quien intenta enseñárselas.

- Meinen Sie Flüssigkeiten und allemöglichen Rechner? Die habe ich bei mir nicht, mindestens nicht heute...

Al final, la maleta pasa, así como mis trastos, y el segurata le chamulla a su colega en neerlandés que me registre hasta los calzoncillos, que este tío habla raro.

Ahora, no. Ahora, la pregunta sigue siendo la misma, vale:

- English? Français? Nederlands?

Pero la respuesta ya no es un seco «Deutsch!», sino:

- Nederlands, alstublieft!

Mi acento debe seguir siendo mejorable, porque el segurata me mira con cierta dosis de escepticismo, resiste la tentación de continuar en inglés, y finalmente me dice:

- Vloeistoffen? Tabletten? Computers?

Y no es que sea muy difícil lo que dice, no, pero cuando me hablan mis profesores parece un idioma inteligible, y cuando lo hace el maromo éste es como si fuera otra lengua, tú, así que me quedo como pasmado y, con mucho esfuerzo, me limito a negar con la cabeza. El segurata hace un gesto como de conmiseración, y me dirijo al arco metálico con la cabeza gacha.

Al menos, he caído lo suficientemente simpático como para que no me registren ni un poquito. Ya le hemos sacado alguna utilidad al neerlandés.

lunes, 12 de agosto de 2019

La semana más larga (XII): Final

Un domingo por la mañana de septiembre no es el mejor momento para hacer grandes alardes.

La carrera comenzaba a las nueve, para eludir las horas de más calor, de manera que a las siete y media de la mañana estábamos, legañosos y cansados, en la puerta del garaje. Se nos unió Juan que, como casi tenía por costumbre, llegó un poco tarde. Vamos, que casi nos tenemos que ir sin él para no quedarnos sin carrera. Valencia estaba completamente dormida, si exceptuamos un nutrido grupo de sudamericanos que claramente acababan de cerrar una discoteca, o algo así, y que, sobre todo las mujeres que había entre ellos, vestían ropa varias tallas más pequeñas de lo que deberían, y que, con el jolgorio que llevaban y el ruido que causaban, compensaban más que de sobra el silencio de todos los demás habitantes del barrio.

Llegamos a Benicountrí sin mayor novedad, pasamos por casa, nos pusimos la ropa de deporte, dejamos las llaves y nos dirigimos a la plaza. Es una novedad agradable, disponer de una base en una carrera popular, en lugar de atarse las llaves del coche a las zapatillas y arriesgarse a que vayan colgando o, lo que es peor, a perderlas. Aquí nos bastaba con llevar la sencilla llave de nuestra casa -supongo que ya debíamos, con más motivo, llamarla así- y, aunque la perdiéramos, sabíamos que la vecina tiene copia.

Fue todo tan rápido que media hora antes de la carrera ya teníamos el dorsal sujeto a la camiseta con los tradicionales imperdibles, el chip de cronometraje atado a los cordones de las zapatillas y, básicamente, podíamos elegir entre tumbarnos a la bartola hasta la hora de la salida o calentar a base de bien.

Como en otras ocasiones, Kukoc y Reyrata decidieron calentar durante el primer kilómetro de la carrera, o los dos primeros, o los que hicieran falta, mientras que yo, y también Juan, decidimos que los siete kilómetros y medio de la versión corta que íbamos a correr merecían nuestra mejor versión desde el principio. Digo versión corta, porque la alternativa hubiera sido la carrera de quince kilómetros que era la versión completa, y en la que, con la semanita que llevábamos, no nos planteamos participar.

Así que dejé a mis hermanos paseando por los alrededores de la línea de salida, haciendo como que estiraban, y me fui con Juan al trotecillo por las callejuelas del pueblo, hasta dar con la que fue casa de mis abuelos, y que ahora apenas se tenía en pie y presentaba un estado de casi abandono, que Reyrata paliaba de cuando en cuando utilizándola como almacén. La casa está en el confín del casco urbano y, llegados allí, dimos media vuelta y, por otro camino, volvimos a la línea de salida. Unos dos kilómetros de calentamiento, seguramente un poco menos.

- ¿Qué objetivo tenéis?
- No sé - dije -. A ver qué tal, pero me gustaría acercarme a cinco minutos por kilómetro.
- ¡Hala! Pues ya te puedes ir. Nos veremos en meta.

Juan se echó unas risas.

- ¡Mira! ¡Ahí está Pascual!

Pascual competía en la categoría de minusválidos. De hecho, era el único competidor de la categoría de minusválidos, lo que le daba trofeo seguro. Su discapacidad era intelectual, pero el físico, aunque lejos del de sus años jóvenes, le daba para acabar la carrera sin grandes problemas. Y es muy buena persona, mucho mejor que otros más inteligentes que él.

- Pascual, ¿cóm vas?
- Che, ¿qué feu per ací? ¿Aneu a córrer?
- Anem a córrer, això sí, la curta. La llarga te la deixem a tu.
- ¿La llarga? ¡Qué dius! La llarga p'als atres.

Nos acercamos poco a poco a la línea de salida. Para ser un domingo por la mañana de septiembre, la carrera tenía una participación considerable, que probablemente superaría las cuatrocientas personas. De repente, ¡traca!, y la gente comenzó a correr como si les hubieran pillado robando fruta. En las carreras de Valencia la salida no suele darse con pistola, sino con un buen petardo, o con una traca, como al acabar las bodas, bautizos o primeras comuniones.

Kukoc y Reyrata se situaron estratégicamente hacia la cola del pelotón, con ánimo de calentar e ir de menos a más. A Juan y a mí la salida nos pilló algo retrasados, así que nos pusimos a adelantar gente, favorecidos por el hecho de que la organización -y se agradece- había metido la carrera por las calles más anchas del pueblo.

Aun así, íbamos algo frenados, hasta que llegamos al primer kilómetro.

- ¿Cuánto te da?
- 4'58", pero no parece sincronizado con el GPS.
- ¿Y cómo vas?
- Bien.
- ¿Mantenemos?
- Mantenemos.

Pasado el kilómetro dos salimos del casco urbano, y hubiéramos podido acelerar un poco de haber querido, pero estábamos reservones. Antes del kilómetro cuatro, más o menos a mitad de nuestra carrera, pasamos por delante del cementerio, donde tres días antes habíamos enterrado a mi madre, y nos santiguamos.

