sábado, 19 de mayo de 2018

La decadencia de doña Margarita

Vuelto ya de la missa d'infants, de la que igual me da por escribir en otra ocasión, voy a hacer algo que últimamente era bastante desusado en esta bitácora: voy a terminar una serie, la de doña Margarita.

Doña Margarita, con los años, con los lustros, y hasta con las décadas, va perdiendo fatalmente el respeto de sus convecinos. Creo que el primer aldabonazo se lo dio el vecino del cuarto en una reunión de la comunidad, una de las pocas a las que pude asistir.

El administrador, tratados que fueron los asuntos del orden del día, pasó al punto de ruegos y preguntas, y doña Margarita tomó la palabra con ánimo de no soltarla hasta exprimirla como un limón.

- En el deslunado (que es como en Valencia llamamos a lo que en otros sitios es el patio de luces) me cae todo tipo de porquerías. Hay vecinos que son unos guarros, y que me tiran hasta las uñas ¿Quién hace eso?

Obviamente, nadie dijo nada. El vecino del quinto derecha se puso a hablar de su equipo de radioaficionado, y hubo un pequeño debate sobre si la antena exterior de la terraza molestaba a alguien o no. Doña Margarita se debió sentir ninguneada, y hasta ahí podíamos llegar ¡Ningunear a doña Margarita!

- ¿Y de las uñas qué? ¿Quién tira las uñas por el deslunado? - insistió, recuperando el uso de la palabra más de fuerza que de grado.

El vecino del quinto, el de la antena, que tiene bastante buen sentido, intervino.

- Mire, Margarita, quien sea que haya tirado las uñas a su patio no es probable que lo diga aquí, pero, si está presente, esté segura de que se ha enterado de que le molesta y de que no lo volverá a hacer.

Y, dicho esto, siguió la conversación sobre la antena de radioaficionado. Doña Margarita, enojada, dijo subiendo el tono de voz.

- ¿Y quién arregla lo de las uñas?

Aquí intervino el vecino del tercero, un jubilado faltón de uñas amarillas por el tabaco y respiración ruidosa, por la misma razón.

- Mire, yo creo que usted debería recoger las uñas de su patio, y luego las llevaremos a hacer un análisis de ADN para saber quién ha sido y depurar responsabilidades.

- ¡Se me falta al respeto! ¡Yo me voy de aquí!

Y, uniendo la acción a la palabra, subió muy digna las escaleras hasta su primer piso y desapareció de la reunión, para alivio de quienes seguíamos allí.

El segundo hito en la decadencia de doña Margarita fue la pérdida de su feudo de aparcamiento. Ya en la entrada anterior vimos cómo lo ocupé temerariamente, lo que me enajenó las simpatías de mi némesis. Y, lo que es peor para ella, bastó que los demás vecinos vieran que la chatarra de doña Margarita estaba en otro sitio, para que también ellos se animaran a ocupar el sitio. De hecho, últimamente he visto en el sitio de la discordia más bien el coche de Castillo, un jubilado que en tiempos era un buen jugador de ajedrez y que a la vejez ocupa durante días enteros la plaza que nadie pensó que tocara a otro coche que la antigualla veloz de doña Margarita.

Últimamente, doña Margarita, como ya vimos, ha encontrado la motivación de guardar las esencias del nuevo patio, pero lo hace hasta extremos ridículos. En la penúltima entrada vimos cómo me acusaba de rayar el ascensor con la bicicleta. Y, en efecto, un par de días después me vio salir del ascensor con el bulto misterioso, y me tomó por banda.

- ¡Ha rayado las puertas del ascensor!

- Que no.

- Sí. Con la bicicleta.

- ¿Dónde están las rayas?

- ¿Dónde, dice? Aquí.

Y doña Margarita señaló una zona situada a metro y medio del suelo, es decir, a más altura que la suya propia, donde con pena y trabajo se podía argumentar que había unas muescas.

- Eso no lo he hecho yo.

- ¿Pues quién?

- Ni idea. Pero, para hacer yo eso con la bicicleta, tengo que sostenerla en el aire y forzar un giro. Como si no tuviera yo nada que hacer...

- Pues ha sido usted. Con la bicicleta.

En éstas estábamos cuando pasó un vecino, me miró sonriente y juntó las manos elevando su vista al cielo. Me sentí aliviado.

Uno nunca está seguro de cuándo tendrá lugar el siguiente agarrón de doña Margarita. De momento, voy a estar unos meses ausente de Valencia, lo que me asegura un tiempo de asueto vecinal, pero tengo la intención de pasar por aquí en agosto, y no dudó que entonces será el momento de continuar la saga.

Pero eso será entonces. Ahora no. Ahora, se ha hecho tardísimo.

martes, 15 de mayo de 2018

Overbooking

Al final me ha tenido que tocar a mí. Mira que me he conseguido librar durante todos estos años en que he sido carne de aeropuertos, pero finalmente he caído en la trampa del overbooking. Vamos, que Vueling ha tenido a bien retrasar mi retorno al trabajo un día, mandarme a un hotel ¡en Valencia! y privarme de un día de vacaciones. Maldita sea su estampa.

No estaba solo, pero sí era el único español de los ocho afectados por la claramente mejorable política de ventas de Vueling. Los demás eran flamencos con conocimientos de español muy básicos, y que despotricaban entre ellos a base de bien de la compañía, de España, de Valencia y de todo lo que se movía, sin saber que yo capto más flamenco del que parece. Aun así, mi conocimiento del aeropuerto y del idioma local me llevó a ponerme delante de la cola, lo cual cabreó a mis compañeros de infortunio más de lo que ya de por sí estaban.

