martes, 29 de agosto de 2023

Frambuesas

Seguimos con las entradas relativas a mi jardín, pero vamos a dejar los tomates para una próxima ocasión y, en su lugar, vamos a tratar de otra cosa comestible que crece en el mismo: las frambuesas. En esta ocasión, no tuve nada que ver con su aparición en el ecosistema del jardín, porque, cuando llegué, ya me las encontré allí, muy probablemente en modo silvestre. Silvestre o no, ya el primer año pudimos probar algunas, y la verdad es que estaban buenísimas, así que el segundo año ya me dediqué a darles algún cuidado, tampoco gran cosa: les puse tutores y quité alguna mala hierba que crecía por allí. Después de todo, me dije, la frambuesa se considera en algunos lugares también una mala hierba difícil de eliminar, de modo que no hay mucho que se deba hacer para mantenerla con buena salud.

Y así es. La práctica ha demostrado que las frambuesas van por su cuenta y que, al menos las que crecen en el jardín, son lo que en la jerga naranjera se llama “añero”, es decir, que un año dan fruto bastante abundante, mientras que el siguiente apenas dan. Las varas se van secando con regularidad, pero van surgiendo otras a su libre albedrío. Últimamente ya ni les pongo tutores por pura y dura falta de tiempo, y este año, que tocaba poca cosecha, ni siquiera arranqué las malas hierbas que crecen entre las varas. Y efectivamente, la cosecha ha sido escasa, y además la he tenido que compartir con las avispas, que visitan el jardín con más frecuencia que yo, que tengo que trabajar y dedicarme a otros quehaceres y no estoy todo el tiempo pendiente de cuándo hay una frambuesa en su punto justo de maduración. Las avispas no. Las avispas están a la que salta y, en cuanto detectan una frambuesa lo suficientemente dulce para su paladar, van a por ella.

En fin, que este año habré comido un puñadito, siendo generosos, y es lástima, porque me encantan. Espero que el año próximo, si Dios me da salud y me conserva el jardín, pueda resarcirme, porque entonces tocará cosecha más abundante y tengo la intención de ponerme las botas.

Entretanto, toca buscar alternativas, y las hay. Se trata de una alternativa que también se comparte con las avispas, pero este año la cosecha está siendo excelente y está habiendo para todos. Se trata de las moras, fruto que vamos a dejar para la próxima entrada, porque hoy voy un poco pillado de tiempo.

viernes, 25 de agosto de 2023

Más tomate

El día 1 de mayo, lunes, que era el día previsto para el trasplante de las tomateras, fecha en que ya se podía esperar razonablemente que las temperaturas nocturnas fuesen lo bastante benignas como para no dañar las plantas, salió lluvioso.

"No pasa nada", pensé. "Para lo que pretendo hacer, no hay un día mejor que otro. Hasta el viernes, que me voy a España unos días, sin duda habrá algún momento en que escampe y pueda darle a la azada como es debido."

El martes a mediodía paró de llover. Decidí salir a entrenar por el bosque un rato y, acto seguido, ponerme con las tomateras. Entrené una hora escasa, volví al trabajo y, al acabar el mismo, volvían a caer chuzos de punta, así que decidí dejar el trasplante para el miércoles.

El miércoles, sin embargo, no paró de llover en todo el día. Yo sé que al español que lea esto le parecerá difícil de imaginar, pero hay países en que llueve incluso demasiado, y me temo que Bélgica es uno de ellos.

El jueves, víspera de mi partida, hizo exactamente el mismo tiempo que el miércoles, es decir, que no paró de llover en ningún momento.

El viernes por la mañana no tenía más remedio que trasplantar las tomateras sí o sí. Me levanté a las seis de la mañana, en la esperanza de que al menos hiciera buen tiempo, pero no lo hacía. Seguía lloviendo como los dos días anteriores, así que hice de tripas corazón, me puse el pantalón y la chaqueta impermeables, como si fuese a montar en bicicleta, saqué la azada de la caseta del jardín y comencé a hacer agujeros, a sacar las macetas, a dejar el piso hecho un desastre y a ponerme de barro hasta arriba. Jamás, en toda mi vida campesina, había tenido que trabajar bajo la lluvia. Es más, recuerdo que, siempre que llovía, nos alegrábamos un montón, y no sólo porque la lluvia es buena para el campo, al menos en España, sino porque automáticamente nos íbamos a casa a descansar. Está visto que Bélgica y su tiempo atmosférico tienen la capacidad de cambiar todos los esquemas de uno.