La falta de entrenamiento se estaba notando. Si, hasta el kilómetro cuatro, habíamos estado un poco por debajo de cinco minutos por kilómetro, del cuatro al cinco el cronómetro marcó 5'08", poniendo en claro peligro el objetivo de bajar de cinco.

Del kilómetro cinco al seis, el sol caía a pico, y el recorrido transcurría por el polígono industrial del pueblo, de calles anchas y en las que, a esas horas, no había maldita la sombra. Para entonces, el grupo que corría la carrera larga se había desviado hacia la marjal y quedábamos islotes de corredores aislados, separados por un mundo de quienes iban por detrás y por delante. En nuestro caso, delante de nosotros había un grupo de tres mujeres jóvenes a quienes les íbamos recortando la ventaja poco a poco, supongo que porque a ellas también se les estaba haciendo larga la carrera.

Motivados por la proximidad de las mujeres, apretamos un poco y las superamos a la altura del almacén de la cooperativa. Fue el kilómetro más rápido, y nos quedaba uno y medio, pero ya íbamos con la lengua fuera. Por detrás venía un corredor que se puso a nuestra altura, y con el que entramos de nuevo en el casco urbano, precisamente por la calle de mi casa.

Doscientos metros más allá, o a lo mejor eran cuatrocientos, veo que mi vecina estaba entre quienes habían salido a animar a los corredores, delante de su casa. Animado, me adelanté con un acelerón para el que no sé de dónde saqué las fuerzas.

- ¿Qué haces? - me dijo Juan, sofocado.
- Voy a... salu.. dar... a mi vecina... - alcancé a musitar.
- ¡Angelitaaaaaa! - y le acerqué la mano para chocarla.
- ¡AAAAAY! ¡Mira este! Au, au...

Justo en ese punto, el recorrido daba un giro radical y se metía por el Bonaire. Entre el giro y el acelerón para saludar a la vecina, me quedé completamente vacío; Juan me alcanzó enseguida.

- ¡Que no hay que ir a tirones!
- Es que...

El tirón nos había dejado baldados a los dos. El que había entrado en el pueblo con nosotros nos superó sin el menor problema. Nunca el Bonaire me había parecido tan largo, ni, después, la calle del Cristo, donde la pancarta de meta se adivinaba a lo lejos. Juan y yo entramos juntos, con una notable marca de 37'08", a 4'56" por kilómetro. Sí, lejos de las mejores marcas que hubiéramos hecho, pero, oye, que ya tenemos una edad, a la que no es tan sencillo bajar de ciertos tiempos. Nos desatamos el chip de la zapatilla y lo devolvimos.

Estábamos contentos. Hay carreras con las que uno tiene una espinita clavada y, para mí, la de mi pueblo era una de ellas. Fue la primera que corrí, con diecinueve años, sin entrenar fondo lo más mínimo, y llegué antepenúltimo y completamente desfondado. En los siguientes años, antes de dejar España, nunca me preparé mínimamente en serio, así que mis marcas eran todo lo malas que pueden suponerse.

Con el tiempo, comencé a prepararme mejor y a situarme en ritmos por debajo de los cinco minutos. Me propuse bajar de ese ritmo en todas las carreras en las que antes había ido a ritmos lamentables, pero nunca hasta entonces había podido correr en mi pueblo, por asuntos de calendario. Hasta entonces. Espinita desclavada.

Para la llegada de Kukoc y Reyrata aún faltaba un rato. Al final, el rato no llegó a diez minutos, y consiguieron bajar de seis minutos por kilómetro; entraron juntos.

- Seguro que he llegado yo antes.
- Qué va, paquetorro, he llegado yo antes.
- Cuando salgan las fotos en la web verás.
- Tú verás.

Nosotros ya llevábamos un rato comiendo sandía y reponiendo líquido y, mientras ellos dos hacían lo propio, debió llegar Pascual, más o menos a 6'20", que no está mal, y poco después el coche escoba. Pascual devolvió el chip, de la mesa de la organización se levantó uno de los árbitros con unas hojas y las clavó con una chincheta en el tablón de la iglesia.

- La clasificación ya está. Ahora verás.
- ¡He quedado primero yo!
- ¡Pero si tenemos el mismo tiempo!

Yo miré mi tiempo, algo generoso. Oficialmente el ritmo real había sido de 4'54", probablemente por el tiempo que tardamos en cruzar la salida a causa de la multitud que había por allí, o vaya usted a saber por qué. Todos los corredores se agolpaban para consultar la clasificación, mientras el árbitro clavaba otras hojas, era de suponer que las de los premios, un poco a la derecha. Siempre que hay algo que leer, yo asomo la cabeza.

"Qué fieras, pensé. El primero ha llegado a 3'50"; ah, y aquí está la clasificación local, a ver si conozco a alguien. El primero, en 4'23", también bueno, pero supongo que los mejores del pueblo, o están organizando la carrera, o corren la carrera larga. El segundo, 4'40", el tercero ya se va a 4'54" ¿4'54"? ¿Alfor von Buchweizen? ¡Si soy yo!"

- ¡Eh, que he quedado tercero local! - interrumpí a mis hermanos, que seguían discutiendo sobre quién había quedado delante.

Ni que decir tiene que jamás había estado ni siquiera cerca de subir al podio de una carrera. Aunque, claro, para recoger el trofeíto deberíamos esperar a que llegasen todos los participantes en la carrera larga. Nos pusimos morados de sandía.

El trofeíto se ha quedado en Valencia, sobre el mueble del recibidor. Es muy improbable que jamás tenga compañía, de la misma manera que considerarme corredor local de Benicountrí, un pueblo que considero el mío, sí, pero en el que nunca he estado empadronado, aunque ciertamente tengo posesiones en el mismo y que visito siempre que puedo, es por lo menos atrevido.

Al día siguiente volvimos a Bruselas. Me extrañaría que alguna vez vuelva a pasar una semana tan rematadamente anómala en mi vida, y más en mi ciudad natal, pero supongo que todo puede suceder.

domingo, 11 de agosto de 2019

La semana más larga (XI): El entierro

Los tres hermanos aparecimos por Benicountrí a media tarde, poco después de comer. Ellos, con la ropa puesta; yo, con una maleta donde tenía un traje y una corbata, los mismos con los que había ido al trabajo el día que volaba. Fuimos a nuestra casa, me cambié, y fuimos escuchando las campanas de la iglesia del pueblo.

En mis muchos veranos en el pueblo, habré oído tocar a muerto innumerables veces, pero aquella vez era diferente. Me afectaba muy directamente.