Hay compañías aéreas de trato solícito, que se deshacen en agasajos hacia el pasajero afectado por la desgracia que ellos han provocado, y que, de propia iniciativa, le hacen saber sus derechos y les dan espontáneamente las compensaciones a que tienen derecho. Vueling NO es una de esas compañías. Bien al contrario, el personal encargado de solucionar el entuerto trata de escurrir el bulto a la que puede, y el pasajero deberá ingeniárselas él mismo para salir del atolladero, e insistir muy seriamente ante el personal para que le den las compensaciones de rigor.

En este caso, me colocaron en el vuelo del día siguiente. Les obligué a confesar que la compensación establecida para conmigo era de doscientos cincuenta euros, que me recomendaron reclamar por internet, diciendo que tardarían entre siete y diez días en tramitarla (eso está por verse), y me enviaron en taxi a un hotel, además, no muy lejos de mi piso. Entre abrir el piso de nuevo por una noche y afrontar un posible encuentro con doña Margarita, y meterme en un hotel, preferí lo segundo.

Los derechos del pasajero vienen recogidos por un reglamento europeo de 2004. La verdad es que ha llovido bastante desde entonces, y se nota en uno de los derechos que tenemos: tenemos derecho a efectuar dos llamadas, o enviar dos faxes, o dos correos electrónicos.

Claro, en el lejano 2004, todo eso tenía sentido. En 2018, la itinerancia dentro de la Unión Europea es inexistente, las llamadas son baratas, y todo el mundo tiene tarifa de datos en su teléfono móvil, con lo que puede enviar correos electrónicos, o mensajitos por redes sociales anunciando su desgracia. De la posibilidad de enviar dos faxes será mejor que no comente nada. Lo miro, y me parece equivalente a que me ofrecieran enviar por mensajero un pedrusco grabado con un punzón de sílex.

En resumidas cuentas, que estoy convencido de que nadie pide ese derecho hoy en día, lo cual me da la posibilidad, al menos, de mitigar mi cabreo haciendo sudar un poco al personal de la compañía. Aclarados los demás aspectos, me puse en plan zumbón.

- Oiga, aquí pone que tengo derecho a efectuar dos llamadas telefónicas.

- Sí, sí, lo pone,

- ¿Y me puede usted decir cómo se instrumenta ese derecho?

- Ah, no sé...

- Pues tendrá que saber, ¿no? Si lo pone ahí...

El empleado de Vueling se rascó la cabeza. Como yo suponía, no debe enfrentarse a menudo con ese tipo de peticiones.

- Es que con el teléfono que yo tengo, que yo se lo dejaría, ¿eh?, no se pueden efectuar llamadas externas.

- Pues entonces, ¿qué solución tengo para las llamadas que tengo derecho a hacer?

Claro, entretanto, la familia ya sabía, a base de mensajitos, que la compañía aérea me había fallado, por lo que no había ningún motivo urgente para la llamada, amén de que lo más sencillo era pillar el móvil y llamar allí mismo, pero el objetivo de la maniobra era hacer pasar un trago a los empleados de tierra.

- No sé...

- Pues tendrá que saber. Luego, todo son procedimientos de reclamaciones incoados a diestro y siniestro, con nombres y apellidos y esas cosas.

Mi aspecto externo no daba la impresión de ser de nivel alto, pero me estaba dirigiendo al empleado en mi mejor jerga jurídica. Creo que el chaval debió entender que le convenía buscar una solución.

- Aquí los compañeros de la compañía que le va a buscar el hotel, Groundforce, le deberían ayudar.

- Más les vale que así sea.

Pasé a la ventanilla de al lado, y detrás de mí, unos minutos después, pasaron, uno tras otro, los flamencos cabreados. La señora de la ventanilla me dio la tarjeta de embarque para el vuelo del día siguiente, así como los bonos del hotel y de los taxis.

- Ah, su compañero me ha dicho que usted me va a facilitar la posibilidad de efectuar las dos llamadas a que tengo derecho.

Lo dije lentamente. Muy lentamente. La señora tragó saliva.

- ¿Y lo quiere ahora?

- ¿Por qué no?

- Tome este teléfono. Con 00 sale al exterior. Luego, para el extranjero, ha de pulsar de nuevo 00. Yo voy a por el taxi.

Marqué el móvil de Alfina, pero ni pum. Cuando volvió la señora, muy lentamente, le dije.

- Me parece que este teléfono no me permite llamar al número con el que tengo interés en comunicar.

- ¿Quiere que le ayude? Dígame el teléfono.

Se lo dije, pero, claro, sus dedos eran tan poco mágicos como los míos.

- Parece que no da línea.

- Usted comprenderá que me estoy comenzando a enojar, ¿no? -dije, nuevamente, muy lentamente.

La señora comenzó a preguntar a todo bicho viviente que aparecía por allí. Ni pum.

- ¿Sabe? ¡Puede llamar desde el hotel!

- No lo dudo. Ahora bien, ¿quién va a pagar eso?

- Ah, no sé...

- ¿Le parecería a usted correcto que lo pagase yo? Porque a mí esa posibilidad no me convence en absoluto - es ya obvio, pero sí, lo dije muy lentamente.

La señora se dio la vuelta, se retiró unos metros, habló con sus compañeras y dijo finalmente.

