La verdad es que iba escribir de otra cosa, pero hoy "El País" me ha dado una alegría. Bueno, voy a llamarla así. Anatoli Iksánov, hasta ahora director general del teatro Bolshoi, en Moscú, ha sido despedido. Y es cosa de preguntarse, ¿a qué le interesa a Alfor lo que le pase a este tal Iksánov?
Pues un poco sí que me interesa. Sólo un poco, porque lo cierto es que a Iksánov sólo lo he visto una vez, pero esa vez que lo vi fue tan tensa que volver a leer su nombre en otro lugar que no sea su tarjeta de visita me ha traído viejos recuerdos. Por tanto, voy a poner la bitácora en modo "memorias del abuelo Cebolleta" y vamos a retroceder nada menos que doce años, para situarnos en abril de 2001. En aquellos gloriosos tiempos, mi familia vivía en Moscú, en un cuchitril de sesenta metros cuadrados mal contados, tenía una hijita de menos de dos años, Abi, y otra, Ro, prácticamente recién nacida. Alfina pensaba cómo mejorar sus oportunidades laborales, bastante parcas, en Moscú, así que estaba barajando apuntarse a un curso intensivo de ruso (lo cual fue un acierto) y, en general, éramos muy felices. Entonces, con dos bebés, estábamos agotados, no podíamos ni con las uñas, y siempre íbamos corriendo de un lado para otro, pero ahora sabemos que éramos felices y que teníamos que pasar por ahí.
Yo trabajaba en lo que he trabajado siempre: en "solucionar problemas", como decía Ame (que entonces aún no había nacido). Cuando había un problema que mi empleador no sabía cómo quitarse de encima, me llamaba a mí y santas pascuas, en plan "ya te apañarás". De todas maneras, en 2001 llevaba cuatro años largos solucionando problemas y me bandeaba razonablemente bien.
Era un día de mediados de abril, aparentemente tranquilo y reposado. Los últimos retazos de nieve desaparecían de Moscú, esa ciudad que todavía se estaba recuperando de su desastre del 98 y que, pasados los salvajes años noventa, todavía estaba en fase de evolución a lo que es ahora. Sonó el teléfono en mi despacho y tomé el aparato.
- ¿Sí?
- ¿Alfor? ¿Puedes venir a mi despacho?
Era el jefe. Vamos a llamarlo Oskarl, como hemos hecho a lo largo de toda la bitácora. No, no es su verdadero nombre. Ya sabéis que esta bitácora tiene una política de anonimato todo lo estricta que se puede, y así va a continuar dentro de lo posible, salvo cuando el protagonista sea, por ejemplo, Iksánov. A ése, ni agua.
Entré en el despacho de Oskarl.
- Nos han encargado organizar un desfile de moda, y he pensado que te podrías encargar tú de coordinarlo.
- ¿Un quéeee...?
- Un desfile de moda.
- Ya... un desfile de moda...
El típico truco de ganar tiempo repitiendo lo que le acaban de decir a uno, sobre todo cuando es MUY desagradable, para digerirlo un poco mejor.
- Sí, un desfile de moda.
- ¿Y para cuándo?
Oskarl miró el calendario que tenía en la pared.
- Bueno, parece que va a ser la tercera semana de mayo, la que empieza el 21 de mayo. Un día de esa semana, seguramente el martes, que será el 22.
- Pero si no queda ni un mes... y encima están los primeros días de mayo, que son fiesta y no va a haber nadie.
- Ah, es verdad.
Aquello no era un marrón. Aquello pasaba de castaño oscuro, y hasta de negro azabache. No es que me interesara demasiado saber quién había tenido la idea de montar la payasada aquélla, pero merecía varias collejas.
- Parece que en esa semana va a haber una visita oficial del presidente del Tiranistán, el general Ranzai.
- Bueno, pues que venga.
- Viene, y viene con su esposa, la señora Ranzai. Y el ministro de Comercio del Tiranistán, el doctor Atsock, que también viene, ha pensado que sería una buena idea organizar un desfile de moda, para rellenar el programa de trabajo de la señora Ranzai. Con el general Ranzai todo está claro y se sabe lo que va a hacer, pero a la señora Ranzai hay que hacerle también un programa.
Hoy no sería un problema: con llevarla de compras a la Tverskaya, asunto arreglado; pero en 2001 la Tverskaya aún estaba en mantillas y recuperándose del golpetazo de los dos años de crisis con los que se cerró ei siglo XX en Rusia, así que Tiranistán, por lo visto, había decidido organizar ella misma el entretenimiento de su primera dama.
- El embajador de Tiranistán - continuó Oskarl - no se dedica a organizar desfiles de moda. Tiene que subcontratar.
- Y nos han encargado a nosotros el desfile.
- ¿Sí?
- Pffff... Tendré presupuesto, ¿no?
- Eso no lo trates conmigo. Yo te encargo el trabajo a ti. Mañana vendrá a vernos un funcionario del gobierno de Tiranistán, que es quien se encargará de trabajar contigo.
- ¿Mañana? Espero que sea así. En las tres semanas que quedan, a ver qué hacemos. Mañana ya es tarde.
Me volví a mi despacho con unas ganas enormes de dar un guantazo al ministro de Comercio de marras, ese tal doctor Atsock, y a todos los insensatos que no le habían parado los pies. Por lo visto, Tiranistán es un país muy jerárquico, donde la voluntad del que está arriba en el escalafón no se discute en absoluto, de manera que los deseos de sus dirigentes, por absurdos que sean, van a misa cueste lo que cueste.
Aquel día recuerdo perfectamente que ya no hice nada de provecho en toda la jornada laboral. Digamos, por ser breve, que la moda nunca ha sido lo mío (y después de aquello lo fue menos todavía) y que no tenía ni repajolera idea de por dónde empezar. Busqué, pregunté, indagué, escudriñé y, en suma, hice bueno el dicho de que "apretatus intellectus ingeniat et rapiat". Dormí fatal, y no sólo porque Ro era un bichejo insomne, sino porque le iba dando vueltas a este problema que tenía que solucionar y que realmente parecía más difícil que de costumbre, ìncluso para un profesional de la solución de problemas como yo mismo.
Al día siguiente, llegué ojeroso a mi despacho, esperando que llegase ese funcionario de Tiranistán a ver de qué pie cojeaba, mientras me repetía que, para hacer algo digno, ya se nos había hecho tarde.
Uf, como ahora. Qué tarde se ha hecho. A ver si mañana saco un rato para contar la continuación del asuntillo.
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