Posiblemente, durante la mañana, y quizá ya durante la víspera, el alguacil habría pronunciado su letanía por el altavoz del ayuntamiento. Ha faltat (nom de qui ha faltat). L'enterro es farà hui a les cinq de la vesprada. Esta vez, el "nom de qui ha faltat" era el de mi madre y su apellido era el segundo de los míos.

Cuando sonó el segundo toque, les hice señal a mis hermanos de que fuéramos. Mi abuela siempre decía que el primer toque era para avisar, el segundo para acudir, y el tercero para empezar. Es verdad que vivimos a pocos metros de la iglesia, pero, si nunca es conveniente llegar tarde, hay días en que no se debe ni plantear la posibilidad, y ése era uno de ellos.

La iglesia de Benicountrí es inmensa. Edificada en los albores del siglo XVIII, en época churrigueresca plena, rebosa barroco por todo su interior; lo pasó mal durante la guerra civil, y con pena y trabajo fue restaurada hasta el estado mejestuoso que sigue teniendo. Yo no la piso mucho, porque los fines de semana me ven muy raramente por Benicountrí, incluso cuando estoy por la zona, pero, así y todo, la piso bastante más que cualquiera de mis hermanos.

Dejé a mis hermanos en la puerta y me metí a rezar un poco en la capilla, a la izquierda del altar. Luego me incorporé al grupo. Había venido bastante gente, porque nuestra madre era razonablemente conocida, a pesar de que llevaba años sin poderse mover ni mucho menos pasar por allí, y también vinieron, desde Valencia, algunos amigos nuestros. Cuando empezó el funeral, nos situamos en primera fila, yo creo que por primera vez en mi vida allí, y escuchamos al sacerdote.

Cada vez que aparezco por Benicountrí, el párroco es diferente. Durante varios lustros estuvo el mismo, que dirigió la restauración del altar, por un lado, hasta dejarlo en su brillante estado actual, pero que como predicador dejaba muchísimo que desear; a éste le siguieron otros varios, pero ninguno se quedó demasiado tiempo. No estoy yo muy metido en los entresijos parroquiales de Benicountrí, pero tengo la impresión de que durante una época bastante larga la mangonearon elementos de liturgia por lo menos mejorable. Al menos, siempre se pudo escuchar misa en castellano al menos una vez cada domingo, porque la alternativa no es nada seguro que fuera valenciano.

Este párroco no había conocido a mi madre, y al menos no se le cayeron los anillos en reconocerlo.

- Yo no conocí a la difunta. He preguntado, como suelo hacer, a feligreses que sí que la conocieron, porque al menos me gusta saber a quién estamos enterrando. Y todos han coincidido en una cosa: en que era una persona de fe, y en que era una persona de fe que ha sufrido mucho.

La homilía continuó, y a mí me gustó ver a un párroco que se lo había preparado. Además, su resumen no lo podía haber mejorado yo mismo.

La misa continuó, llegó el momento de la comunión y, al terminar la ceremonia religiosa, el párroco nos dio el pésame y nos quedamos cerca de la puerta. Muchos de los que habían asistido a misa, y en particular los más ancianos, nos dieron allí el pésame y volvieron a sus casas; pero otros muchos iban a acompañarnos en procesión hasta el cementerio. El coche fúnebre abrió la marcha, seguido de nosotros tres; yo, vestido de traje negro y corbata negra; mis hermanos, bastante informales. Eran las cinco y media de la tarde de un catorce de septiembre, y hacía calor, pero supongo que alguno de los allegados, al menos uno, debía ir de luto, y me había tocado a mí.

El cementerio de Benicountrí está a cosa de un kilómetro de la iglesia. Al ritmo que íbamos, la cosa era por lo menos aburrida, y por mucho que fuéramos imbuidos en nuestros pensamientos, al final empezamos a charlar entre nosotros. Sobre todo, cuando pasamos al lado de uno de nuestros campos, que está a pocos metros del cementerio.

- ¿Cómo van los plantones de Valencias?
- No muy allá. Si queréis, a la vuelta pasamos y echamos un ojo. Bastante fue que nos los vendieran a estas alturas de la temporada y sin cola...
- A la vuelta lo vemos.
- ¿Y la cosecha?
- Yo la veo muy buena.

Y lo era. Hasta que dos semanas después cayó una granizada como nunca se había visto antes y la echó completamente a perder.

La verdad es que no se puede decir que estuviéramos muy plañideros. Hacía una tarde estupenda y aquello, y lo siento mucho, parecía más un paseo que un entierro. Se supone que debíamos estar tristes, y creo que lo estábamos, pero lo justo; yo creo que llevábamos tanto tiempo esperando el desenlace que ya nos habíamos hecho completamente a la idea.

En estas conversaciones llegamos al cementerio. Felipe, el enterrador, se nos acercó.

- La despedida la podemos hacer en la habitación de la derecha. Le hemos arreglado un poco el rostro, que estaba un poco deforme, para que luzca bien y que la gente la reconozca. Ya allí cerramos el féretro y ya pasamos al nicho.
- Venga.

Pasamos a la habitación de la derecha, y los funerarios retiraron la tapa del ataúd.

Miré el cadáver, y la verdad es que me costó reconocer a mi madre. Los 'arreglos' de Felipe le habían dejado el rostro un pelín extraño. Me giré a Reyrata y le musité:

- La han dejado rara, ¿no?
- Pues sí, en el hospital estaba mejor.
- Pues vale.

Los más allegados fuimos pasando, la mayoría de los acompañantes nos dieron el pésame y ya se retiraron, y Felipe volvió a colocar la tapa en su lugar. Pasamos al nicho, y ya sólo quedamos los familiares más próximos: nosotros, la tía y nuestras dos primas, y algún ahijado de la familia.

El nicho era el mismo que ocupaba mi abuela desde 2006. Retiraron la placa, metieron el ataúd, y ya entonces nos dieron el pésame quienes habían llegado hasta allí y, dando un paseo, volvimos al pueblo con nuestra tía y dos primas, recogimos un certificado de defunción para presentar en el trabajo y justificar la ausencia, y volvimos a Valencia. Bueno, yo me cambié primero, que estaba harto de tanto sudar.

Y así hubiera acabado la semana más larga, pero aún faltaba un detalle.

lunes, 17 de junio de 2019

Canción triste de Bruselas

Mientras sigo puliendo detalles de las series que han quedado a mitad, me encuentro con un artículo bastante curioso, publicado en un medio, como 'El confidencial', que parece que no deja indiferente prácticamente a nadie. He leído desde que es prosocialista hasta que es de extrema derecha.

