El duque Wenceslao, a todo esto, debió convencer a su mujer de que su hermano le había dicho que sí a todo y que la llegada de un ejército imperial era cosa hecha. La duquesa Juana, muy contenta, debió anunciar a sus súbditos que la liberación del yugo flamenco era inminente y que el Emperador, nada menos que el Emperador, se dirigía a Bruselas a vérselas con el despótico conde de Flandes. La noticia llegó a Bruselas, y los bruselenses decidieron adelantarse al ejército que llegaría en su auxilio: el 24 de octubre de 1356 una pequeña patota, dirigida por Everardo t'Serclaes, saltó las murallas, se acercó a la Grand Place, quitó de allí el estandarte flamenco y, en su lugar, puso el brabanzón, que es el que ilustra esta entrada. Ahí ardió Troya. Los bruselenses que vieron eso debieron pensar que su liberación se había producido y montaron un cirio que culminó con la expulsión de la guarnición flamenca de la ciudad. Cuando las demás ciudades de Brabante supieron lo que había pasado en Bruselas, también se levantaron contra los flamencos, con la única excepción de Malinas, que, como ya vimos, llevaba siendo parte de Brabante desde hacía poco y no se lo había terminado de creer.
A todo esto, la información de base era bastante inexacta. El Emperador le había dado a su hermano buenas palabras y algo de ayuda de baratillo, con la cual el duque Wenceslao se puso en marcha con tan poca convicción que le detuvieron los cuatro gatos que pudo juntar el obispo de Lieja, que era aliado de Flandes. También hay que decir que todos los indicios apuntan a que Wenceslao de Luxemburgo, un noble ilustrado de quien se conserva cierta producción literaria, en lo que respecta a pericia militar no era Alejandro Magno ni mucho menos. Pero, oye, Bruselas ya estaba liberada, en un adelanto del poder de la intoxicación informativa.
El conde de Flandes no estaba nada contento. El Emperador, por su parte, viendo que podía sacar partido del asunto, se acercó a Mastrique y allí firmó un pacto de gran importancia para el asunto, porque quedaron en que, si la duquesa Juana moría sin hijos, el ducado de Brabante pasaría a la casa de Luxemburgo, a cambio de su ayuda en la guerra. Para entonces, la duquesa Juana tenía 35 años, que en la Edad Media eran bastante más que ahora, y podía deducirse que sus posibilidades de engendrar descendencia con el duque Wenceslao eran razonablemente escasas. Y no por dificultades en el duque Wenceslao, de quien se conocen al menos cuatro hijos naturales.
El resto de la guerra de sucesión de Brabante fue una sucesión de amagos entre Flandes, con el duque de Namur de aliado más o menos fiable, y Brabante, con la obvia alianza del ducado de Luxemburgo y del Imperio. Al final, medió el duque de Henao, otro de los peces gordísimos de la zona y, bajo amenaza más o menos velada de ponerse del lado del que le hiciera más caso, se llegó a la paz de Ath en el verano de 1357. Por esta paz, el duque de Flandes obtenía Amberes (a través de su esposa Margarita, hermana de Juana), Malinas y algunas poblaciones menores, y el derecho a llamarse duque de Brabante, pero reconocía a Juana como duquesa de Brabante legítima. Es decir, que la cosa acabó para Brabante bastante lamentablemente, y peor que como hubieran quedado de acordar la cesión de Malinas que se planteó antes de comenzar la guerra.
La duquesa Juana tuvo una vida larguísima para su tiempo. Falleció a los ochenta y cuatro años, ahí es nada, efectivamente sin hijos, como se veía venir desde medio siglo antes, y por supuesto había enviudado de Wenceslao de Luxemburgo, un marido al que la guerra se le daba bastante mal, y algo de eso hemos estando viendo por aquí.
Como es de suponer, el final de la guerra contra Flandes y la pérdida de Amberes y de Malinas no sentaron especialmente bien entre la población, y Wenceslao quedó como chivo expiatorio de la inquina del pueblo brabanzón. Como enviado de su hermano el Emperador, se metió en un lío contra los duques de Güeldres y Julich, que no sólo lo derrotaron despiadamente en 1371, sino que lo tuvieron prisionero casi un año y no lo soltaron hasta que se cobraron un rescate de categoría especial. El rescate, casi es obvio decirlo, salió de las contribuciones que aportaron las ciudades, porque la penuria económica de los duques de Brabante ya la hemos relatado en más de una ocasión por aquí. La pasta es una cosa que por estas tierras tiene bastante importancia, así que la estima que se tenía en las ciudades brabanzones por su duque consorte, que ya era bastante limitada, bajo hasta límites de revuelta ciudadana. Prudentemente, el duque se retiró a sus estados de Luxemburgo, con seguridad para no liarla más, mientras su esposa se quedaba en Bruselas.
La duquesa Juana enviudó en 1383, pero aún viviría más de veinte años más. La cuestión era a quién narices dejar Brabante cuando faltara ella, que, por si fuera poco, en sus últimos años iba dando señales claras de inestabilidad psíquica, que es la forma diplomática de denominar lo que toda la vida ha sido demencia.
Pero eso tocará relatarlo en otra ocasión. De paso, también convendría detallar algo más de la vida de ese Everardo t'Serclaes que echó a los flamencos de Bruselas para dar la bienvenida a esas tropas del Emperador que nunca llegaron, porque eso nos dará pie a examinar cómo se gobernaba la ciudad en aquellos tiempos revueltos.
Hoy no, que se hace tarde.
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