- He puesto un correo al hotel. Le dejarán hacer dos llamadas desde allí.

- ¿Así que no podré llamar hasta llegar al hotel? No me acaba de parecer bien. Aún estoy aquí.

- Enseguida llamo al taxi ¿Le importa compartirlo con esta señora?

'Esta señora' era una de las flamencas, y la dependiente la estaba intentando atender al mismo tiempo que a mí.

- A mí no me importa.

Jo, encima iba a quedar bien. Porque eché un ojo a la flamenca, y a mi humilde persona, y me quedó claro que a mí podía no importarme, pero anda que a la flamenca... la dependienta se lo explicó, para encontrarse con un exabrupto de la flamenca.

- I'm not the partner of this person! I want a taxi for me alone!

Desde luego, no parecía el comienzo de una bonita amistad. Ya habíamos quedado en que los flamencos son lo peor, y ellos no hacen sino corroborarlo.

En fin, que llegué al hotel en taxi, cogí el teléfono y me tiré media hora hablando con Alfina. Espero que a Vueling le cobren cada minuto de conversación a precio de oro fino, y que al figura que se dedica sistemáticamente a vender billetes por encima de su capacidad le entren picores rabiosos en el centro de la espalda, allí donde no llega uno a rascarse, al menos una hora por cada pasajero que ha dejado en tierra.

sábado, 12 de mayo de 2018

El nuevo ataque de doña Margarita

Estar en Valencia unos días no es una actividad exenta de peligros. Podría parecer que, en el mítico Levante feliz, disfrutamos de una vida plácida y que atamos los perros con longanizas, y que no en vano lo mejorcito (y lo peorcito, me temo) de la población europea jubilada escoge nuestras tierras para su solaz y retiro, pero eso no deja de ser un mito. Agradable, quizá, pero finalmente un mito.

Personalmente, el peligro mayor que me acecha en cada viaje a Valencia es doña Margarita, la vecina del primero. Ya ha sido protagonista de esta bitácora en alguna otra ocasión, y no dudo de que seguirá siéndolo, porque su figura encaja perfectamente en el papel de némesis del héroe, suponiendo (y seamos generosos, por favor) que el héroe de esta bitácora sea yo.

Doña Margarita, con esa ortografía que Dios le ha dado, y que es más reveladora que una huella digital, tiene la costumbre de fijar papelitos en el ascensor de la finca para llamar la atención de los vecinos sobre asuntos que le desagradan. En estos meses, su actividad se ha incrementado. Durante el verano pasado, tuvimos obras en el patio para hacerlo accesible y eliminar obstáculos arquitectónicos (escaleras y escalones, en cristiano). De paso, se cambió la puerta de entrada, que se abría con una patada (me recuerda algo) y que era el hazmerreír de la chiquillería del barrio, que se colaba en el patio sin el menor escrúpulo; también se ha alicatado todo el portal, que ahora es luminoso, brillante y digno del vecindario que lo habita. También las puertas del ascensor han sido cambiadas, aunque el mismo ascensor no se ha tocado y sigue siendo el cajón estrecho en que sólo caben cuatro personas si no han desayunado demasiado. Pero bueno, se trata de una finca de vecinos jubilados que miran mucho la peseta, porque no tienen los posibles que otros vecinos más pudientes. En suma, que ha quedado muy bien.

Tanta luz en el patio ha debido deslumbrar a doña Margarita, por si no teníamos bastante con su actitud habitual. Doña Margarita, yo diría que con buen criterio estratégico, pero muy mala pata táctica, ha tomado sobre sí la pesada tarea de mantener el patio en el estado en que quedó el día en que el ufano constructor entregó la obra. Un ejemplo es el cartel que ilustra esta entrada, en el que alguien que firma como 'la Administradora', pero que todos sabemos quién es, afea su conducta a quienquiera que haya sido el autor de las rayas que, lamentablemente, figuran ahora sobre la superficie de las puertas de ascensor.

Sin discutir la razón que efectivamente asiste a doña Margarita, porque hay que ser mala persona para coger unas llaves o un cuchillo y llenar de muescas las puertas metálicas del ascensor, lo primero que me vino a la cabeza es que doña Margarita no es la administradora. La administradora, a quien tuve el gusto de conocer con motivo de las obras, porque ese período me tocó pasarlo en Valencia convaleciente de un disgustillo de salud felizmente superado, es un mujer menuda y delgada, de trato agradable, que temo que terminará cobrándonos más honorarios que a las otras comunidades de vecinos que administra, a causa del factor doña Margarita.

Doña Margarita y yo no hemos tenido mucho trato, supongo que por fortuna para mí. Ella perpetraba sus soflamas en las sucesivas juntas de vecinos, y yo, salvo dos, me las he saltado todas en los ya casi veinte años que soy uno de los copropietarios de la finca. A todo esto, hay que saber que, en la finca, además de las viviendas, hay un garaje, con tantas plazas como propietarios, pero en el que cada cual aparca en la plaza que pilla libre. Y, obviamente, hay plazas mejores y peores.

Doña Margarita conduce, o conducía, un venerable Citroën blanco de edad, por las trazas, rayana en los treinta años, que aparcaba en la mejor plaza de todo el garaje, de donde se sale sin la menor maniobra. He aquí que un día, yo, entrando con un coche que me habían prestado, veo que la susodicha plaza estaba vacía y, ni corto ni perezoso me metí en ella, aplicando la ley que me permitía ocuparla, e ignorando la costumbre que prescribía que la plaza de doña Margarita no se tocaba.

