De ordinario, cuando llego a Valencia, tengo el bulto misterioso esperándome. El bulto misterioso es una bicicleta plegable que ha visto mucho mundo, y que, desde su adquisición en, precisamente, Valencia, ha circulado por Madrid, Moscú, Bruselas y, nuevamente, Valencia, ciudad a la que ha venido para quedarse, porque ninguna otra se adapta como ella a sus características.
El bulto misterioso suele responder, con ciertas excepciones a lo que se le exige. No en vano disfruta de un uso periódico. Otra cosa son las otras bicicletas que compré en su día para solaz, disfrute y eventual desplazamiento de los demás miembros de la familia, que pasan por aquí de uvas a peras, y aun diría que ni eso. Dichas bicicletas se limitan a criar polvo en una habitación de mi piso que hace las veces de trastero, taller y garaje. Y, en efecto, las susodichas bicicletas, cuando se las reclama tras varios años de preterición, no tienen ningún motivo para responder con el agradecimiento que se les supondría: las cubiertas están revenidas, las cámaras carcomidas, los frenos herrumbrosos, y los pedales y bielas suenan más como una carraca de feria que como un mecanismo de precisión. No es de extrañar, pues, que, cuando Abi, Ro o Ame (o Alfina, pero eso pasa todavía menos) resuelven pasar unos días de asueto por ésta mi tierra, y toca sacar las bicicletas de su guarida, aquí arda Troya.
Como ya me vi el percal en su día, decidí que no era cosa de invertir en bicicletas de alta calidad. Me hice con unas plegables de hipermercado, útiles (y sólo hasta cierto punto) para criaturas de hasta 170 centímetros, 175 como mucho y, eso sí, Alfina dispone de una bicicleta de cierta calidad, una holandesa de paseo muy cuca, con su iluminación de dinamo, guardabarros y portaequipajes.
Cuando nos conocimos, Alfina ya había crecido todo lo que tenía que crecer, pero ése no era el caso de nuestros tres vástagos. Si, cuando nos hicimos con las plegables de hipermercado, les venían holgadísimas incluso con el sillín en la posición más baja, a medida que los años fueron pasando, se vio claro que Abi y Ro iban a superar la estatura de su madre, y que Ame iba a superar la mía.
Total que, con el tiempo y las sucesivas visitas a Valencia, mis hijos torcían el gesto cuando les tocaba usar las bicicletas plegables y, de esta manera, éstas tendían a no usarse. No es, pues, de extrañar que sus cámaras y cubiertas se fueran deteriorando, y este verano, cuando las quise hinchar para pasear con Abi y Ame, dos de ellas estallaran por las buenas mientras las montaba. La tercera bicicleta, por fortuna, sí pude hincharla sin percances, y con ella y con la holandesa de Alfina, sobre la que montó Ame, y mi bulto misterioso, saliésalimosramos por la ciudad.
Pero, tras responder correctamente durante buena parte de la mañana y del mediodía, cuando ya volvíamos a casa por la tarde, la rueda trasera de la tercera reventó poco después, a varios kilómetros de casa y con Abi sobre ella. Maldición.
En este apurado trance, decidí tomar el toro por los cuernos, rodar hasta casa, tomar herramientas y una cámara de repuesto, volver todo lo rápidamente que me permitían las piernas, sólo para darme cuenta de que no sólo la cámara había reventado, sino que la cubierta estaba rajada, y que forzosamente había que reemplazarla para evitar nuevas averías. No pasaba nada. Conocía un centro comercial a poca distancia, en el que podía hacerme con seguridad con una cámara y, acto seguido, cambiarla con las herramientas y proseguir el camino hacia casa en cosa de una hora.
Abi parecía poco entusiasmada con mi propuesta de solución.
- No pasa nada, papá. Haz marcha. Voy a llamar a un Cabify, meto la bici en el maletero, y ya está. Nos vemos en casa.
Y, uniendo la acción a la palabra, tecleó en su móvil y, a los dos minutos, tomó la bici, la arrastró hacia la calle, y desapareció, dejándome con la boca abierta.
Cuando, sumisos y sudorosos, Ame y yo llegamos en nuestras bicis bastante tiempo después, Abi ya estaba en casa la mar de relajada tomándose un polo.
Yo no estoy programado para la vida moderna.
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