En fin, que, si hubiera sabido arameo, hubiera jurado en este idioma, pero, como no tengo ni idea del mismo, me dediqué a rezongar en mi lengua materna hasta que, mal que bien, hube concluido mi trabajo y las matas estuvieron plantadas, no sé si muy firmemente y, eso sí, regadas de manera natural.

Por alguna razón, no me las prometía muy felices, pero me tenía que ir a trabajar y, acto seguido, a España, así que no vería el resultado de mis esfuerzos (que no de mis sudores) hasta mi retorno de España, unos días después.

Y es que se me estaba haciendo tarde, más o menos como ahora.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Cuate, aquí hay tomate

Siguiendo con las aventuras de mi pequeño jardín, y una vez descritas la vida y milagros de la parra de mis entretelas, hoy le toca el turno a los tomates.

En España, un lugar con sol y calor naturales, los tomates son rojos, lozanos y sabrosos. En Bélgica, los tomates suelen ser de invernadero, y no digo que sean malos, no, pero peores que los españoles lo son un rato. Son menos rojos, menos lozanos y menos sabrosos. Qué se le va a hacer. En materia de precio, la verdad es que no se diferencian demasiado; ahora bien, en cuestión de calidad, ya sé que toda comparación es odiosa, pero ésta lo es especialmente, sobre todo para los que sabemos lo que es un tomate valenciano y, sin embargo, nos toca conformarnos con lo que se comercializa en el norte de Europa. Es un venir a menos de libro.

En tan apurado trance, ya hace un par de años que decidí tomar el toro por los cuernos y plantar tomates yo mismo, a ver qué tal. En mi juventud agrícola, no aprendí nada que no tuviera que ver con la naranja y el arroz, que son los cultivos que han dado de comer a mi familia durante varias generaciones, pero pensé que todo era ponerse, así que compré unas semillas, las que me parecieron mejor, encontré unas instrucciones, recuperé una azada no muy grande y una legona mejorable, que es lo más potable en materia de aperos de labranza que pude encontrar por aquí, y me puse manos a la obra.

Me puse como objetivo plantar en exterior a principios de mayo, que es cuando preveía que las temperaturas nocturnas fueran lo suficientemente benignas para no matar la planta, así que a primeros de marzo me puse a plantar semillas en unos vasitos con sustrato, para hacerlas germinar en el confortable y caldeado interior de mi casa. Para mi sorpresa, el primer año me germinaron casi todas las semillas más o menos al medio mes de la siembra, con lo que me encontré con unas veinte plántulas y sin macetas para todas ellas. Porque, sí, la segunda fase es en maceta individual, que les dé lugar para crecer. Toca trasladar las plántulas, cuando ya tienen diez o doce centímetros de altura, a unas macetas con sustrato, para que continúen con su crecimiento. Esta fase ya sucedió entre últimos de marzo y primeros de abril. Escogí las plántulas que me parecieron más prometedoras para colocarlas en macetas, mientras que, por otra parte, compré un macetero alargado donde coloqué las restantes, porque me daba pena eliminarlas. Pena. Cómo se nota que hace tiempo que no vivo del campo...

El siguiente paso debía consistir en preparar el terreno para los tomates. Mi jardín, que es un rectángulo de seis metros por diez, más o menos, da para lo que da. El anterior propietario, además, persona de gustos únicamente ornamentales, al menos según lo que pareció a mí, había semienterrado unos bloques de cemento que le servían de macetero de algo que ya había muerto cuando vendió la casa, pero en los que enroscó una especie de arcos que debían servir de tutor de lo que creo que era un frambueso. El primer año decidí dejarlo como estaba, pero el segundo año de siembra decidí que iba a hacer un bancal como Dios manda, con los caballones de tierra y sin elementos de materias extrañas. En un trabajo de arqueólogo, a base de pala, azada, fuerza (poca, la verdad) y paciencia, conseguí levantar los dos bloques de cemento, los coloque en otro lugar del jardín, metí los arcos entre ellos y aproveché el tinglado para enroscar allí unos alambres donde, a su vez, la parra se ha enroscado también.