Nunca lo hubiera hecho.

Doña Margarita no dijo nada al volver con su coche, pero frunció el ceño, y supongo que, lo que es peor, tuvo que hacer maniobra para aparcar. Desde entonces, tengo la ligera impresión de que me ha tomado ojeriza, pero, debido a mis frecuentes ausencias, no ha tenido demasiada ocasión de sabotear mis estancia en la ciudad que me vio nacer, hasta que entre el verano y el otoño pasados estuve en ella algunos días más que de costumbre.

Acabada la obra, los escalones desaparecieron del portal, y yo comencé a sacar la bicicleta por la puerta de la calle, en lugar de hacerlo por el garaje de la finca. Meto la bicicleta (sí, el bulto misterioso) en el ascensor, y de ahí a la calle a patrullar Valencia. Todo iba bien hasta que un día me topé con doña Margarita, que estaba cotorreando con una vecina en el brillante y fulgurante portal.

- Que va a rayar las puertas de ascensor con la bicicleta.

- ¿Yo? ¡Si cabe perfectamente!

- Las va a rayar. Yo no entiendo por qué no sale por el garaje, como hacía antes.

- Pero si las puertas del ascensor son las mismas, en la planta baja o en el garaje.

Y así era. Las puertas interiores del ascensor viajan con él, y sólo la exterior es distinta en casa planta. Pero los meros hechos no iban a acabar con la argumentación de doña Margarita, a santo de qué.

- Las va a rayar.

- Observe cómo cabe perfectamente sin tocar nada. Mire, mire...

- ¡Yo no tengo que mirar nada! Usted va a rayar las puertas, que nos han costado mucho dinero.

- Pues no lo mire. En fin, me tengo que ir. Hasta luego.

Doña Margarita terminó la conversación con una especie de bufido.

Cuando volví a casa, hice el camino inverso, y desde la puerta de entrada entré con la bicicleta hasta el ascensor. Y, sorpresa, me encontré con una notita, pegada en el cristal del ascensor, que rezaba como sigue:

'An rallado la puertas del acensor con las bicicletas las puertas nuebas!'

Por mucho que busqué, no encontré ninguna raya digna de mención. Pero se me estaba haciendo tarde, y subí raudo a mi casa.

Y, por cierto, mañana temprano quiero ir a la missa d'infants, y también se me está haciendo tarde, así que continuaré el relato de mis cuitas con doña Margarita en otra ocasión más propicia.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Nuevas aventuras de la puerta

He de confesar que uno de los motivos que me han tenido ausente de estas pantallas ha sido la puerta del garaje. Bueno, en realidad no es ya la puerta del garaje, sino la puerta de entrada. La puerta del garaje lleva en buen funcionamiento desde hace más de un año, y la empresa que nos la instaló nos dejó tan buena impresión que les preguntamos si también se dedicaban a las puertas de entrada, y nos respondieron que no, pero que tenían contactos y nos instalarían una. Entusiasmados con el buen trabajo que nos habían hecho con la puerta del garaje, después del fiasco de la otra empresa, decidimos confiarles, también, la puerta de entrada, y ello se reveló como un error, y un error gordo.

A cada momento surgían retrasos e impedimentos. Primero el plazo de entrega de sus proveedores holandeses, luego encontrar un hueco para instalarla, pero al final lo tuvimos y nos vimos dueños de una hermosa puerta, pero con algún defectillo. Así que más adelante tocaba sustituir el pomo, porque el que habían puesto hacía difícil abrir con la llave, y, para colmo de males, al llegar los fríos resultó que la puerta los aguantaba fatal, y no había forma de que se cerrase, como no fuese usando la llave. Y, a todo esto, nos dimos cuenta de que el mecanismo de apertura automática con videoportero que teníamos en la anterior puerta y que era el orgullo del electricista que nos lo instaló, había dejado de abrir la puerta. Eso no era muy grave, vale, porque, total, si la cerrábamos con llave, no hay mecanismo de apertura automática que pueda con eso. Pero, bueno, el video sí funcionaba, así que al menos podíamos saber, sin necesidad de asomarnos con indiscreción a la ventana de la cocina, si quien venía era amigo, enemigo o simplemente peñazo o Testigo de Jehová.

Yo, entretanto, iba escribiendo más y más entradas sobre esta saga, sin haber llegado a su final y sin saber si éste iba a producirse o sería uno de esos procesos inacabados que perduran en el tiempo, no sé, como la construcción de la Sagrada Familia o el Palacio de los Sóviets (o el Palacio de Justicia belga, si nos ponemos en plan local, pero de eso ya escribiré en otro momento, ahora que estoy enrachado). Llegado Año Nuevo, me propuse que mi siguiente entrada en la bitácora sería aquélla en que anunciaría que el señor Puertinx había terminado de prestar sus servicios, y que ya teníamos una puerta puturrudefuá y chiripitifláutica. Y que cerrara, que también es importante en una puerta.

Mis sucesivas comunicaciones con el señor Puertinx no fueron un éxito, la verdad. Yo no dejaba de apremiarle, por tierra, mar y aire, o más bien por teléfono y por correo electrónico. Finalmente, un buen día me dijo que el proveedor holandés le había dicho que ya tenía el nuevo pomo, y que se pasaría el viernes por la tarde a finalizar el trabajo. Eso fue a principios de marzo, no vayamos a creer.