El artículo es éste, y no tiene desperdicio. La tesis del autor viene a ser que Bruselas es la segunda ciudad más importante de España, suponemos que después de Madrid, y que aquí hay un montón de españoles que, entre otras cosas, se dedican a defender los intereses de España, entre ellos los diplomáticos y personal diverso en las distintas embajadas de España. Digo distintas porque por lo menos hay tres: la bilateral de toda la vida, es decir, ante el Reino de Bélgica, pero además están la representación permanente ante la Unión Europea y la representación ante la OTAN. Ahí es nada.

El autor, al que en mi opinión le ha quedado un artículo muy aseado, me da la impresión de que, queriendo o sin querer, mezcla las churras con las merinas, como si todo español que trabajara en Bruselas estuviera defendiendo a España. Un buen número sí, desde luego, como los funcionarios españoles y los lobistas de las distintas autonomías y grupos españoles. Habrá quien no esté muy seguro de que en la 'embajada' catalana se defiendan los intereses españoles, pero bueno, a mi entender, el que defiende los intereses de una parte de España está, a su manera, defendiendo a España, aunque no lo tenga muy claro. En estos casos, defender a España va con el sueldo, más o menos alto. Los comentaristas del artículo se enfurruñan con los sueldos astronómicos que suponen que cobramos los que estamos por aquí, pero la verdad es que hay de todo. Vale, mucha gente cobra un pastón, y también los hay que van más justitos. Porque, aunque pueda parecer que los sueldos son altos, los gastos también lo son, para un nivel de servicio que deja mucho que desear bastante a menudo.

El autor parece pensar que los funcionarios europeos de nacionalidad española también defienden a España. Hombre, podemos aplicar una lógica parecida a la anterior, y decir que quien defiende a la Unión Europea defiende a cada una de sus partes, entre ellas a España, pero no estoy muy seguro de que esto funcione así. En todo caso, con la ley en la mano, los funcionarios europeos no pueden pedir ni recibir instrucciones de ningún gobierno ni entidad que no sea la institución para la que trabajan, esto es, que simpatía toda la que quieras, y vivan el Real Madrid y el Betis, manque pierda, pero nadie debería tirar para casa, sino defender un abstracto interés de la Unión que puede coincidir con los intereses de España, y así será muchas veces, pero no creo que sea siempre.

Yo creo que el periodista estaba un pelín influido por el tiempo que hacía los días anteriores al 9 de junio, que es cuando apareció su artículo. Llevaba una semana lloviendo a diario, con bastante frío y con un sol que se adivinaba a ratos perdidos, tras los nubarrones. Eso deprime al más pintado, y posiblemente también al corresponsal de 'El confidencial', que digo yo que acabaría por preguntarse qué demonios estaba haciendo en junio en una ciudad tan sumamente gris y plomiza como Bruselas, en lugar de estar dando paseos por el monte en Salvacañete, por ejemplo, lejos de las intrigas y cuchilladas de esta urbe sin piedad.

Entretanto, y a Dios gracias, el tiempo ha mejorado, y espero que también el humor del corresponsal, que ojalá esté pensando en un artículo más luminoso, en el que los funcionarios trabajan a gusto, se reconoce su esfuerzo con alabanzas (además de con euros, que una cosa no quita la otra), y después de una dura jornada de trabajo se aprietan unas cervezas en cualquier terraza o, si son muy caseros, en su jardín o en cualquier parque público. Pero de eso tocará hablar mañana, cuando anuncian temperaturas de más de veinticinco grados y tiempo seco. Después de la birria de tiempo que hemos tenido todo junio, pensé que no viviría para verlo.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Complejos

Lo de vivir en la capital -administrativa- de Europa tiene su halo de prestigio cuando uno vuelve unos días a su tierra. Bruselas es una ciudad infestada de funcionarios, políticos y todo tipo de agentes (lobistas, se hacen llamar en un español bastante impropio) al servicio de todo tipo de causas. El epicentro de la mayoría de los líos y, en todo caso, el lugar donde se proponen solucionen a los problemas de todo el universo mundo. En España se deben pensar que Bruselas es un ejemplo de probidad, la quintaesencia de los valores europeos, y que Bruselas es la personificación de Catón.

Así, no es extraño aparecer por Valencia y que a uno le pregunten sus amigos, más o menos avergonzados:

- Alfor, ¿y qué se dice por allí de nosotros, de lo que pasa por España?

El español de a pie, superados afortunadamente unos períodos en que nos creímos la leche en bote, ha recibido el bofetón de la crisis de 2008 y ha vuelto al pesimismo ancestral que nos corroe desde ni sé cuándo, pero hace siglos de eso. No es sólo la crisis económica y habernos dado cuenta de que nuestro cacareado milagro económico tenía los pies de barro. Ni tampoco la crisis política, con el hundimiento del sistema bipartidista, las tensiones separatistas extremas, y el juicio a los mismos políticos separatistas que luego curiosamente han llegado a apoyar al gobierno. Los españoles, en general, debemos tener la impresión de que estamos condenados a hacer el ridículo y a no poder mirar de frente a las otras potencias.

Los que vivimos fuera sabemos que no es así, y que España no tiene ni mejor ni peor imagen que casi cualquier otro país. En Bruselas, Bélgica, bastante tienen con lo suyo y con su imposible sistema político, como para encima ir predicando lo que tienen que hacer los otros. Además, si hay algún país y algunos políticos a quienes otorgar la cabeza del ridículo europeo, ciertamente no es España, sino, con varios cuerpos de ventaja, el Reino Unido.

Si se mira atentamente, se verá que en Francia, como quien no quiere la cosa, hay un movimiento, el de los chalecos amarillos, que ha puesto en jaque al gobierno en sucesivos fines de semana, y que ha ocasionado la intervención de la policía por las bravas, de manera no muy diferente a cómo la policía española intervino contra el referéndum de autodeterminación que convocó el gobierno catalán. Pero es que no sólo es Francia. Lo del Reino Unido es tan sumamente absurdo que no merece el menor comentario. En Italia tienen un gobierno dedicado a gastar alegremente y a pasarse por el forro lo que les digan desde Bruselas. En Grecia hasta los bisnietos de los que ahora viven van a estar pagando su deuda pública. En Polonia y Hungría, entre otros varios, tienen en el gobierno partidos que sólo con dificultad se puede calificar de convencionales. Y Alemania suele ser el país que pontifica con más vehemencia, pero también es el país, una de cuyas empresas automovilísticas falsificó las pruebas de emisiones, ellos que se las dan tan de verdes, y donde es un secreto a voces que buena parte del éxito internacional de sus empresas es su práctica de untar descaradamente a quienes toman las decisiones de contratación pública.