Volviendo a los tomates, y ya con la tierra libre de cemento, metal y pedruscos, me puse en plan artista, porque yo de pequeño era bueno con la azada, y monté unos caballones de diseño tras arrancar el césped, o más bien la mala hierba, que ya no era necesaria para lo que yo tenía pensado. Es una lástima que no haya premios al mejor artista con la azada o con la legona (la legona es mi especialidad, incluso con la versión ínfima que pude adquirir en Bélgica), porque estaba para disputarlos. Hay que reconocer que la tierra, generalmente bastante húmeda y manejable, ayudaba a poner el caballón en su sitio, con precisión milimétrica. Nada que ver con el seco terruño valenciano. Creo que ya iba entendiendo por qué no había forma de conseguir en Bélgica el azadón de quince kilos, tan necesario en España para destripar terrones como es debido.

Sea como fuere, el primer año fue un éxito bastante logrado. Tuve tomates, y los tuve muy sabrosos. Lo malo fue que su maduración terminó por coincidir con el período en el que estuve de vacaciones, así que la mayoría de los tomates acabaron en la despensa, y luego en el estómago, de la señora de la limpieza, que los agradeció mucho, pero a mí me hubiera gustado probar algunos más.

Este año todo estaba preparado para que, el día 1 de mayo, festivo, se produjera el esperado trasplante de las matas de tomate al bancal: la azada y la pala especial para trasplantes estaban listas, el bancal a punto, los huecos previstos, y hasta una pequeña alambrada para proteger las matas de los gatos y facilitar que las ramas crecieran. Los tutores estaban perfectamente alineados, y nada parecía presagiar otra cosa que una cosecha excelente.

Pero esto se va alargando mucho, así que lo dejaremos para la continuación de esta entrada, porque hoy se hace tarde.

lunes, 21 de agosto de 2023

En la parra

Bélgica vuelve paulatinamente en agosto a la actividad. Las temperaturas desastrosas de la semana pasada han dejado paso a un tiempo primaveral, con temperaturas razonablemente bonancible y, eso sí, chaparrones esporádicos, a veces menos esporádicos de lo que nos gustaría.

Es el momento de echar un vistazo a la cosecha. Quien más quien menos, el fenómeno de la jardinería en Bruselas es frecuente, y no se trata únicamente de jardinería ornamental, sino que muchos bruselenses desempeñan una jardinería mixta, en la que no faltan flores, ciertamente, pero se deja un espacio para cultivos con destino a la cocina, y no a los jarrones.

Entre esos bruselenses con jardín de comestibles me encuentro yo, que llevo un par de primaveras y veranos, al menos mientras lo permite el tiempo, que no siempre, transformando el jardín para ponerlo todo lo posible a mi gusto. Comencé por la operación parra, y aquí tengo que confesarme de que la parra es uno de mis recuerdos de infancia más agradables. He pasado veranos enteros en mi primera juventud en que, las tardes de más bochorno, tomaba un cubo con agua y me acercaba en bicicleta a un caserón deshabitado, propiedad en su día de mis abuelos, donde a la sombra de una parra y de una higuera me dedicaba a la lectura de literatura intrascendente, como novelas de detectives ¿Que para qué era el cubo? Para lavar la fruta que tomaba de la misma parra, o de la misma higuera, y que se convertía en mi merienda. Y así volvía a casa cuando la luz no daba para continuar la lectura y a veces, llevaba a mis padres, en el mismo cubo que ya no tenía agua, algún racimo de uvas o algún higo para hacerme perdonar la ausencia de toda la tarde.

Cuando entramos en la casa de Bruselas, había una parra, pero una parra rastrera, enroscada en una barandilla que conduce de la casa al jardín, y que daba una uva menuda, negra y huesuda, aunque, eso sí, dulce. Por diferencias sobre qué hacer con ella, no fue hasta la primavera del año pasado que no pude tomar decisiones sobre su destino por unanimidad, que es como se deben tomar las decisiones, ¿no? Pero llegó ese momento y, con él, llegaron las primeras obras.

