El español, en su casa y rodeado de los suyos, puede ser bastante prudente y medir sus palabras, que, aunque se las lleve el viento, quién sabe a dónde se las va a llevar y dónde van a quedar recogidas en estos tiempos de grabadoras y redes sociales. Ya sé que no todo el mundo es así y que hay gente incapaz de callarse y de soltar las mayores barbaridades en el lugar más inadecuado, pero eso es relativamente poco frecuente y no hay que tomarlo como regla general.
En el extranjero, sin embargo, las cosas cambian. En el extranjero, los españoles somos mucho más desinhibidos que en casa. Contamos con que la gente no nos entiende y que, aunque nuestros interlocutores (o simples oyentes) hayan estudiado español, somos tan endiabladamente rápidos al hablar que no se enterarán de la misa la media. Así que somos capaces de soltar cuatro frescas con cierta garantía de impunidad.
En Rusia, por ejemplo, incluso en Moscú, tú ibas por la calle con otro español y podías estar despotricando de los rusos, de las rusas, del país y de lo mal que estaba todo montado, en la confianza de que ya no había ningún agente de la KGB siguiéndote y que lo que dijeras no te iba a suponer ningún disgusto en forma, por ejemplo, de expulsión del país o, lo que es peor, de corte de la calefacción. A veces te podías llevar algún disgusto, como cuando Roberto y yo estábamos comiendo en un restaurante regido por un jefe de aspecto oriental, y estaban tardando un poco en traernos la comida.
- A ver si el p*t* chino se da un poco de prisa, j*d*r - manifestó Roberto sus deseos en el académico castellano que solía utilizar.
El aludido giró la cabeza y no dijo una palabra, pero, cuando nos trajo finalmente la comida, añadió una disculpa.
- Perdonen por el retraso. Es que tenemos un cocinero enfermo.
Lo dijo en un castellano prácticamente perfecto. Luego supimos que lo había estado estudiando varios años y que varios de sus compañeros eran cubanos. Roberto asumió la metedura de pata, tragó saliva y allí no pasó nada.
En Bélgica, hablar castellano no garantiza la impunidad de lo que digas tanto como en Rusia. No es que mucha gente hable castellano, que también, sino que Bélgica en general, y Bruselas en particular, está trufada de hispanohablantes en general, y de españoles en particular, y algunos están muy mimetizados con el ambiente y disimulan cosa mala lo que son. Tienen un peligro que pá' qué.
Sin embargo, los pardillos imprudentes no escasean, y eso que una parte de la fauna española que puebla los otrora Países Bajos Españoles son políticos bragados en un montón de batallas, que dan la cara ante la prensa y sus contrincantes y que no tienen nada que aprender en lo tocante a astucias y navajazos varios.
El otro día, sin ir más lejos, estaba en el tren volviendo tranquilamente a Bruselas y enfrascado en mis estudios y elucubraciones, cuando oí algo de revuelo en el vagón en el que me encontraba. Por pura casualidad, me había sentado justo al lado del espacio del vagón adecuado para minusválidos. Normalmente, a falta de minusválidos, discapacitados, tullidos, o como quiera que se hagan llamar ahora, el espacio en cuestión se queda vacío y es ocupado por las maletas de quienes son demasiado perezosos para levantarlas y situarlas en los compartimentos superiores.
En esta ocasión, sin embargo, no fue así. Los encargados del tren retiraron las maletas y, poco después, introdujeron en el vagón y colocaron en el espacio en cuestión una silla de ruedas, ocupada por un hombre de entre treinta y cuarenta años, aunque su edad era bastante difícil de precisar, de cuerpo muy pequeño y movimientos lentos, cabeza apoyada en un reposacabezas y que, en general, tenía un aspecto poco corriente. Yo giré la cabeza y reconocí a un político español cuyo nombre no citaré por respeto al tradicional anonimato que rige sin excepciones en esta bitácora, pero cuya bitácora, a su vez, creo recordar que había sido seguida con regularidad por uno de los lectores que tienen (o tenían, vaya usted a saber) estas pantallas.
