Hace tiempo, ¿eh?
Sí, entretanto he vuelto a Bruselas y hasta me ha dado tiempo a dar otro salto a Valencia, y hasta a algún que otro sitio situados por estos andurriales y que me darían para escribir no pocas entradas si mis otros quehaceres me dieran tiempo para pergeñarlas. No siendo, por desgracia, el caso, bastante tengo con proseguir y terminar la serie que dejé a medias (sin contar la de la puerta del garaje, que sigue pendiente -como yo mismo- del final completo), esperando que lleguen mejores tiempos que dejen algún espacio para dedicar a la escritura.
Había dejado a Blasco de Alagón saliendo por piernas de los dominios de su señor Jaime I y acogiéndose a la hospitalidad de Abuceit. Allí estuvo dos años en calidad de consejero de Abuceit y, se supone, esperando la oportunidad de medrar en otro sitio, porque ser el consejero del rey moro del Alto Palancia y Els Ports como que no luce mucho.
La aoportunidad llegó pasados un par de años. Jaime I se había metido en la empresa de conquistar Mallorca, cosa que consiguió tras sudar bastante y sin que sus mesnadas quisieran meterse en más berenjenales. Por otra parte, esos nuevos berenjenales eran inevitables, porque Zayán, el nuevo rey de Valencia que había dado la patada a Abuceit, era un tipo arrojado y, a la que vio que Jaime I podía pasar apuros, se dio un paseo por su frontera norte para ver si reconquistaba la línea del Ebro. En estas circunstancias, a Jaime I le vendría bien cualquier ayuda que le dieran, así que, cuando insinuó a Blasco de Alagón que el tiempo lo curaba todo y que no les vendría mal ajuntarse de nuevo, éste no se lo pensó demasiado.
En 1231, Jaime I y Blasco de Alagón eran de nuevo amigos. A Jaime I le debió de dar un subidón tal, que se vino arriba y le prometió a don Blasco darle autoridad sobre los castillos que tomare.
Hay varias versiones sobre lo que sucedió a continuación, y es la manera es cómo se tomó Morella. Para empezar, Morella, que es la fortaleza de la foto de arriba, siempre ha sido un hueso durísimo de roer. Hoy es un pueblecito de alrededor de tres mil habitantes conocido por ser el lugar de nacimiento del actual presidente de la Generalidad valenciana, y sigue siendo muy bonito, pero en aquel entonces, antes del éxodo del campo a la ciudad, era una ciudad realmente importante y, en aquellos tiempos anteriores a la pólvora, prácticamente inexpugnable. El que mandara en ella era el dueño de lo que luego sería el Maestrazgo, y así fue hasta bien entrado el siglo XIX. Todavía hoy se encuentra en el patio del castillo una estatua del general Cabrera, que tomó Morella en enero de 1838 con un golpe de audacia y gobernó desde allí un amplísimo territorio en los casi dos años y medio que la mantuvo en su poder.
En 1232, las cosas eran de otra manera. Blasco de Alagón hizo la guerra por su cuenta y decidió atacar Morella. La versión oficial habla de un ataque por sorpresa fracasado, de unos parlamentarios que le ofrecieron pagar su retirada (ahí, ahí, ese espíritu caballeresco), y de una conspiración entre Blasco de Alagón y los hijos de Abuceít, que eran amiguetes suyos y que, más o menos, le debían la vida, porque eran unos infantes bastante rijosos y su padre les había pillado puliéndose a varias de sus esposas (de las de su padre, que por entonces tenía un harén entero). Por consejo de Blasco de Alagón, en lugar de ejecutarlos directamente, se limitó a desterrarlos a Morella en un régimen de arresto domiciliario.
A mí me da que, a la vista de la situación general, Abuceít estaba preparando su siguiente paso y la reconciliación de Blasco de Alagón con Jaime I le venía de perlas. Más o menos se debieron poner de acuerdo en que Abuceít cedería Morella sin mucho lío a Blasco de Alagón, sabedor el primero de que el rey le había prometido al segundo los castillos que tomase en la preparación del ataque a Valencia. Abuceít, por su parte, preparaba su siguiente golpe: convertirse al cristianismo.
A pesar de lo que he leído en la literatura clásica española (las Novelas ejemplares de Cervantes son, precisamente, un ejemplo), las conversiones de musulmanes al cristianismo son una excepción absoluta. En un país musulmán, convertirse al cristianismo y hacerlo público es algo que sólo puede hacer alguien que esté muy cansado de la vida; se dice que hay cierto número de conversos secretos, pero claro, como son secretos, a ver quién es el guapo que se entera de sus vidas y su testimonio. En un país no musulmán, como de momento lo es Bélgica, hace unos años fui testigo de un musulmán, Mohamed se llamaba, o como se escriba en su lengua, que hizo públicamente la petición de ser admitido a las catequesis para recibir el bautismo, lo cual me temo que viene a demostrar definitivamente que Cristo está presente incluso en la iglesia católica en Bélgica, porque, para sentirse atraídos por el mensaje que demasiadas veces transmitimos los católicos que vivimos en Bruselas, hay que estar realmente muy convencido por el Espíritu Santo.