Pues señor, en aquel momento decidió la vecina de pared medianera y de jardín que ya tenía suficientemente visto el seto que divide nuestros respectivos jardines. No era para menos: el seto estaba medio muerto y, a medida que pasaba el tiempo, se veía cómo pasaba de medio a tres cuartos, de manera que daba pena verlo, por una parte. Por la otra parte, lo que se veía a través del cada vez más magro seto eran nuestros respectivos jardines y a quienes, es un suponer, retozaban en ellos o hacían topless. En fin, que me parece que mi vecina quería un poco de intimidad, además de vérsela una persona preocupada por la estética que el seto medianero estaba perdiendo a ojos vista.

Llegamos fácilmente a un acuerdo y se cambió el seto por otro, más o menos por el lugar donde surgía del suelo la parra. Coincidiendo con ello, yo levanté un palo que clavé al suelo para montar una suerte de emparrado primitivo, desenrollé la parra de la barandilla y, con bastante trabajo, la podé de manera que se enredara por los alambres con los que uní los puntos más elevados de esa parte del jardín. La parra se estresó de manera más que evidente. No ya le cambiaban el seto vecino, sino que la cambiaban de sitio, todo lo que a un árbol se le puede cambiar de sitio. Así pues, el año pasado se limitó a echar un par de racimos birriosos, que las avispas devoraron, y a lanzar un par de sarmientos vacíos, pero que eran un inicio.

Este año, sin embargo, libre ya de las cuitas de la primavera y verano precedentes, la parra ha decidido que se iba a dedicar a crecer y reproducirse, y así lo ha hecho. Ha echado ramas a derecha e izquierda, lo cual ya viene a dar una sombra que comienza a ser bastante decente, mientras por otra parte, a su debido tiempo, se ha puesto a producir racimos a troche y moche. En España, la uva de mesa comestible se encuentra ya en agosto. No es así en Bruselas, donde el tiempo es bastante menos caluroso. En el caso que nos ocupa, hasta entrado septiembre no hay esperanza de encontrar uvas con la suficiente maduración como para que no nos hagan torcer el gesto al probarlas.

Dicho esto, la verdad es que este año la sombra de la parra la he disfrutado hasta ahora más bien poco. En realidad, aunque ahora hace buen tiempo, el período que me he esperado en Bruselas hasta empezar a disfrutar de las vacaciones ha sido escaso en sombras, así, en general. Para que haya sombra al aire libre es fuerza que haya sol, y de eso no se ha visto mucho en los primeros días de agosto, en los que sólo en contadas ocasiones he podido apreciar mi propia sombra, cuánto más la de la parra de mis entretelas.

Pero bueno, ya asoman las uvas, gracias al buen tiempo que comienza a hacer, así que espero manipular las uvas como es debido para comer las que estén de mejor ver y hacer mosto con las restantes, antes de que lleguen las avispas y, como tantas veces, se haga tarde, como hoy mismo está sucediendo, así que cortemos esta entrada por lo sano, como en una poda cualquiera, y vayámonos a otros quehaceres que quedan por abordar en este día de hoy.

viernes, 11 de agosto de 2023

Vaya semanita

Mientras en España estabais pasando vivencias infernales, al menos por las temperaturas que estaba padeciendo el país, Bélgica tiritaba literalmente de frío. El fin de semana pasado, la temperatura máxima fue de quince grados de nada, por la noche apenas subía de diez, mis tomateras no se han congelado por los pelos y yo, que pasé alguna parte de junio y julio durmiendo cubierto sólo por una sábana, tuve que sacar la manta del armario mucho antes de lo que hubiera deseado, después de pasar una noche con frío.

No ya la manta. No desenterré el abrigo de invierno, pero desde luego sí la cazadora de entretiempo, porque la cosa no era para menos. La cazadora es impermeable, pero poco, así que eché de menos un poco más de protección contra el agua, porque el fin de semana lo pasé, acompañando a unos invitados, un día en Brujas y otro en Lovaina, y prácticamente no paró de llover, con lo que terminé mucho más calado de lo que me gustaría. Y hay que reconocer que Brujas y Lovaina pierden bastante cuando los dientes te están castañeteando. No es que tampoco las haya visitado mucho con buen tiempo. De las seis o siete veces que he estado en Brujas, una sola hizo una temperatura agradable y un día soleado. Las demás no ha sido mucho mejores que la que acabo de experimentar. Y de Lovaina, donde he estado menos veces (y una ya apareció en esta bitácora, casi en sus albores), no recuerdo una sola en que haya tenido un paseíto agradable.