Con lágrimas en los ojos, o casi, anuncié la buena nueva a la familia y empecé a escribir la entrada que significaría el fin de la serie y mi reencuentro con la actividad bitacoril.

El viernes por la mañana, sin embargo, Puertinx me llamó.

- Que no puedo pasar hoy, porque mi proveedor, el holandés, ha traído la pieza en U, no la pieza en D que había pedido usted.

Mis manos comenzaron a temblar. Hablé con Alfina y, cómo estaríamos de hartos, que Alfina vino a decir que estaba de acuerdo en que la instalara de una vez, así fuera en U, en D, o como si fuera en Ñ.

- Da igual. Instale la que haya traído.

Puertinx vaciló un poco.

- Es que ya he encargado la otra.

- Da igual. Anule el pedido. Nos quedamos con lo que hay.

Puertinx volvió a vacilar.

- Es que de todas formas no es la medida correcta.

Me quedó claro que, por las razones que fuera, una parte del purgatorio que me deba corresponder cuando pase a mejor vida, alejado de los proveedores belgas, tengo el privilegio de expiarlo en este mundo, espero que a cuenta de lo que me toque en ultratumba. Eso sí, decidí que no estaba dispuesto a exasperarme lo más mínimo con este tema.

- Avíseme cuando esté. Pero venga al menos a reparar la puerta, y que se cierre correctamente. O que se cierre, al menos.

- Claro, claro... A ver cuándo me puedo pasar.

Y me puse a esperar. Pasaron días. Pasaron semanas. Pasó un mes, y Puertinx sin venir ni dar señales de vida. Llegó la Pascua, y tururú. Ya decidí reanudar la bitácora, aunque fuera un poco, porque estaba acercándose el aniversario de la misma, y eso siempre trae consigo, incluso en años tan malos como éste, una entrada especial.

Finalmente, ha bastado irme unos días de Bélgica -estoy en la Valencia de mis entretelas-, para que el señor Puertinx, sin avisar ni encomendarse a Dios ni al diablo, se presente e instale el pomo. Menos mal que Ame estaba en casa. A ver: no dudo de que un instalador de puertas debe saber cómo abrir una, incluso en ausencia de los dueños, pero reconozcamos que hubiera quedado feo.

Al llamar a la familia, se apresurarme a darme la buena nueva.

- ¡Papá! ¡Ya está la puerta arreglada! ¡Y cierra y todo!

- ¿Y también funciona el mecanismo de apertura automática? - repuse.

- Ah, no sé, vamos a comprobarlo ¡Ro! ¡Baja a ver si la puerta se abre, que yo le doy al botón! - Ame estaba en plan ejecutivo.

- ...

- No, papá, no funciona.

Ya decía yo que no podía ser verdad tanta belleza.

***

En fin. Que yo esperaba limitarme a una sola entrada más sobre la puerta, pero está visto que mi purgatorio sobre la tierra tiene visos de prolongarse algo más. Seguiremos informando sobre la eficacia belga en el sector de los servicios.

lunes, 7 de mayo de 2018

Obras son amores

Cualquier capital europea está sometida a la posibilidad de que sus calles se corten y sus zanjas se abran. Uno recuerda aquella canción de Barón Rojo, 'Son como hormigas', en la que la letrista se quejaba de lo siguiente:

Son ya las ocho
el ruido en la calle es infernal
perforan la acera
por cuarta vez o por quinta ya.
Son como hormigas
que buscan comida sin parar.


Eso era en Madrid, supongo, que es donde vivían los componentes de Barón Rojo (y su letrista). En Valencia no estamos mucho mejor que en Madrid, y uno se pregunta si un poquito de coordinación entre los del alcantarillado, la luz y el agua no resultaría posible. Pero, al menos, en Madrid y en Valencia hay un solo ayuntamiento y se supone que su mano izquierda sabe lo que hace la derecha.

Aquí, no.

En Bruselas hay veinte municipios y veinte ayuntamientos distintos, y son muy celosos de sus competencias, además de que hay alguno que se lleva a matar con el vecino. Uno mira las competencias de los municipios belgas, y ve cosas tan raras como la tramitación de las peticiones de nacionalidad, que es algo que en España nadie se plantea que no lleve el Gobierno central. Pues no digamos las obras públicas, los asfaltados de calles y los agujeros diversos que se pueden hacer en las aceras y en las calzadas.

El ejemplo paradigmático es el Chaussée de Vleurgat, y más concretamente el tramo entre la avenida Louise y la plaza Flagey. El segundo ejemplo paradigmático es, al otro lado de la plaza Flagey, la avenida Malibran, que termina en la plaza Blyckaerts. Cinco años llevo pasando por ellas prácticamente a diario, y no hay día en que las haya visto totalmente desprovistas de obstáculos. Como decía Danny De Vito cuando le preguntaron qué le parecía Madrid, 'cuando la terminen quedará muy bien'.

Al menos, uno espera cierta calidad, que compense la parsimonia con que se lo toman. Ni eso. La avenida Malibran pasó meses con un carril (y sólo hay dos) cortado por un socavón espontáneo que se había abierto por pura y dura inutilidad del último que metió asfalto por allí. Se supone que es la ladera de un cerro cuya cima sería la plaza Blyckaerts. Que alguien me diga cómo puede a alguien hundírsele el asfalto, y quién es el figura a quien achacar los cientos de horas perdidos en atascos. A todo esto, el municipio (Ixelles, me temo) se limitó a poner vallas alrededor del socavón. Prefiero no saber los trámites que había que hacer antes de ponerse manos a la obra, pero me consta que se pasaron semanas enteras mano sobre mano.