Después de eso, sin embargo, los españoles creemos que todo el resto de Europa nos mira con pesar, como con vergüenza de tener que compartir con nosotros no ya planeta, sino continente. Algún día tendremos que mirarnos al espejo y darnos cuenta de que no somos perfectos, vale, pero que no somos más imperfectos que los demás, y de que España no es tan diferente como los promotores de turismo franquistas han querido hacer creer a los turistas (con gran éxito). Unos efectos colaterales de semejante frase han sido hacer creer a los propios españoles que, efectivamente, España es diferente. Los motivos por los que, a diferencia de todo nacionalista que se precie, hemos llegado a la conclusión, no de que somos diferentes y mejores, sino diferentes y peores, forman parte del imaginario colectivo, alimentado a lo largo de decenios, o incluso de siglos, y no tocan hoy, porque se hace tarde, pero me parecen un asunto de gran interés y no creo que me resista a tratarlo más pronto que tarde.

lunes, 27 de mayo de 2019

La existencia de Bélgica y usted

¿A quién le interesa que Bélgica siga existiendo? Da la impresión que no a mucha gente y, los que están a favor, lo normal es que tampoco se atrevan mucho a alzar la voz. En cambio, los que dicen estar encantados de la -posible- desaparición de Bélgica son muchos, y se agrupan fundamentalmente en dos partidos: la NVA y el VB.

La NVA, de la que ya hemos escrito en alguna ocasión, es la Alianza Neoflamenca (Nieuw-Vlaamse Alliantie), un partido que, así como quien no quiere la cosa, es el más numeroso de Bélgica, a pesar de que, obviamente, sólo existe en Flandes. Para ser el más numeroso, le favorece el hecho de que en Bélgica no hay partidos importantes y presentes en todo el país. Los tres grandes grupos, socialistas, liberales y democristianos, tienen su partido flamenco y su partido valón, y en Bruselas, rompeolas de ambas comunidades lingüísticas, hacen lo que Dios les da a entender, o se presentan los dos. Así que la NVA, un partido socialmente yo diría que conservador, incluso ha hecho sus pinitos en el gobierno federal que aspiran a hacer desaparecer. Es verdad que no son, obviamente, un socio que dé mucha confianza, y de ahí que con sus bravatas y dimisiones han terminado por provocar la caída del gobierno y la convocatoria de las elecciones de este domingo pasado.

Su líder es Bart De Wever, el alcalde de Amberes, una ciudad en la que puedes intentar hablar francés si quieres, pero en la que es más seguro obtener una respuesta si haces las preguntas en inglés, suponiendo, claro, que el flamenco o el neerlandés no sean lo tuyo. El alcalde de Amberes tiene un plan muy interesante para terminar con Bélgica: básicamente, consiste en mirar cómo se va vaciando de contenido, hasta que llegue un momento en que se desvanezca cual pompa de jabón. Nos ha salido un nacionalista quietista, que se limita a mirar cómo el país se convierte en un espectro, y luego en la nada más absoluta.

Y lo cierto es que yo creo que no le falta razón. Uno mira en derredor de uno y se pregunta qué narices une a un tipo de Namur con otro de Gante. En un país extremadamente descentralizado, como es éste, las decisiones se toman en el municipio, la administración más próxima al ciudadano y que sí habla su idioma. Porque ése es el principal talón de Aquiles: los elementos que pudieran aglutinar al país han perdido importancia hasta un punto tan extremo, que uno tiene realmente la impresión de que Bélgica es, no sé si una pompa de jabón, vale, pero sí un castillo de naipes que se mantiene de pie en tanto nadie le dé un empujoncito, mientras las regiones le van quitando una carta, y luego otra, esperando el momento en que se derrumbe.

En su día, había tres elementos fuertes, que conformaban la identidad belga. El rey, la religión católica y la resistencia frente a las tres potencias que la rodean y con las que ha estado en guerra en algún momento. Lo que pasa es que los tres elementos están de capa caída.

Los reyes del siglo XXI no son lo que fueron sus antepasados, fuerza es decirlo, a despecho de los que nos decimos monárquicos. Además, los reyes de los belgas, en muchos casos, han distado de ser ejemplares, sin necesidad de remitirse a Leopoldo II, que no se explica cómo no se encuentra en la lista de criminales políticos más conspicuos de todos los tiempos, cerca de Stalin, Hitler, Mao o Pol Pot. Hay otros ejemplos poco ejemplares, como Leopoldo III, otro que tal baila, o Alberto II, que antes de subir al trono pasaba por ser un crápula de cuidado. Vamos, que menos Leopoldo I, el fundador del reino, o Alberto I, que pasa por ser un héroe de guerra o, si se quiere, Balduino I, a quien corren rumores de que quieren canonizar, el resto de los monarcas locales es difícil que pasen la criba de aglutinadores de los amores de sus ciudadanos, que no súbditos. En fin.

Si nos referimos a la Iglesia Católica como aglutinadora nacional, vamos listos. Gracias a personajes como los cardenales Suenens y el recientemente fallecido Daneels, por no hablar del famoso obispo de Amberes, monseñor Bonny, que es quien más destaca entre los prelados heterodoxos locales, la Iglesia Católica en Bélgica ha experimentado una caída en picado sin apenas parangón en Occidente. A misa va, según parece, el 3% de los belgas, y los sacramentos los reciben cuatro gatos. Apenas hay vocaciones, y viven de los sacerdotes que les envía la antigua colonia, el Congo, en la que dio tiempo, antes de que se independizara, a que los misioneros que la otrora pujante iglesia belga llegó a enviar evangelizaran al país antes de que fuera demasiado tarde ¿Aglutinadores? Desde que desapareció el latín como lengua litúrgica, y se tuvo que celebrar en francés y flamenco, aquí no hay pegamento que valga.

