Porque, efectivamente, los mejillones, nos lo creamos o no, son el plato nacional belga, eso sí, hervidos en una cazuela con una salsa bastante currada, o sin salsa, al natural, y acompañados de patatas fritas, que es el sucedáneo de plato nacional que hay por aquí. Conjuntamente, nos hallamos antes las nunca suficientemente bien ponderadas moules-frites, del que se enorgullecen los naturales de estas tierras, y que constituyen una parte decisiva en la dieta del que va de restaurantes indígenas.
El ingrediente fundamental son los mejillones de Zelanda, esa región que, en realidad, en la división que hubo en 1830, cayó del lado de los Países Bajos. Eso no es importante. Lo que importa es que son mejillones criados o pescados en el Mar del Norte, nada del Mediterráneo. A quien esté acostumbrado al mejillón del Mediterráneo, como un servidor, la impresión que le queda es de un mejillón de gran tamaño y de sabor difícil de encontrar, es decir, tirando a sosainas. No es de extrañar, pues, que haya tanta afición a acompañarlos de salsas al ajo, al vino, a lo que sea… el caso es que finalmente sepan a algo, porque el mejillón de Zelanda, la verdad, es bastante tristón.
Pero no se lo digas a ellos. Como se te ocurra insinuar que tú haces una cazuela de mejillones al vapor los domingos en tu casa, en Valencia, pasas de poner patatas fritas cerca, y te quedan para chuparte los dedos, te puedes ganar la enemiga de la población local, cosa que los extranjeros, que estamos llamados a adaptarnos a todos los terrenos, tenemos la obligación de evitar. No es que Bélgica sea un país hostil a lo extranjero, excepto algunos barrios de Flandes dominados por el Vlaams Belang, pero más vale que siga así, de manera que es mejor no tocarles las narices.
La receta no es complicada. Vamos a pillar dos kilos de mejillones, dos cucharadas de mantequilla (no, aquí lo del aceite de oliva, como que no), una cebolla que picaremos cuidadosamente, un par de dientes de ajo que picaremos también (si eres español, pon toda la cabeza, leches), una hojita de laurel, un vaso de vino blanco, sal y pimienta al gusto, y perejil a raudales. Las patatas fritas las haces como prefieras; lo suyo es cortarlas en forma de bastones y freírlas en grasa animal, pero haced lo que queráis. En el fondo, siempre me he preguntado si no sería mejor acompañar los mejillones con otra cosa, como pan de ajo, pero no se me ocurre decir esto por aquí, porque debe ser lo equivalente a meter chorizo en una paella en Valencia.
En cuanto a los mejillones, hay que lavarlos con agua fría y tirar los sospechosos, que son los que no se cierran cuando se les golpea un poco contra la encimera, o eso es lo que me han dicho.
En un olla, se hace el sofrito con la mantequilla, la cebolla y el ajo, sin tenerlo por nada del mundo más de dos minutos. Entonces se echa el vino y se deja que hierva. Cuando hierva, añadimos los mejillones, el resto de los ingredientes y tapamos la olla, que dejamos hervir entre seis y ocho minutos. Vamos, hasta que los mejillones se abran. Si pasan esos ocho minutos y hay mejillones que no se han abierto, haremos bien en tirarlos.
El resultado lo servimos en la propia olla, o en un plato, como en la foto, pero lo de la olla queda más auténtico, y ponemos un plato al lado con las patatas fritas. Y a comer.
¿Y cuándo se comen? Bueno, pues la temporada de los mejillones de esta parte del mundo coincide con los meses del año que tienen la letra erre en su nombre: septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero y marzo. Es una forma fácil de recordar cómo va esto. Hay quien dice que agosto también se incluye en la ecuación, e incluso la segunda mitad de julio, pero yo no termino de creérmelo, porque sospecho que se trata de una argucia de los hosteleros para incluir en la temporada los meses de mayor afluencia turística a este bendito país.
En todo caso, lo que sí es cierto es que, con las importaciones de otras partes del mundo, la temporada se alarga, pero no nos vengamos arriba: es importante consumir producto de temporada y dejarse de importaciones de la quinta porra, las cuales, sobre todo en el caso de los productos que proceden del mar, las carga el diablo. Nos comemos cualquier cosa recolectada en la Cochinchina, y luego, para quejarse, ya es tarde. Como ahora.
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