Uccle, que es nuestro municipio, parecía una excepción al desorden, pero eso era hasta el mes pasado. Desde el actual, parece que el frenesí reformador ha llegado hasta nosotros: han cortado la que seguramente es la arteria principal del municipio, la avenida De Fre, y al mismo tiempo han hecho una especie de desaguisado en la avenida Stalle, que es la salida natural de Uccle hacia el resto del mundo; mientras tanto, han desviado parte del tráfico por la calle Edith Cavell... donde también hay obras y un estrechamiento de la calzada, ya de por sí estrecha. Para colmo de males, la otra salida de Uccle, la avenida del General Jacques, lleva más de un año con unas obras endémicas que llevan un retraso tan colosal que sólo resiste la comparación con las pirámides de Egipto. Si Uccle ya era una comuna con comunicaciones difíciles, ahora ya hay que proponérselo muy seriamente para entrar o salir de allí. Yo, en bicicleta, todavía me apaño razonablemente bien, y mejor me apañaría si los conductores belgas, en lugar de protestar ante sus autoridades por semejantes desmanes, cosa que ya tardan en hacer, no se limitaran a ponerse muy nerviosos y a aprovechar cada centímetro libre de que disponen, que es, precisamente, el espacio por donde en general discurrimos los ciclistas.

Uno pensaría ¿y por qué no hacen las obras durante las vacaciones escolares, por ejemplo en julio y agosto, para reducir los problemas de tránsito?

Bueno, pues no hemos topado con la Iglesia, pero sí con el mes de julio, que es infinitamente más intransigente. No sé exactamente por qué ley o convenio, pero el mes de julio no se toca, y todo lo que se ha tocado debe parar. Tiene gracia que, en un país tan lluvioso como Bélgica, se paren las obras en el mes más adecuado para llevarlas a cabo, con días largos, tiempo generalmente seco y temperaturas moderadas. Precisamente por eso los obreros de la construcción se toman sus vacaciones por unanimidad, y ay de quién ose insinuar que podrían dejar trabajar a quien quisiera hacerlo.

En fin, que no quiero ni siquiera saber qué cantaría Barón Rojo si le tocara vivir en la Bruselas del siglo XXI. Lo que es seguro es que iban a echar de menos el ruido infernal de su calle de Madrid, por mucho que perforaran la acera por cuarta o por quinta vez. Eso no es nada.

¿Cuándo
los gobernantes
funcionaran de un modo racional?
Ellos
que se pasaron
media vida en la universidad.


Eso me pregunto yo.

viernes, 4 de mayo de 2018

Predicadores

Los testigos de Jehová son una población particular. Para empezar, son unos herejotes de tomo y lomo, que no creen que Jesús sea Dios, con lo que mal podemos considerarlos cristianos. Para continuar, son unos pesados de categoría especial. Yo ya sé que el proselitismo es inherente a toda religión, e incluso a todo pensamiento, pero de ahí a dar la vara a deshora hay un trecho enorme.

La verdad es que tengo familiares, o eso creo, que son testigos de Jehová. Para ser exactos, que son testigos de Jehová es seguro, pero no tanto que sigan siendo familiares míos, porque hace tantísimo tiempo que no tengo contacto con ellos que no estoy cierto de que sepan que existo en este mundo. Parece que lo del contacto con gente de fuera de su secta es algo que tienen limitado a los solos efectos de la predicación, y que deben tener prohibido acercarse a nadie que tenga una formación sólida y les pueda hacer tambalearse en sus convicciones de que, con suertecilla, se van a meter en la cifra de ciento cuarenta y cuatro mil personas, ni una más ni una menos, que se van a salvar.

Mi primera experiencia con ellos fue, como casi siempre, un domingo por la mañana, momento en que salen a cazar incautos que no estén en misa. Creo recordar que yo era un chaval de primero o segundo año de universidad, cuyos padres y hermanos se habían ido a pasar el fin de semana al pueblo, y que, en suma, estaba solo en casa. El sábado por la noche no me acostado precisamente temprano, y ni siquiera estoy seguro de que lo hubiera hecho sereno, pero desde luego que sobrio del todo no había estado.

En estas circunstancias, encontrarse con el timbre de la puerta sonando a las nueve de la mañana del domingo sólo se puede calificar de devastador ¿Quién podría ser?, dije para mis adentros, pensando en que pudieran ser mis padres que hubieran vuelto del pueblo inopinadamente y se hubieran olvidado las llaves. Con este pensamiento, me levanté de la cama, me puse en posición digna, como para hacer ver que mi estado no era lamentable en absoluto, y arrimé mi ojo a la mirilla. Vi al otro lado de la puerta dos mujeres y, sin saber muy bien a qué atenerme, abrí. Una era joven y la otra mayor, que tal debe ser la composición habitual de los grupos proselitistas de los testigos.

- Buenos días - dije algo confuso.

- Buenos días - dijo la mayor, mientras me alargaba un ejemplar de 'Atalaya' -, queremos acercarte a Dios.

- ¿A... Dios?

- Sí, a Dios - dijo la joven - ¿Tú estás en contra de la violencia?

No sé si era la pregunta más adecuada para hacer a un joven a las nueve de la mañana de un domingo tras una noche de jolgorio.

