Estar en Valencia unos días no es una actividad exenta de peligros. Podría parecer que, en el mítico Levante feliz, disfrutamos de una vida plácida y que atamos los perros con longanizas, y que no en vano lo mejorcito (y lo peorcito, me temo) de la población europea jubilada escoge nuestras tierras para su solaz y retiro, pero eso no deja de ser un mito. Agradable, quizá, pero finalmente un mito.
Personalmente, el peligro mayor que me acecha en cada viaje a Valencia es doña Margarita, la vecina del primero. Ya ha sido protagonista de esta bitácora en alguna otra ocasión, y no dudo de que seguirá siéndolo, porque su figura encaja perfectamente en el papel de némesis del héroe, suponiendo (y seamos generosos, por favor) que el héroe de esta bitácora sea yo.
Doña Margarita, con esa ortografía que Dios le ha dado, y que es más reveladora que una huella digital, tiene la costumbre de fijar papelitos en el ascensor de la finca para llamar la atención de los vecinos sobre asuntos que le desagradan. En estos meses, su actividad se ha incrementado. Durante el verano pasado, tuvimos obras en el patio para hacerlo accesible y eliminar obstáculos arquitectónicos (escaleras y escalones, en cristiano). De paso, se cambió la puerta de entrada, que se abría con una patada (me recuerda algo) y que era el hazmerreír de la chiquillería del barrio, que se colaba en el patio sin el menor escrúpulo; también se ha alicatado todo el portal, que ahora es luminoso, brillante y digno del vecindario que lo habita. También las puertas del ascensor han sido cambiadas, aunque el mismo ascensor no se ha tocado y sigue siendo el cajón estrecho en que sólo caben cuatro personas si no han desayunado demasiado. Pero bueno, se trata de una finca de vecinos jubilados que miran mucho la peseta, porque no tienen los posibles que otros vecinos más pudientes. En suma, que ha quedado muy bien.
Tanta luz en el patio ha debido deslumbrar a doña Margarita, por si no teníamos bastante con su actitud habitual. Doña Margarita, yo diría que con buen criterio estratégico, pero muy mala pata táctica, ha tomado sobre sí la pesada tarea de mantener el patio en el estado en que quedó el día en que el ufano constructor entregó la obra. Un ejemplo es el cartel que ilustra esta entrada, en el que alguien que firma como 'la Administradora', pero que todos sabemos quién es, afea su conducta a quienquiera que haya sido el autor de las rayas que, lamentablemente, figuran ahora sobre la superficie de las puertas de ascensor.
Sin discutir la razón que efectivamente asiste a doña Margarita, porque hay que ser mala persona para coger unas llaves o un cuchillo y llenar de muescas las puertas metálicas del ascensor, lo primero que me vino a la cabeza es que doña Margarita no es la administradora. La administradora, a quien tuve el gusto de conocer con motivo de las obras, porque ese período me tocó pasarlo en Valencia convaleciente de un disgustillo de salud felizmente superado, es un mujer menuda y delgada, de trato agradable, que temo que terminará cobrándonos más honorarios que a las otras comunidades de vecinos que administra, a causa del factor doña Margarita.
Doña Margarita y yo no hemos tenido mucho trato, supongo que por fortuna para mí. Ella perpetraba sus soflamas en las sucesivas juntas de vecinos, y yo, salvo dos, me las he saltado todas en los ya casi veinte años que soy uno de los copropietarios de la finca. A todo esto, hay que saber que, en la finca, además de las viviendas, hay un garaje, con tantas plazas como propietarios, pero en el que cada cual aparca en la plaza que pilla libre. Y, obviamente, hay plazas mejores y peores.
Doña Margarita conduce, o conducía, un venerable Citroën blanco de edad, por las trazas, rayana en los treinta años, que aparcaba en la mejor plaza de todo el garaje, de donde se sale sin la menor maniobra. He aquí que un día, yo, entrando con un coche que me habían prestado, veo que la susodicha plaza estaba vacía y, ni corto ni perezoso me metí en ella, aplicando la ley que me permitía ocuparla, e ignorando la costumbre que prescribía que la plaza de doña Margarita no se tocaba.
Nunca lo hubiera hecho.
Doña Margarita no dijo nada al volver con su coche, pero frunció el ceño, y supongo que, lo que es peor, tuvo que hacer maniobra para aparcar. Desde entonces, tengo la ligera impresión de que me ha tomado ojeriza, pero, debido a mis frecuentes ausencias, no ha tenido demasiada ocasión de sabotear mis estancia en la ciudad que me vio nacer, hasta que entre el verano y el otoño pasados estuve en ella algunos días más que de costumbre.
Acabada la obra, los escalones desaparecieron del portal, y yo comencé a sacar la bicicleta por la puerta de la calle, en lugar de hacerlo por el garaje de la finca. Meto la bicicleta (sí, el bulto misterioso) en el ascensor, y de ahí a la calle a patrullar Valencia. Todo iba bien hasta que un día me topé con doña Margarita, que estaba cotorreando con una vecina en el brillante y fulgurante portal.
- Que va a rayar las puertas de ascensor con la bicicleta.
- ¿Yo? ¡Si cabe perfectamente!
- Las va a rayar. Yo no entiendo por qué no sale por el garaje, como hacía antes.
- Pero si las puertas del ascensor son las mismas, en la planta baja o en el garaje.
Y así era. Las puertas interiores del ascensor viajan con él, y sólo la exterior es distinta en casa planta. Pero los meros hechos no iban a acabar con la argumentación de doña Margarita, a santo de qué.
- Las va a rayar.
- Observe cómo cabe perfectamente sin tocar nada. Mire, mire...
- ¡Yo no tengo que mirar nada! Usted va a rayar las puertas, que nos han costado mucho dinero.
- Pues no lo mire. En fin, me tengo que ir. Hasta luego.
Doña Margarita terminó la conversación con una especie de bufido.
Cuando volví a casa, hice el camino inverso, y desde la puerta de entrada entré con la bicicleta hasta el ascensor. Y, sorpresa, me encontré con una notita, pegada en el cristal del ascensor, que rezaba como sigue:
'An rallado la puertas del acensor con las bicicletas las puertas nuebas!'
Por mucho que busqué, no encontré ninguna raya digna de mención. Pero se me estaba haciendo tarde, y subí raudo a mi casa.
Y, por cierto, mañana temprano quiero ir a la missa d'infants, y también se me está haciendo tarde, así que continuaré el relato de mis cuitas con doña Margarita en otra ocasión más propicia.
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