A los países los suele aglutinar, a falta de un proyecto nacional, la presencia de un enemigo exterior. Bélgica se enorgullece de ser el campo de batalla de Europa, hasta el punto de que resulta difícil encontrar un país cuyos ejércitos no hayan invadido el territorio de la actual Bélgica en algún momento. Los tres países fronterizos (Luxemburgo no cuenta, por birria), desde luego, lo han hecho. Francia lleva desde el comienzo de la Edad Moderna queriendo hacerse con los Países Bajos, hasta que Napoleón lo consiguió por algún tiempo. En cuanto a Holanda, es el país del cual se independizó Bélgica después de una corta guerra, pero, de todas maneras, las Provincias Unidas, antecesoras de lo que hoy es el Reino de los Países Bajos, ya se las tuvieron tiesas con la potencia que mandaba en la actual Bélgica desde muchísimo antes.

Y de Alemania, ¿qué vamos a hablar de Alemania? Alemania tiene casi una tradición de violar la neutralidad belga y arrasar con el país de paso a su siguiente invasión. Por aquí se acuerdan aún de la Primera Guerra Mundial y de la heroica resistencia en la punta de Ypres. De la segunda se acuerdan menos, ya que la Wehrmacht no llegó antes a sus últimos objetivos porque sus tanques tenían límites de velocidad.

Pues bien, ya hace varios decenios que todo esos países son la mar de amiguitos, están dentro de lo que hoy es la Unión Europea, y todo son parabienes entre ellos. No hay guerra a la vista, ni enemigo exterior que se precie.

Total, que en estas circunstancias, lo único que podría salvar el país sería un proyecto nacional. Algo que hacer, una misión en el mundo. Ni por ésas. Es triste decirlo en voz alta, pero Bélgica existe para hacer de tapón entre potencias mucho más boyantes, y porque a los ingleses les venía bien en el siglo XIX un aliado en el continente. El resto son pamplinas. Hubo un tiempo en que se pensó en que Bélgica podría ser un ejemplo de catolicismo liberal, algo que en el siglo XIX iban buscando los liberales (mucho más que los católicos). El descalabro de la Iglesia Católica en Bélgica me excusa de explicar qué le pasa al catolicismo cuando se quiere hacerlo compatible con el modernismo, el liberalismo, y los ismos que, en el fondo, son como el agua y el aceite.

El líder de la NVA lo sabe. Y sabe que esto no puede durar mucho. Y sabe también que, en la burocracia y parte política de la Unión Europea, los federalistas que hay por ahí y que abundan lo suyo estarían encantados de dar el poder a las regiones (que no se atreverían a llevarles la contraria) y de quitárselo a esos molestos, grandes y demasiado poderosos estados nacionales, que -habráse visto- ponen palos en las ruedas a sus designios.

Por si fuera poco, el líder de la NVA se ha dado cuenta de que con referendos y otras pirulas no va a ir muy lejos, y ahí están los casos de Escocia y Cataluña para dar fe. Perspicaz como es, ha visto que el Reino Unido y España tienen mucha más enjundia que Bélgica (siquiera sea porque en ambos países sí hay un idioma común), pero que en Bélgica le basta con sentarse a esperar y con actuar como si el país no existiera. En ello está.

A todo esto, la NVA es un partido simpaticote con el cual se trazan alianzas y coaliciones, y es parte del establishment, por muy independentista que sea, e incluso participa en tareas gubernativas, no sin antes hacerse querer y dejar un tiempo de gobierno en funciones, supongo que para chotearse un poco de lo inútil que puede ser el gobierno central. Pero no es el único partido independentista, no; hay otro, del cual ya hemos escrito alguna vez, pero al que igual toca referirse de nuevo. Se trata de VB, siglas de Vlaams Belang, o Interés Flamenco.

Vlaams Belang no es un partido simpaticote para el establishment. Vlaams Belang es un partido nacionalista, independentista, un pelín racista (y me quedo corto) y, por tanto, denostado por todos los demás partidos, que le hacen el vacío sistemáticamente. No les gustan los musulmanes; bueno, a casi nadie en Bélgica le gustan los musulmanes, pero la diferencia es que, así como nadie lo dice abiertamente por miedo a parecer facha, los de Vlaams Belang no se cortan ni un poquito y, si no reciben más votos todavía, es porque, en el fondo, los que le votarían saben que ser belga, o flamenco, no es para estar particularmente orgulloso. De hecho, los candidatos de Vlaams Belang, para mi gusto, tienen un serio problema de imagen: visten de pena, están gordos y dan una imagen tabernera que, la verdad, no es muy compatible con pertenecer a una raza superior. Como para votarles, tú. Se supone que son católicos, pero digo yo que lo serán más de boquilla que otra cosa, porque los católicos no vamos por ahí diciendo que pasamos de ayudar al prójimo y que les zurzan a los de fuera. Bueno, por lo menos no deberíamos decirlo; luego, oye, cada cual.

En fin, que este domingo ha habido elecciones en Bélgica, coincidiendo con las regionales y con las europeas, y que ya veremos qué sale de todo eso, y si consiguen formar gobierno. Porque, si en España la composición de las Cortes se las trae para obtener una mayoría absoluta, en Bélgica es directamente imposible. A ver qué pasa.

Pero, pase lo que pase, es asunto que habrá que tratar en otra ocasión, porque en esta se está haciendo tarde. De momento, Vlaams Belang ha subido un 6% en Flandes, que es la única zona del país que les importa. Esto se pone nuevamente interesante.

lunes, 6 de mayo de 2019

La semana más larga (X): Primeras horas de orfandad

La actividad en las horas siguientes fue bastante intensa. El funeral y el entierro iban a tener lugar al día siguiente en Benicountrí, como estaba mandado. Mi familia se iba a desplazar también al día siguiente, pero sin tiempo para ir al funeral, y algún amigo que se interesó no tenía tampoco muy claro lo de acercarse al pueblo (y hacen mal, porque es un pueblo excelente), con lo que se me ocurrió dedicar una misa en la parroquia de toda la vida.

Yo no soy de misa diaria, salvo excepciones más escasas de lo que me gustaría, pero, aun tras lustros de ausencia de la parroquia, sigo siendo razonablemente conocido por allí. Eso no es extraño, porque, treinta años después de mis andanzas como catequista, los rostros siguen siendo básicamente los mismos. La secretaria parroquial es la misma persona ahora que cuando me bautizaron, y cuando se bautizaron mis tres hijos, e incluso cuando se confirmó Ro y hubo que pedir la partida de bautismo. Alguno de los sacerdotes, concretamente el que me fichó de catequista en su día, es, también, exactamente el mismo, con la única diferencia de que entretanto se desplaza en silla de ruedas. Y los (o más bien las) asistentes a la misa de diario son las mismas personas que treinta años antes ya asistían a las entonces dos misas de diario, una por la mañana y otra por la tarde.