- A favor, a favor - repuse -. Estoy a favor de la violencia - y debí poner una cara de irritación máxima -. He pensado votar a Herri Batasuna en las últimas elecciones.

Debió ser una respuesta inesperada. Las dos mujeres se miraron sin saber muy bien cómo proseguir su predicación.

- Bueno - dijo la joven, dando un paso atrás -, pues ten cuidado.

Ya no volví a verlas. Quiera Dios que hayan encontrado el camino recto y hayan vuelto al seno de la Iglesia y abandonado la superchería de su secta.

En mis años en Rusia, no vi un solo testigo de Jehová. Parece que Putin los tiene atados bien corto y que no permite que se desmande nadie que no sea ortodoxo o luterano, y que incluso a los católicos nos mira con prevención (pero de eso ya se ha escrito en esta bitácora muchísimas veces).

Eso sí, ha sido llegar a Bélgica y reaparecer los testigos en mi vida.

En nuestra primera casa, hace ya un par de años, volvía yo de correr por el bosque y estaba estirando antes de entrar en casa, cuando se paró junto a mí un señor que, por las trazas, debía andar por la cincuentena avanzada. Después de ponderar con amables palabras que dedicase un sábado por la mañana a cultivar el cuerpo, insinuó que debía hacer lo propio con el alma, y que Dios me ayudaría más de lo que sin duda ya lo hacía.

Por muy agradable que sea tal consejo, no es lo que espera oír alguien que vuelve a casa tras veinte kilómetros de triscar por el bosque y que sólo quiere estirar un poco para recuperar la musculatura y, acto seguido, meterse en la ducha a quitarse el sudor y las manchas de tierra. Este sentido de la oportunidad o, mejor, de la inoportunidad, debe ser algo que caracteriza a los testigos de Jehová, al menos a juzgar por las veces que han aparecido en mi vida.

Así y todo, uno ha recibido buena crianza y, salvo la penosa experiencia relatada más arriba, no está en mi naturaleza mandar a hacer gárgaras a mis interlocutores, por peñazo que sean.

- Por supuesto que también hay que ocuparse de cultivar el espíritu, tiene usted mucha razón - dije, mientras sujetaba el empeine para tensar el cuádriceps derecho.

El hombre, que iba solo, por lo que deduzco que no estaba de servicio ni formaba parte de un comando predicador organizado, vio el cielo abierto.

- ¡Claro que sí! Venga conmigo al salón del Reino, allí hablaremos de Dios.

Fue oír las palabras 'salón del Reino', caer en la cuenta de que era sábado, y darme cuenta de qué pie cojeaba mi espiritual heresiasca. Le dije, pues, que lo tenía claro si quería incorporarme a su congregación, que era católico a machamartillo, y que, si ni siquiera la Iglesia Católica en Bélgica me había hecho apostatar, lo más probable es que lo fuera a ser muchísimo tiempo más, y hasta toda la vida, si Dios quería.

Con una sonrisa beatífica, mi interlocutor lamentó mi, según él, errónea decisión, pero me invitó a acudir al salón del Reino, a donde él mismo corría peligro de llegar tarde, así que siguió su camino, y yo me agarré el otro empeine para recuperar el cuádriceps de la otra pierna.

Y así hasta el martes pasado, primero de mayo, en que volví a enfrentarme a una pareja de predicadores, esta vez de sexo masculino, pero igualmente uno de edad más avanzada y otro que estaría en sus últimos veinte. Llamaron a la puerta sobre las diez y media (que ya es otra cosa), mientras Ame y yo estábamos desayunando. Ame, que está lejos de ser el niño adorable que fue y se ha convertido en un adolescente con todo lo que ello significa, siguió desayunando como si tal cosa, y yo bajé a ver qué quería la pareja. Por suerte, no se dieron cuenta de que la puerta sigue abriéndose con empujarla un poco (de la puerta trataré otro día, espero), y estaban allí, tan campantes.

Dijeron ser de la comunidad de testigos de Jehová del municipio. Se me hace raro que la haya en Uccle, un lugar acomodado donde yo diría que la gente es, o católica, los menos, o directamente descreída a fuerza de molicie, desorden y posición económica acomodada, que debe ser el caso de la mayoría. Yo les dije que era católico y que el Señor había hecho en mí maravillas sin necesidad de escuchar monsergas como que Jesús no es Dios. Ellos dijeron que querían discutir de la Biblia conmigo, y que si hacía falta lo harían con mi Biblia. Yo repuse que mi Biblia, la que tengo a mano, estaba en ruso, y allí ya acabó la cuestión, porque parece que la Hightower no prepara a sus predicadores para tales eventualidades. Aún así, se quedaron con mi dirección y yo les dije que de mil amores les recibiría en otra ocasión. Y, añadí para mí, en otra ocasión en que no tenga el desayuno a medias.

Volverán, supongo, dentro de unos años. Cuando hayan aprendido ruso.

martes, 1 de mayo de 2018

Duodécimo aniversario, y San Vicente en Bélgica

La verdad es que hace unas dos semanas que empecé a escribir esta entrada, en uno de esos arranques de 'voy a volver a escribir con regularidad', que lamentablemente se han visto frenados por la dura realidad diaria, que no me deja demasiado lugar para florituras. De hecho, empecé a escribir el lunes siguiente al lunes de Pascua Florida, un bonito 16 de abril, y me he plantado en el primero de mayo con la entrada a medias. Y el primero de mayo es el cumpleaños de esta bitácora languideciente y siempre en espera de tiempos mejores que no llegan.