Y sí, es verdad que se habla últimamente de una ola de musulmanes conversos al protestantismo entre los refugiados que piden asilo en países como Dinamarca, pero creo que se pueden tener dudas más que razonables sobre la sinceridad de dicha conversión. Yo no contaría mucho con ellos, vamos.
El caso de Abuceít es difícil. Hay algunas tradiciones piadosas sobre los motivos de su conversión, entre las que están su presencia en el milagro de la cruz de Caravaca y la impresión que le produjo el testimonio de los franciscanos que había martirizado en Valencia unos años antes. No falta quien sospecha que lo que quiso fue simplemente congraciarse con el poder cristiano que venía e integrarse en el mismo, en un momento en que estaba claro que el dominio musulmán en la Península Ibérica se estaba desmoronando. Pero sí que parece que la conversión fue seria. Adoptó el nombre de Vicente (¡nada menos!) Bellvís, pasado algún tiempo abandonó a la multitud de esposas que tenía, y se casó con una aragonesa, ya cumplidos los cuarenta años (cuarenta años del siglo XIII, ojo), con la que aún tuvo dos hijos, varón y mujer, y esta última emparentó con un noble aragonés y fundó una de las casas nobiliarias más importantes del Reino de Valencia, la de Arenoso. Es más, partició activamente en la posterior conquista del Reino de Valencia, en el bando de Jaime I, que le colmó de privilegios, y acabó sus días, habrá que decir que cristianamente, en Argelita, una hoy pequeña población en el centro de la actual provincia de Castellón, donde tenía un palacio que no se derrumbó hasta hace relativamente poco y del que aún se conserva algún resto.
En cuanto a Blasco de Alagón, seguramente se las prometía muy felices, una vez dueño, con su socio Abuceít, de Morella y de prácticamente todo el interior de Castellón. Era bastante claro que se había conchabado con Abuceít para quedarse de testaferro con los principales castillos de éste y que Jaime I no tuviera la tentación de quedarse con todos, pero no coló. Jaime I, tras tomar Ares (que luego sería Ares del Maestre), recibió la noticia de que su mayordomo había tomado posesión de Morella, se acercó por allí, vio el pedazo de bicho que era aquello, supongo que tragó saliva y comprendió que se estaba montando un lío bastante gordo si dejaba a Blasco de Alagón, un mayordomo de lealtad por lo menos cuestionable (digamos que el episodio con Leonor de Castilla no le favoreció nada). Le hizo, pues, llamar, y vino a decir que ni de coña le dejaba Morella, por muchas promesas que le hubiese hecho en un momento de euforia.
Se produjo entonces un interesante tira y afloja, al final del cual Blasco de Alagón se quedó con Morella, pero bajo la jurisdicción de Jaime I, que se reservaba además una pequeña guarnición en dos de las torres de la muralla. Después de este suceso, el rey continuó la campaña y, gracias en buena parte a su aliado Abuceít... digo, Vicente Bellvís, no tardó en poner toda la actual provincia de Castellón bajo su dominio. El resto de la historia es conocido: Zayán se defendió con enorme valor y denuedo, pero fue derrotado en El Puig y tuvo que encerrarse en Valencia, donde, tras un asedio de cinco meses, tuvo que rendirse.
Pero eso, y lo que siguió después, es otra historia, y quizá toque contarla en otro momento. En cuanto a los dos protagonistas de estas entradas, Blasco de Alagón siguió haciendo de su capa un sayo en Morella hasta el final de sus días, participando en alguna campaña del rey, pero dejando el curro del asedio de Valencia a su hijo Artal. Debió fallecer hacia 1249, y digamos que Jaime I le miró con cierto recelo, hasta el punto de llegar a las manos, porque, como se veía venir, se le había creado un marrón de los gordos con el feudo semi-independiente que se le había quedado y que sólo pudo controlar a la muerte de Blasco de Alagón. Los sucesores de éste, sin embargo, fueron mucho menos levantiscos, sirvieron fielmente en Italia a los reyes de Aragón, uno de ellos fue incluso gobernador de los Países Bajos (y residió en Bruselas en un momento casi desesperado, quizá toque hablar de él más adelante) y hoy son grandes de España como condes de Sástago.
En cuanto a Abuceít, tuvo muchísimos hijos de sus muchas mujeres, que emparentaron con las mejores familias del reino, y dos hijos cristianos fetén, que hicieron lo propio. Su hija, como quedó dicho, recibió Arenoso al casarse con su marido, y sus sucesores, barones de Arenoso, llegaron con el tiempo a emparentar con los duques de Gandía. Abuceít parece que no sólo participó en la conquista de Valencia, sino también en la de Sevilla, antes de retirarse a sus dominios.
Y hasta aquí esta serie. Y ahora lo dejo, no porque se haga tarde y tenga que acostarme, sino porque me he comprometido a ir a recoger a una hija adolescente que tengo cenando en casa de una amiga suya. No es de extrañar que no tenga tiempo para no ser más prolífico...