Yo ya intentaba explicar a mis invitados que ese tiempo no era normal, que en mi armario hay ropa de verano y que incluso la había estado usando no mucho tiempo antes, pero no estoy seguro de que me creyeran, y no es para menos, porque, desde que llegaron, arreció aún más el tiempo de perros. La víspera de que se fueran mejoró un poco, y ahora ha vuelto el verano, hasta el punto de que hoy hemos superado holgadamente los veinticinco grados, que no está nada mal. Siempre amenaza lluvia, vale, no en vano esto es Bélgica, pero se sobrelleva mejor si uno no está temblando.

Yo no sé si hay cambio climático, si éste es producido por la acción humana, o si las emisiones de gases de efecto invernadero van a acabar con el planeta (bueno, eso sí lo sé, con el planeta no van a acabar, todo lo más con la vida humana sobre el mismo), pero lo que sí es evidente es que lo del calentamiento global es un filfa, y no hay Greta Thunberg que me baje del burro. Si hay calentamiento, desde luego global no es, sino parcial como mucho y, aunque en España los residentes estén sudando la gota gorda, en Bélgica el verano está siendo tirando a cicatero… como casi siempre.

Pero no es el momento de elucubrar sobre estos aspectos, sino más bien de comprobar en la práctica cómo está siendo el verano en España, y más concretamente en Valencia. Que no me lo cuenten.

Así que, con permiso, voy a terminar esta entrada ahora mismo, porque la estoy escribiendo desde el aeropuerto, que es uno de esos sitios en los que es mejor no entretenerse demasiado, no vaya a hacerse tarde.

miércoles, 2 de agosto de 2023

Habemus novum episcopum

 

Fuente: cathobel
Pues sí. Después de la primera vez, tenemos una nueva entrada con le mismo título. El cardenal De Kesel, flamencófono, presentó su dimisión preceptiva al cumplir los 75 años, cosa que sucedió el año pasado, y el Papa se la ha aceptado hace un par de semanas.  Como es bien sabido, la norma no escrita de la archidiócesis de Bruselas-Malinas consiste en que se sucedan por turno un arzobispo flamenco (Daneels, De Kesel) y uno francófono (Léonard, que se situó entre los dos).

Lo de las renuncias es una cosa un pelín particular en todas las diócesis, y desde luego en ésta. Todos tienen que presentar la renuncia por edad al cumplir los setenta y cinco años, vale, pero a unos se les acepta antes y a otros se les permite permanecer en el cargo bastante más tiempo. Daneels estuvo año y medio con la renuncia presentada, que no está mal, y eso que su línea era bastante diferente a la del papa de entonces, Benedicto XVI. El arzobispo Léonard, sin embargo, apenas tuvo tiempo de presentar su renuncia cuando Francisco se la aceptó, así que estuvo... tres semanas por encima de los setenta y cinco años, a pesar de que estaba (y parece que sigue estando) perfectamente bien de salud; pero parece ser, o eso podemos creer, que su línea no le iba bien al papa reinante. Es posible que eso, si es así, diga bien de monseñor Léonard.

Al cardenal De Kesel se le ha aceptado la renuncia más o menos un año después de haberla presentado. Llevaba con serios problemas de salud desde 2020, pero parecía relativamente recuperado.

El nuevo arzobispo debería ser francófono, pero en realidad es bilingüe, lo cual es bueno, y es bastante joven, lo cual también está bien. Monseñor Verlinden nació en 1968, así que anda por los cincuenta y cinco años y, por lo tanto, si todo va normal, tenemos arzobispo para rato. De hecho, es uno de esos casos raros en que el ascenso se produce directamente desde el presbiterado, no desde una diócesis menor. Tampoco ha sido agraciado ninguno de los tres obispos auxiliares, dos de los cuales aún están bastante lejos de la renuncia por edad.

El nuevo arzobispo es bruselense de pura cepa, natural de Etterbeek. Ha escogido como divisa nada menos que "Fratelli tutti", no en latín, sino en italiano, lo cual parece un inequívoco signo de peloteo hacia Francisco, con independencia de que sea realmente lo que piensa. Ya veremos por dónde van los tiros en el futuro próximo, porque los antecedentes inmediatos dan bastante que pensar.

Pero eso será en otro momento, porque hoy se hace tarde.