No voy a comentar demasiado el ritmo de publicación, que ya es demasiado evidente que no da más de sí. Es más, parece que nos vamos acercando a ese momento temible en que haya una sola entrada al año: la del aniversario. Bueno, la de Navidad también es casi obligatoria. Yo ya hago lo que puedo, pero los quehaceres cotidianos en esta Bruselas de mis entretelas me tienen desvelado y mucho más trabajado de lo que estaba en Moscú. Pero aquellos eran otros tiempos, con sus ventajas y sus inconvenientes, y es inútil añorarlos. Sigo pues con la entrada de entonces, porque...

Pasando a asuntos menos controvertidos, un lunes pasado se celebró el día de San Vicente Ferrer en todo el Reino de Valencia, cuyo patrón es, y además comenzó el año jubilar vicentino, que durará más de un año civil, porque San Vicente siempre es el lunes siguiente al de Pascua y, como la Pascua de 2019 será posterior a la de este año, el resultado es que tendremos más de doce meses de jubileo. Bienvenidos sean.

Es difícil exagerar la importancia del pare Vicent en Valencia. Basta con darse una vuelta por el centro de la ciudad y mirar en torno de uno, procurando, eso sí, no confundir a San Vicente Ferrer, que es el de la entrada de hoy, con San Vicente Mártir, que vivió algo más de un milenio antes que el primero y que, patrón de la ciudad de Valencia, tiene también un espacio muy importante en la misma. Pero no es el San Vicente del que toca escribir hoy.

San Vicente fue una de las personas más importantes de su tiempo, incluso en su vertiente civil. No sólo tuvo una actuación fundamental en la solución del cisma de Occidente, a pesar de su amistad con Benedicto XIII, sino que fue partícipe de uno de los acontecimentos que prepararon la unidad de España, cual fue el Compromiso de Caspe, al que acudió en representación del Reino de Valencia y donde su parecer fue decisivo para la elección de Fernando de Trastámara como monarca en la Corona de Aragón. El nieto de este Fernando sería otro Fernando que fue el artífice de la hegemonía española durante el principio de la Edad Moderna... pero ésa es otra historia.

A pesar de su enorme importancia como político, San Vicente nunca dejó de ser un dominico, un humilde miembro de la Orden de Predicadores, por muchos milagros que hiciera. Se pateó el Reino de Valencia, y varios países más, en todas direcciones, y casi siempre a pie, salvo cuando ya era de edad avanzada e iba subido a un asno. Su fuerte era la predicación, y se dice que tenía don de lenguas, y que los que lo escuchaban predicar le entendían en su propia lengua, a pesar de que San Vicente no hablaba sino latín y valenciano. Hace poco escuché en un programa de radio en el que se leyó su biografía que hablaba latín y español. El valenciano es una lengua española, ciertamente, pero, si se referían al castellano, parece que San Vicente no lo hablaba.

Entre los viajes que hizo San Vicente, y con notable anacronismo, sus biógrafos mencionan Bélgica. Bélgica no existió como tal hasta 1830, varios siglos tras la muerte del santo. En aquellos tiempos, las tierras que hoy son Bélgica eran un rompecabezas de ciudades libres, señoríos de distintos pelaje y feudos religiosos y seglares, que no adquireron cierta estructura unitaria hasta un siglo después, cuando nuestro Carlos I, que era de aquí (de Bélgica) los formó como un estado patrimonial de los Austrias.

Contra su costumbre, San Vicente parece que no llegó a pie a estas tierras, sino por mar, y que predicó en Brujas, que en aquel entonces era una ciudad opulenta entregada a un frenesí constructor (más o menos como la Valencia de unos años después). Sin embargo, y por más que he escudriñado a diestro y siniestro, poca cosa he encontrado de la posible visita de San Vicente, sino alguna referencia dudosa y hasta sospechas de que San Vicente no puso sus pies en Flandes.

Sea como fuere, quizá fuera uno de los primeros valencianos en moverse por aquí, y sirvan estas líneas de homenaje a su persona. Desde luego, no hay valenciano más ilustre desde que Valencia existe, ni es probable que lo vaya a haber en los próximos decenios, tal y como están las cosas por mi tierra, así que los que hoy vivimos en la actual Bélgica podemos sentirnos honrados por el hecho de que nuestro santo más destacado, antes de rendir su alma al Señor, decidiera darse una vuelta por estos andurriales y decir a los habitantes de Brujas que temieran a Dios y le dieran honor, pues estaba por llegar la hora de su juicio.

No sé si le darían crédito los flamencos de entonces. Sí que me temo que, si hoy se acercara San Vicente por aquí, lo tendría bien difícil, porque la predicación en esta ciudad tan descreída es cosa de valientes. Cómo estará el percal que esta mañana, supongo que aprovechando el día festivo, han aparecido por mi puerta dos testigos de Jehová con ánimo de convertirme, y yo creo que se han sentido aliviados de que no les cerrara la puerta en las narices, y hasta me han dado las gracias por no gritarles, antes bien, les he tratado con amabilidad a pesar de ser unos herejes de lo más horroroso. Lo de convertirme ya es harina de otro costal. Yo diría que tienen más posibilidades de convertir al busto de Pedro el Grande.

Pero ésa es otra historia, y deberá contarse en otro momento en que, a diferencia de hoy, no se haya hecho tarde.