Hace unas cuantas entradas, un comentarista (
Cid6cuerdas, para ser exactos) comentaba el ambiente de su clase de ruso comparándolo con mi definición con retranca de rusófilo. El comentario me hizo mucha gracia y me recordó mis primeros escarceos con el ruso, que tuvieron lugar en tiempos bastante remotos, cuando los rusos eran, todos ellos, el enemigo, y apenas ninguno había asomado la nariz por España.
La cosa comenzó cuando un par de adolescentes valencianos salían del templo del saber idiomático del Cap i Casal, la entonces Escuela de Idiomas (hoy, tras su normalización, "Escola d'Idiomes"), después de haber terminado todos los cursos allí posibles de alemán y de inglés. Uno de ellos era Alfor von Buchweizen y escribe estas líneas; al otro lo vamos a llamar Sepp von der Ebene.
Salían, pues, muy contentillos, supongo que como sale todo alumno que acaba de terminar el curso y que ha conseguido aprobar, y con el aprobado ha obtenido un papel en que daban sus estudios de dos idiomas por finalizados. En la euforia del momento, Alfor y Sepp conversaban animadamente sobre cómo se las habían apañado para sacar el curso de alemán a trancas y barrancas, a pesar de tener más faltas de asistencia que un diputado autonómico.
- Y, el curso que viene, ¿qué hacemos?
- Mmm... no sé. Desde luego, con el alemán y el inglés ya hemos terminado.
- Igual podemos apuntarnos a otro idioma.
- ¿Otro?
A lo mejor hoy día no es muy difícil encontrarse a españoles que hablen más de dos idiomas extranjeros. En aquel entonces, lo normal era tener nociones básicas de uno, suficientes como para destrozarlo y no enterarse de la misa la media, y quizá de dos; pero encontrar a gente que conociera tres idiomas extranjeros era algo entre insultante o directamente obsceno, y en todo caso propio de frikis. Claro que entonces los frikis no se habían inventado, o al menos no se había inventado la palabra, pero allí estaban aquéllos dos para irle dando forma al concepto.
- Pues sí, otro.
- Buf, pues podemos elegir entre francés y ruso.
Hoy día la oferta ha mejorado, te puedes matricular en diez idiomas y salir de allí más políglota que Juan Pablo II, pero en aquel entonces no había más que cuatro opciones, y dos ya las habíamos agotado, así que no quedaban más que las otras dos.
- ¿Nos apuntamos a francés?
- ¿Qué dices? ¿A gabacho?
- Bueno, bien pensado...
- ¡No! ¡A gabacho no! Además, el gabacho es odioso. Ah, y es valenciano algo transformado. En un par de semanas chapurreamos sin problemas, si nos ponemos.
Eso debía ser la euforia de haberlo aprobado todo.
- Bueno, pues sólo queda el ruso.
- Mmm... el ruso.
- ¿A que no hay huevos?
- ¿Que no? ¿A que sí?
- No estaría mal.
- Sí, sí...
- Además, la invasión es inminente.
- Claro.
- Vale, pues decidido, el curso que viene nos matriculamos de ruso. Esa lengua de rojos.
Porque, efectivamente, el ruso era una lengua de rojos y, en aquel entonces, parecía que lo sería eternamente. No, todavía no había tenido lugar el XXVII congreso del PCUS y los dirigentes de la Unión Soviética eran un grupo de matusalenes con hoz y martillo que la diñaban periódicamente y daban paso al siguiente abuelete.
Pasó el verano, y a Sepp se le debió ir pasando la audacia con el calor, porque, llegado el momento, le dio a Alfor las excusas suficientes como para que éste comprendiera que no estaba por la tarea de pasar cinco horas a la semana descifrando textos escritos con unas letras tan raras. Pero Alfor, hiciera calor o no, seguía con la euforia de junio, así que, ni corto ni perezoso, hizo la cola correspondiente, pagó las tasas y a mediados de octubre, con el comienzo del curso, se presentó en el aula que le tocaba a su grupo, y allí empezó el verdadero primer contacto con la lengua rusa.
Así que mis motivaciones para empezar con el ruso fueron ésas: un arranque "pensat i fet" de un adolescente valenciano difícil de clasificar. Ahora bien, hay muchísima gente que ha comenzado con el ruso, y muchísima menos que ha terminado pudiendo decir que lo habla, lo que nos lleva a que lo importante es la persistencia y el proceso de aprendizaje. En esto, como en tantísimas otras cosas, la primera impresión es muy importante, porque, como tantas veces hemos oído, no hay una segunda primera impresión.
Pero de mi primera impresión con el ruso, o sea, de mi primera clase de ruso, tocará escribir en la próxima entrada. Porque hoy se hace tarde.