A despecho de las mismas, junio está siendo una sucesión de viajes y de todo tipo de martingalas, de muchas de las cuales no hay que culpar a nadie más que a mí mismo. Nadie me obligó a inscribirme el 1 de junio en una media maratón, sino que lo hice por voluntad propia. Sí, son veintiún kilómetros y forman parte de mi entrenamiento, pero no competía en ninguna desde nada menos que octubre de 2012, cosa de la que pronto hará trece años.
Aunque uno tiene ya una edad a la que no se encuentra mucha gente dispuesta a meterse esos veintiún kilómetros entre las piernas, yo pensaba que no me iba a costar demasiado bajar de dos horas. No es que yo sea una fiera atlética, ni mucho menos, porque mi mejor marca, precisamente en ese 2012, es de una hora y 44 minutos, que desde luego no es para tirar cohetes ni tampoco para presumir demasiado. Pero bajar de dos horas es algo que he hecho de vez en cuando en algún entrenamiento cuando las circunstancias han acompañado, es decir, perfil llano, buen tiempo, haber dormido bien y haber comido a su debido tiempo. Y, si lo hice en entrenamientos, pensé que con más motivo lo haría en competición, porque es bien sabido que en dichas circunstancias las marcas se mejoran bastante, aunque en sentido estricto uno termina por competir contra sí mismo, sin aspiración alguna de ganar nada de nada, pero acompañado de otros corredores populares entre los que se desarrolla un estímulo de mejora, también conocido como 'pique'.
Para la preparación no hice nada que no hiciera habitualmente para carreras de diez kilómetros, que son las que corro habitualmente. Por cierto que la carrera no iba a tener lugar en Bélgica, sino en los alrededores de Valencia. Competir en Bélgica nunca me ha apetecido mucho, en primer lugar, porque las carreras son incomprensiblemente caras y, por si fuera poco, porque también son incómodas; a despecho de su precio exorbitante, hay demasiados participantes. El día que vi a los participantes en los veinte kilómetros de Bruselas ir apelotonados en el kilómetro siete, pasando por el 'Bois de la Cambre', ya me di cuenta de que las carreras tan masivas no eran para mí y seguí entrenando a mis anchas por otra zona del mismo 'bois'.
En Valencia no es que corra menos gente. Probablemente sea al contrario. Lo que sí que sucede es que hay mucha más oferta. En un fin de semana cualquiera, hay varios pueblos que organizan su propia carrera, así que los corredores se van dividiendo entre las distintas posibilidades. En Bélgica, en cambio, los veinte kilómetros de Bruselas, o los diez de Uccle, que también existen, son acontecimientos únicos, quizá en todo el país, de modo que quienes tienen el gusanillo de correr desarrollado terminan por apelotonarse en la carrera que toca. Y así nos va, que los que se tocan son los corredores por pura falta de espacio entre uno y otro.
El caso es que, en esto, uno de mis hermanos me llamó la atención sobre una media que coincidía con una estancia mía en Valencia y que tenía lugar en una ciudad muy cercana al 'cap i casal' que, además, se ha hecho famosa en toda España por ser la cuna de una de las personas más famosas de todo el país, ya que últimamente sale a diario en la prensa y en la televisión por sus méritos adquiridos al servicio de España, sin que el hecho de que, según todos los indicios, se haya (presuntamente) embolsado algunas cantidades más allá de su salario, cantidades que puntualmente parece haber invertido en su solaz y en conocer gente más allá de su círculo íntimo, sean mácula alguna en la abnegación que ha mostrado a lo largo de toda su carrera.
Como se hace tarde, la entrada se alarga, y no es cuestión de entrar en detalles sobre este asunto que apenas queda esbozado, es hora de publicar lo que hay y dejar la continuación de este relato para la próxima entrega, que llegará, si Dios quiere, a no tardar.
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