Hace unas cuantas entradas, Babunita insertó un comentario en la entrada sobre Zinaida Serebryakova, citando el famoso cuadro de la princesa Tarakanova en la cárcel, y entonces ya escribí que eso me daba una idea para una serie de entradas, que fatalmente van a ser sumamente gafapastosas, pero qué le vamos a hacer si las ideas vienen por ahí. Y así, comenzamos por el hecho de que Rusia, hasta 1917 (o 1923, si tenemos en cuenta el régimen blanco del general Dieterichs, con sede en Vladivostok), era una monarquía hereditaria.
Las monarquías hereditarias se basan en que la legitimidad del jefe del estado se basa en la pertenencia a una familia determinada y a un orden específico de sucesión, normalmente de padres a hijos. Esto suele dar una gran estabilidad a los países que adoptan tal forma de gobierno, y que históricamente han sido casi todos, pero tiene el problema de que, cuando hay un cambio inesperado en ese orden específico de sucesión, se arma la gorda. Es lo que tiene la legitimidad.
En España, cuando hay algún problemilla sucesorio que altera ese orden, dirimimos nuestras diferencias a base de tortas y guerra civil, ya desde los visigodos, pasando por Sancho IV de Castilla contra los infantes de la Cerda, o por Pedro I el Cruel contra Enrique de Trastámara, o por Fernando de Antequera contra Jaime de Urgel, o por el archiduque Carlos contra Felipe V, o por la infanta Isabel contra Carlos V (y los sucesores de ambos). Cuando hay lío, pues guerra civil que te crio, y adelante.
Pero, cuando acaba la guerra civil, lo normal sería en aquellos tiempos oscuros que el candidato derrotado fuera muerto por el victorioso. Sería lo normal, pero en España esta norma no se cumple, salvo con una excepción, precisamente Pedro el Cruel, y eso en un combate cuerpo a cuerpo con su rival y hermanastro, que lo mató poco menos que en defensa propia. Los demás candidatos derrotados, no es que lo pasaran bien, pero normalmente salían bien parados. Los sucesores de los infantes de la Cerda, tras unas cuantas guerras civiles en Castilla, se convirtieron en duques de Medinaceli con grandeza de España, que habrá que reconocer que no está mal, para haber perdido la guerra. Jaime de Urgel fue encerrado en Figueras y murió poco después (vale, a éste le fue chungo), pero el archiduque Carlos se convirtió, en lugar de en Rey de España, en Emperador del Sacro Imperio y Rey de Hungría, que posiblemente esté incluso mejor en el escalafón monárquico que ser Rey de España. Y, en cuanto a Carlos V y sus sucesores, pasaron su vida en el exilio, pero nadie pensó en asesinarlos. Vamos, que en España no matamos a nuestros reyes.
En otros países, cuando tienen lío, son mucho menos escrupulosos y sí que matan a sus reyes. Los ingleses, por ejemplo, como cuando Ricardo III encarceló a sus sobrinos, que debían haber sucedido a su hermano, en la Torre de Londres, de donde ya no saldrían, sin que quede muy claro qué fue de ellos, pero seguro que no pasó nada bueno. O como cuando Carlos I fue asesinado a manos de los republicanos de Cromwell.
O los franceses ¡Anda que no son buenos los franceses, cuando se ponen chulos! Luis XVI, es sabido, murio guillotinado en 1793, así que los monárquicos franceses reconocieron como rey de Francia a su hijo, el Delfín, que tenía ocho años, con el nombre de Luis XVII. Los revolucionarios franceses, que por alguna razón que se me escapa tienen buena prensa, gente humanitaria donde las haya, que sólo pensaban en la libertad, igualdad y fraternidad... o muerte, lo tenían encerrado en el Temple, donde lo mataban de hambre en unas condiciones higiénicas lamentables, hasta que efectivamente murió en 1795 ¿A que mola la Revolución?
En ambos casos, las circunstancias de la muerte eran poco claras. Tanto en Inglaterra como en Francia (y fuera de Francia) hubo en los años siguientes bastantes impostores que se hicieron pasar por los príncipes de la Torre o por el Delfín, pero sin mucho éxito. En el caso inglés, Enrique VII, el primero de los Tudor, no se iba con chiquitas y se apiolaba a todo el que tuviera pretensiones a la corona, por remotas que fueran; en el caso francés, los años que siguieron fueron bastante revueltos, y las reivindicaciones monárquicas legitimistas, y más si son dudosas, perdieron bastante fuerza. Hubo algún que otro impostor, el más importante de los cuales es el de la foto de arriba, pero no es que les tomase nadie demasiado en serio.
En Rusia, como en tantas otras cosas, no iban a ser menos que en las otras monarquías europeas. Al contrario, iban a ser más. Pero, como ya me he alargado mucho, lo dejo para una próxima entrada, que hoy se hace tarde.
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