Si en España hubiera una industria del cine como es debido, no nos dedicaríamos a ver películas del Oeste o de la Mafia, sino que la vida de ejemplares como el protagonista de esta entrada ya habría sido objeto, no ya de una película, sino de una serie entera de ellas.
Blasco de Alagón, que tal era el nombre del pollo que nos ocupa, debió ser un tipo digno de estudio, uno de esos caballeros de frontera que no eran exactamente vasallos de nadie y que eran tan fuertes como lo era su mesnada, y que no dudaban en gastarle una mala pasada a su señor natural si se levantaban un día de mal humor. Sin embargo, fue uno de los apoyos más importantes de Jaime I en su minoría de edad frente a sus levantiscos colegas, y le salvó de apuros importantes más de una vez y más de dos, hasta llegar a convertirse en su persona de confianza, lo cual, teniendo en cuenta que el rey tenía catorce años y habida quedado huérfano con cinco, pues era mucho. Tampoco es que el padre del rey tuviera un amor loco por su hijo, como parece probar la forma en que fue concebido.
Lo de los reyes de Aragón y sus mujeres da para una entrada aparte. Alguno de ellos se casó porque no tenía más remedio, y está el caso de Alfonso el Batallador, que pasó bastante tiempo guerreando contra su mujer, Urraca de Castilla, con la que no parece que tuviera ni intimidad, ni desde luego descendencia. A su hermano, Ramiro el Monje, hubo que sacarle de un monasterio para evitar la desaparición del reino, casarle a toda mecha con una señora francesa viuda, meterle a hacer al menos un hijo (fue una hija) lo más pronto posible y, conseguido esto, Ramiro se volvió a lo suyo, esto es, al monasterio, y mando a la señora viuda a Francia de vuelta, a otro monasterio. Paradójicamente, a su nieto, Alfonso II, se le conoce como el Casto, y se supone que lo sería, pero célibe no, porque de su esposa tuvo nueve hijos, de los que siete llegaron a adultos, lo cual está muy bien para la época. El mayor fue Pedro II, padre de Jaime el Conquistador, conocido como el Católico, y supongo que lo sería, pero para que tuviera relaciones con su esposa, la reina, sus cortesanos tuvieron que engañarle y hacerle creer que era una de sus amantes.
En fin, que en Aragón había un problema con los matrimonios de sus reyes (el problema continuó después de Jaime I, pero ésa es otra historia), con lo cual uno supone que, con tales antecedentes, los nobles del reino andarían con cuidado a la hora de buscarle novia al chaval que tenían como rey.
Pero no.
Como lo más importante en aquel entonces eran las alianzas entre reinos, y no que los esposos, no ya se quisieran, sino fueran mínimamente compatibles, los principales del reino miraron a Castilla, y resultó que la única princesa casadera del reino vecino era Leonor de Castilla, tía del rey Fernando III, otro que se haría famoso con el tiempo, pero que entonces también era un jovencito. El hecho de que Jaime I tuviera catorce años y Leonor anduviera por los treinta, que en el siglo XIII es como decir la tercera edad, no impidió el matrimonio. Vale, ya sé que las feministas que en el mundo son rajan sobre que por qué la diferencia de edad sólo es sospechosa cuando es la mujer la mayor de la pareja, y no cuando lo es el marido, pero las cosas son como son, y en el siglo XIII no digamos. Será todo lo triste que se quiera, pero para que un hombre se case con una mujer que le dobla la edad hay que ser muy raro o presidente de Francia. Y, aunque seas presidente de Francia, sigues siendo raro. Se siente.
Jaime I, así y todo, tuvo un hijo con Leonor de Castilla. Luego debió pensar que ya estaba bien y, unos años y varias amantes después, alguna bastante metomentodo, decidió pedir al Papa la nulidad de su matrimonio por parentesco. Se ve que el parentesco sólo lo descubrió ocho años después de casarse, y que antes ni siquiera lo sospechaba, el pobre. El caso es que el Papa le concedió la nulidad (el parentesco era real, en todos los sentidos), y Leonor, eso sí, se llevó algunas concesiones. Una de ellas era llevarse a su hijo con ella a Castilla (moriría antes que su padre y, por tanto, no llegó a sucederle); la otra era un buen pastón.
Volvía la ex-reina con su séquito a Castilla, cuando hete aquí que aparece Blasco de Alagón con su mesnada y, aduciendo que ha gastado una fortuna al servicio de Jaime I, y que ya es hora de hacérsela devolver, despluma completamente a Leonor de Castilla y se lleva el pastón. Uno piensa en los nobles de la Edad Media, y supone que eran como esos caballeros que aparecen en las novelas de caballería, siempre prestos a proteger a las mujeres, especialmente a las princesas, y a los huérfanos, y a luchar por sus damas. Leonor de Castilla era princesa y huérfana, y la habían dejado tirada de mala manera, con lo cual era exactamente el tipo de dama que un caballero debería proteger, no contribuir a su desgracia. Se supone que eso se estudiaba en primero de caballero. Blasco de Alagón, caballero y todo lo que se quiera, parece que no asistió a clase el día que explicaron eso.
Al rey le hizo poca gracia el asunto, por muy mayordomo suyo que fuera Blasco de Alagón, y éste entendió que se había pasado muchos pueblos, y decidió poner otros tantos entre él y las fronteras de Aragón. Como en Castilla estaba claro que le iban a recibir de uñas, tuvo que internarse en tierra de moros, y ahí le vino bien una vieja amistad que había hecho unos años antes, cuando Jaime I empezó a asomar el hocico por lo que luego sería el Reino de Valencia: el mismísimo Abuceit, que, como ya vimos, había salido por piernas de Valencia y operaba desde el Alto Palancia y el Alto Mijares.
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