El tal político discapacitado fue situado, pues, en el lugar oportuno, y frente a él se situó su esposa, que hablaba con acento sudamericano. A su lado se sentó el que probablemente era su ayudante, o un asistente. El político despidió a los encargados del tren en un francés más que correcto, y el tren partió poco después.
Yo, que no voy buscando la compañía de los poderosos, por muy al lado que los tenga, seguí escribiendo un informe que tenía que presentar al día siguiente, haciendo caso omiso de su presencia. Y ellos, el político y sus compañeros, que no creyeron que a su lado hubiera nadie que entendiera el español, empezaron a hablar a sus anchas.
El lector avezado, y desde luego quienes hayan identificado a nuestro personaje a pesar de mis denodados esfuerzos por preservar su anonimato, ya sabrá que el susodicho político pertenece a un partido político que obtuvo un notable éxito en las últimas elecciones europeas, y que se ha hecho muy conocido en España al situarlo varios sondeos como posible lista más votada si las elecciones a Cortes Generales se celebraran hoy.
Así las cosas, mi informe iba avanzando con bastante rapidez, y yo no pude evitar poner la oreja y escuchar la conversación de quien, de hacer caso a los sondeos, de aquí a poco va a ocupar un cargo de altísima responsabilidad en el que, a pesar de todos los años que llevo dando tumbos por esos mundos, no dejará nunca de ser mi país.
La conversación, en realidad, fue lo que los anglosajones llaman un brainstorming, y los españoles debemos llamar tormenta (o lluvia) de ideas, pero desgraciadamente también terminamos por llamar brainstorming. Al parecer, el partido político al que pertence nuestro personaje estaba dilucidando el eslogan que iban a utilizar en alguna próxima campaña electoral, de las que en España vamos a estar sobrados en el año que comienza dentro de unos días.
La conclusión a la que llegué es que nuestro personaje, que no es tonto, es difícil de contentar con cualquier cosa. Es bastante exigente y entiendo que hace bien, porque para ello cobra. Llegué a otra conclusión, y es que nuestro personaje realmente cree lo que piensa, lo cual es digno de aplauso, desde luego, pero, dependiendo de lo que piense, puede tener su punto de peligro. Por ejemplo:
- El eslogan podría ser "El año de la decencia." - le sugirió su asistente.
- Bueno, vale, -dijo el político- pero eso de la decencia es algo muy peligroso. Porque, ¿quién define lo que es la decencia? Si la decencia es lo que dice la Biblia, entonces eso no vale. La decencia tiene que ser algo que definamos nosotros.
Es poco probable que nuestro político haya leído la Biblia, en la que desde luego no hay ninguna definición de nada, y tampoco de decencia. Sin embargo, esa forma de razonar me lleva a una tercera conclusión, lamentablemente hegemónica en cualquiera que sea (o más bien se considere) de izquierdas en España, y que nuestro personaje, y sus compañeros de partido, tienen algo en contra de la Religión. Mejor dicho, tienen algo en contra del Cristianismo, porque religión tienen, y todo indican que lo que pretenden es reemplazar la actual por una en la que las normas morales - y la decencia - sean definidas por ellos.
Quizá ellos crean ser originales, pero la verdad es que si realmente hubieran leído (y entendido) la Biblia, ya se darían cuenta de que precisamente eso, definir qué está bien y qué está mal, es la prerrogativa de Dios, y que pretender imponer su propia definición supone, lo llamen como lo llamen, sustituir a Dios, lo cual precisamente, es la tentación con la cual la serpiente engañó a Eva.
Si ya desde el Génesis esto es así, tenemos, sin remontarnos a tanto, que la pretensión de toda Revolución es sustituir las normas morales y el sistema de valores imperantes por los propios. Los jacobinos franceses lo hicieron, y hasta cambiaron el calendario; y de los bolcheviques mejor no digo mucho.