Vamos, que la renovación generacional está por producirse, pero la generación anterior a la mía resiste tanto que la asistencia sigue siendo razonablemente nutrida. Incluso el equipo de sacerdotes presenta una curiosa similitud con el existente en aquel tiempo, con el párroco de hablar docto (entonces era otro, vale), el coadjutor (que sigue siendo el mismo), y un sacerdote joven, como también lo había entonces, pero, así como entonces el sacerdote joven -que en paz descanse, entretanto- era bastante levantisco y tirando a indisciplinado, el joven de ahora, por lo poco que lo trato, parece obediente, a la vez que puntilloso doctrinalmente, lo que, en los tiempos que corren, no es poca cosa.

Sea como fuere, me planté en la misa de diario, con su rosario antes de la misa, y le encargué al párroco la misa del sábado por la tarde, que era a la que iba a convocar a quienes me preguntaran, porque las cinco de la tarde de un día que no es de fin de semana no es probable que la gente pueda asistir, como no sean desocupados o potentados, y mis amigos no son ni una cosa ni la otra.

Y volví a casa de mi padre, que seguía bastante mohíno. Apareció por allí Kukoc.

- Eh, que ya nos he apuntado a la carrera del pueblo, del domingo.
- Ah, ¿sí?
- Sí. Nos he apuntado como local.
- Hombre, Reyrata vale, que vive allí, pero ¿nosotros?
- Bueno, me daba la opción, y nadie me ha preguntado si estábamos empadronados o no.
- Bien mirado, desde esta mañana somos propietarios de una casa allí.
- Entonces, somos locales.
- Supongo que sí.
- Iremos juntos, a la marcheta.
- Con la tralla de estos días, bastante será que os pueda acompañar.

Kukoc y Reyrata corren, pero, en condiciones normales, menos que yo. Yo tenía la idea de preparar la media maratón de Valencia, y de hecho estaba saliendo con regularidad, hasta que las dos últimas semanas habían echado a pique la preparación y, probablemente, mi estado de forma.

- Papá, el funeral es mañana por la tarde ¿Te acercamos al pueblo?
- ¡NO!

Teníamos un problema.

Básicamente, teníamos que estar los tres hermanos en Benicountrí, mientras nuestro padre, que estaba de muy mal talante, se quedaba refunfuñando en Valencia. Alguien tenía que estar con él, y difícilmente podría ser mi cuñada, con sus tres hijos, así que había que buscar una solución. Pillé el teléfono y di con Abi, en Madrid.

- Abi.
- ¿Papá?
- ¿Cuándo te pasas por aquí mañana?
- Por la tarde. Iré en autobús, supongo.
- Muy bien. Ve directa a casa del abuelito, y le haces compañía. Te recojo allí cuando vuelva del pueblo, y vamos a casa.

El resto del día se pasó avisando a diestro y siniestro del deceso, y dando la posibilidad de ir a Benicountrí al día siguiente o a la parroquia de toda la vida el sábado por la tarde.

* * *

Dormí como una piedra. Tras seis noches en el hospital, ni me acordaba de lo bien que se está en un colchón.

Me levanté descansado y me dije que, bueno, como el domingo resulta que había carrera, no sería mala idea trotar un rato. Me calcé las zapatillas, tomé la bici, me acerqué al río, y me puse a correr no muy convencido. Para mi sorpresa, todavía no se me había desvanecido la forma; apreté un poco y, vaya, iba bien.

Igual en la carrera del domingo podía hacer un poco más que arrastrarme con Kukoc y Reyrata.

Volví a casa, me duché, y llamé a Juan.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Decimotercer año

No sé si el hecho de cumplir trece años de entradas significa algo, o si traerá mala suerte, pero bueno, no deja de ser un aniversario, y en esta bitácora, incluso en sus momentos más languidecientes, los aniversarios se celebran.

Si echo la mirada atrás, pero no muy atrás, sino sólo a lo que ha sucedido en el último año, resulta que no ha sido un año de los mejores. Pero tampoco ha sido un año malo. Las cosas avanzan con lentitud, pero avanzan, aunque algunas parezcan retroceder. Lo suyo es intentar una visión de conjunto y no dejarse cegar por asuntos parciales, y eso que los asuntos parciales tienen su importancia.

En los últimos meses le he vuelto a coger el gusto a esto de escribir por aquí, después de varios años de agobio y de sequía escritural llevada al extremo. No es que el agobio haya terminado, antes al contrario, pero creo que le estoy volviendo a encontrar las ventajas a esto de escribir, algo que permite pensar en algo diferente y desconectar de una realidad que, lamentablemente, a veces podría ser mejor. Observará el lector (si es que queda algún lector que haya sobrevivido al estiaje de entradas) que hay un tema que jamás se aborda en esta bitácora, y ese tema es todo lo relacionado con el trabajo. No siempre fue así. En los tiempos de Moscú, de manera indirecta, pero tangible, aparecían retazos que venían de mi trabajo como, digamos, consultor, que en suma era lo que venía a realizar por allí, con independencia del título más o menos rimbombante que me atribuyeran quienes me empleaban. A mi hijo Ame le decía, para explicar un poco a qué me dedicaba y que lo entendiera, que me dedicaba a solucionar problemas, pero los problemas que solucionaba no eran inconfesables y podía contar muchas cosas que me pasaban por allí y que yo consideraba ilustrativas.

Aquí, no.

La verdad es que es lástima. Quienes saben de qué me ocupo me dicen con más o menos frecuencia que debería escribir un libro con los episodios que me suceden en relación con mi actividad laboral, y no les falta razón en que tal libro sería sumamente entretenido, a poco que yo supiera presentar mis aventuras de manera mínimamente atractiva.

Porque, en realidad, lo cierto es que, en el fondo, sigo haciendo lo mismo: solucionar problemas. Y, como le decía a mi asistente en Rusa (con la que nos salvamos el pellejo mutuamente varias veces), nos dedicamos a tareas que nadie quiere hacer, y que no hemos sido lo bastante irresponsables para rechazar. Esto sigue siendo totalmente válido aquí, con el añadido de que me rodea un equipo de voluntarios para tareas ingratas.

Mientras en el trabajo vamos solucionando problemas como Dios nos da a entender, el resto del tiempo los problemas crecen. Yo no sé si hace trece años estaba hecho un chaval, pero ahora lo estoy mucho menos, aunque para mi sorpresa, el otro día me encontré terminando una media maratón en un tiempo más que aceptable para ser un entrenamiento de pachanga. Pero está claro que trece años no pasan en balde, ni para mí, ni para mi tropa, que ya ha empezado a dispersarse, y mucho me temo que esto es sólo el comienzo.

