En primer lugar, y después de algunas semanas de ausencia, no quisiera dejar pasar por alto la noticia de la definitiva terminación de toda puerta de entrada de mi casa, garaje incluido. El Señor ha escuchado finalmente nuestras plegarias, y nos ha armado de la paciencia suficiente como para aguantar los desplantes del señor Puertinkx. Otra posibilidad es que haya movido al señor Puertinkx a acabar su tarea en menos de año y medio, pero me resulta difícil reconocer ningún milagro en ello.
Sea como fuere, ese episodio, si nada se tuerce, pertenece al pasado. Al presente pertenece el leve accidente de coche que tuvo lugar a principios de mes y que tiene a nuestro coche (el Topomóvil o кротомобиль, según en que lengua nos refiramos a él) en el taller desde hace casi un mes, total por un faro roto y cuatro desperfectos en la carrocería. Un mes. Se supone que lo voy a recoger mañana, pero yo no termino de creérmelo y, como Santo Tomás motorizado, no lo daré por cierto hasta que esté montado en el coche y conduciéndolo.
Y es que la burocracia belga del sector privado es pesada e insoportable. Y la del sector público ni me quiero imaginar cómo es. Hasta la fecha, me he alejado de la misma como de un nublado, y me he limitado a una interacción mínima con los servicios de mi municipio, para cuestiones como el pago de los distintos impuestos con los que Uccle, y la región de Bruselas en general, fríe a sus habitantes, o las multas con las que nos premian cada vez que aparcamos donde no estaba permitido, o alguna licencia que no hay más remedio que conseguir. En general, tratar de pasar desapercibido ante los poderes públicos es algo sumamente recomendable. Vamos, si no te ven, no te cascan demasiado.
Pero he aquí que próximamente hay elecciones municipales. El municipio me fríe, efectivamente, a impuestos, y por mi cabeza rondan cosas como el no taxation without representation, que me hacen pensar si no merecería la pena hacerme pasar por un probo ciudadano local y contribuir, con mi voto, a la gran fiesta de la democracia, mientras pongo mi mano en el pecho y manifiesto mi resolución de ser fiel al municipio y de dar por él mi última gota de sangre si menester fuere.
Sin embargo, hay algunas cosas que me tiran para atrás. La primera es que estoy completamente pez en política local y que no sé si quienes se presentan son rojos, verdes, azules o grises, o si desempeñana bien su función o ni fu ni fa. Para votar a cualquier cretino, pues no voto, voto nulo o lo hago en blanco. Igualito que en España.
Lo malo es que ahí llega la segunda cosa que me tira para atrás.
En Bélgica, la democracia no es una opción, sino una obligación. Tú no puedes decir por las buenas que todos los candidatos son una banda de merluzos, que les va a votar Rita, y que te quedas en casa como protesta, y allá se las compongan los politicastros con sus elecciones. No. En Bélgica, votar es obligatorio. A un español eso le suena rarísimo, porque ni con Franco el voto ha sido obligatorio en España (antes de se me eche nadie al cuello, con Franco hubo dos referendos, dos elecciones a procuradores por el tercio familiar y ocho elecciones municipales), así que uno se siente algo oprimido por aquí. Ahora me debato, como el grupo de electores típicamente belgas de la foto, entre inscribirme o no en el censo electoral municipal y, en caso positivo, saber que el fin de semana que toque tengo que estar a pie de urna, dándolo todo con carácter y temperamento, o arrostrar las consecuencia de mi comportamiento incívico.
Cuáles son esas conecuencias, lo dejo para la próxima entrada, dentro de poco, si Dios quiere, porque el plazo para inscribirse como elector termina con el mes de julio.
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