El problema no es sólo el cambio en el sistema de valores, que también, sino que los revolucionarios (y estos chicos son herederos de los revolucionarios) no suelen ser muy respetuosos con los disidentes. Los tormentos más espantosos del Antiguo Régimen son cosquillas en la planta de los pies, comparados con los genocidios que, en nombre del progreso, ha padecido la Humanidad en los últimos dos siglos largos.
Es posible que quien lea esto opine que no hay para tanto, y que en las circunstancias actuales no es concebible que se repitan los horrores de otras fechas. Es más, dirán, el propio partido político al que pertenece el protagonista de estas líneas ha moderado notablemente su discurso, y el programa finalmente aprobado en su congreso fundacional está muy lejos de las medidas que propugnaban en el programa con el cual se presentaron a las elecciones europeas.
Puede. Ojalá. Pero no me lo creo ni un poquito y, si no, podemos seguir escuchando a nuestro político, fuera de micrófono e ignorante de que un disimulado compatriota, metro y medio más allá de su silla de ruedas, y aparentemente concentrado en sus asuntos, no perdía ripio de la tormenta de ideas que el político y su asistente estaban desarrollando.
- ¿Y si, en vez de El año de la decencia, ponemos El año que recuperaste la dignidad? - espetó el asistente.
- Puede ser, puede ser... - dijo el político.
Tras una breve meditación, prosiguió con éstas, o muy parecidas, palabras:
- Mira, para mí, en nuestro programa, lo más importante es apoyar a las personas que están durmiendo debajo de un puente. Eso que decimos tanto, de la democracia directa y todo eso, para mí es muy secundario. Lo importante es apoyar a los marginados.
Lenin podría haber dicho estas palabras y, de hecho, estoy prácticamente seguro de que las dijo en algún momento, porque, una vez más, lo que dice nuestro héroe tiene muy poco de original. Es una perífrasis de uno de los principios más diabólicos (y, lamentablemente, más en uso) que se aplican desde que el mundo el mundo: El fin justifica los medios. La formulación clásica de este principio es la de Maquiavelo, pero tras él lo han seguido todos los filántropos que, para alcanzar un fin admisiblemente bueno, no dudan en romper todos los huevos que hagan falta, aunque en el camino causen más perjuicio que el bien que van a hacer.
Indudablemente, apoyar a los marginados está muy bien. Así lo hiciéramos todos, porras. El problema es que un revolucionario no duda en pasar por encima de lo que sea para conseguirlo. Si hay que renunciar a la democracia directa, se renuncia; si hay que extender la pobreza y dar caña a los ricos y potentados, se hace; si hay que hacer creer al votante que no somos tan malos y que nosotros mismos creemos que nuestro programa de mayo era una exgeración, se hace ¿Por qué no? Decir la verdad es mucho menos importante que el fin último.
Los maestros están ahí para guiarnos. Lenin es el auténtico prototipo de revolucionario de manual, y éstos lo siguen a pies juntillas, con sólo ligeros cambios cosméticos. Todo el poder a los sóviets (soy consciente de que 'sóviet' sólo quiere decir 'consejo' en ruso, cosa que suena mucho más inofensiva) casa estupendamente con el papel de los 'círculos', con tal de sustituir una palabra por otra. Es más, la palabra, 'círculos', en España, y aún hoy, es la típica organización... del carlismo, no precisamente del bolchevismo.
Rebajar el programa de máximos es otra maniobra típicamente leninista. Lenin, un tío con una flexibilidad táctica increíble, se tragó durante varios años sus principios y lanzó la NEP, que él debía considerar un sistema asquerosamente capitalista, con tal de salvar los muebles y sobrevivir. Pero, en cuanto fue posible, la NEP se fue a hacer gárgaras y comenzaron las purgas en gran escala.
Yo no es que sea el que el corre más peligro si estos chicos llegan al gobierno, pero, en cuanto alguno de ellos diga ante un contratiempo Dos pasos adelante, un paso atrás o la no menos clásica Libertad, ¿para qué?, más vale prepararse para lo peor.
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