Pero ya digo que le he vuelto a encontrar el gusto a esto de escribir. No es que tenga más tiempo que antes, de hecho, más bien tengo menos, pero es que escribir ayuda. El clásico que escribió aquello de Nulla dies sine linea no sé si pensó en la lectura, en la escritura, o en qué, pero yo voy a intentar aplicarlo a las dos y que no pasé día sin escribir, como no lo pasa sin leer. Eso, claro, no pasa de ser una buena intención, y tampoco garantiza una entrada diaria (ya hace tiempo que deje de ser iluso), pero sí que iré avanzando en los borradores que van por ahí.

Entretanto, menos reflexiones y, como estamos de fiesta, y no sólo la del trabajo, voy a celebrar el decimotercer cumpleaños de esta bitácora no sólo con una entrada (ésta), sino también con un poco de dedicación al jardín. Ya lo decía Voltaire, por boca de Candide: Tout est pour le mieux, mais il faut cultiver notre jardin.

A ello vamos, y por cierto que mi jardín está pidiendo a gritos una entrada, que tendrá que esperar a mejor ocasión, porque hoy se hace tarde y los aperos de labranza me esperan.

domingo, 28 de abril de 2019

La semana más larga (IX): La liberación de la 7.2.

Llegué a casa bastante afectado. Por el trago de haber asistido al fallecimiento de la matriarca de Enguídanos, sí; pero también por las pocas esperanzas que infundía el estado de mi madre, y ambas cosas agravadas por las seis noches maldurmiendo en el hospital. Desayuné con cierta desgana, y me disponía a echarme un rato, cuando sonó mi teléfono. Era Reyrata.

- Alfor, que ya.
- ¿Ya?
- Acaba de faltar la mamá.

Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estos casos, por esperada que sea la noticia. Me entró tristeza, pero supongo que también un poco de alivio, por ella y, no voy a negarlo, por todos los que estábamos esperando el momento para continuar con nuestras vidas. Cumplimos nuestro deber hasta donde se nos exigió.

- ¿Ha sufrido? ¿Cómo ha sido?
- No ha debido sufrir. Hace un rato noté algo extraño, como si tuviera una inquietud, y luego ya pasó.
- Menos mal.
- Voy a llamar a Felipe.
- Vale, yo voy a avisar al papá.

A Reyrata le había tocado el había tocado el momento chungo de la defunción, vale; pero a mí me tocaba el momento no menos chungo de avisar a la familia. Avisar a Felipe, el dueño de la empresa de pompas fúnebres de Benicountrí, no vale como momento chungo, porque, al fin y al cabo, Felipe es un profesional y eso forma parte de su día a día.

De momento, me desplacé a casa de mis padres... bueno, ya sólo de mi padre, y entré por la puerta. Mi padre, aún de un humor muy mejorable, estaba sentado en su sillón.

- Papá, que ya.
- ¿Ya?
- Me ha llamado Reyrata, y acaba de faltar la mamá.

Es curioso cómo Reyrata y yo utilizamos exactamente las mismas palabras.

Mi padre gruñó molesto. Creo que las lágrimas se las estaba guardando para cuando se quedase solo.

Enseguida llamé a Kukoc, que estaba en el trabajo.

- Kukoc, que ya.
- ¿Ya?
- Acaba de faltar la mamá.
- Vaya... Bufff... Voy a ver cuándo puedo volver a Valencia. A ver el horario de trenes ¿El entierro es hoy?
- No creo. Reyrata se está encargando de la logística con el enterrador. Pero vente en cuanto puedas.

Dejé a Kukoc organizando su trabajo para estar ausente hasta la semana siguiente, y en esto llamó Reyrata.

- Alfor, ¿dónde estás?
- En casa.
- ¿La tuya?
- No, con el papá.
- Voy para allá. Aquí ya lo tengo arreglado.

Hora y pico después, los tres hermanos y mi padre estábamos en casa, con la incómoda presencia del sillón vacío que había sido de mi madre. Decidí sentarme en él como si fuera propio, para no dar lugar a malos rollos; al fin y al cabo, uno es el primogénito y tiene que tomar iniciativas claras y, cuanto antes se ocupase el sillón vacío, mejor y menos lloros.

En el hospital, los momentos posteriores al fallecimiento fueron como todos. El agente comercial de pompas fúnebres de por allí se acercó a Reyrata para ofrecerle precio, pero el funeral lo iba a organizar Felipe sí o sí y, en efecto, al poco tiempo lo teníamos todo arreglado. Al día siguiente, viernes, a las cinco de la tarde, en la iglesia parroquial de Benicountrí y, de allí, al cementerio.

Yo me fui encargando de avisar a la familia, incluida a la tía Amparo y los quince minutos de teléfono de rigor, para desesperación de mi padre.

- Oye, - dijo Kukoc a Reyrata - ¿tú cómo vas a ir vestido?
- ¿Yo? Pues con polo y pantalón. Creo que tengo un pantalón largo por ahí.
- A ver si encuentro un pantalón que no sea de chándal...
- ¿Y tú? - me preguntó Reyrata.
- Hombre, yo pensaba ir de traje. Me fui al aeropuerto directo desde el trabajo, así que ya iba preparado.

De hecho, sabiendo lo que podía pasar, tomé la precaución de ir al trabajo con una camisa blanca y un traje y corbata negros, que ahora me venían al pelo.

- Bueno, pues tú vas representando.
- Vale.
- Por cierto, que estuve viendo el calendario de carreras.
- ¿Carreras?
- El domingo por la mañana es la volta a peu de Benicountrí.
- Ah...
- La podíamos correr.
- A la marcheta, que llevamos seis noches medio en blanco. Pero vale, podemos ir juntos.
- Yo me ocupo de inscribirnos - concluyó Kukoc.

La siguiente hora se me pasó buscando un billete de avión de vuelta a Bruselas, ahora que ya sabía a qué atenerme, y avisando también a Alfina, en Bruselas, y Abi, en Madrid. Nos íbamos a reunir todos el sábado, así que me iba a tocar organizar una misa funeral en Valencia para el sábado.

Menos mal que uno tiene mano con el clero local, pero de la logística funeraria y de lo que sucedió a continuación tocará escribir en otro momento, no en éste, en que es tarde y corresponde ir a descansar.