Cuando uno pensaba que hacía tiempo que todo había terminado, he aquí que llega una pedrada desde el pasado para dar el cierre definitivo a un período de mi vida (y de esta bitácora) que ya pasó irremediablemente.
Aeroflot, esa línea aérea que me transportó de la Ceca a la Meca (bueno, de Moscú a donde fuera, normalmente Madrid) ha decidido que, después de diez años de no utilizar sus servicios, ha llegado la hora de darme de baja automáticamente de su programa de fidelidad. Bueno, a no ser que algún participante del programa me pase alguna milla que le sobre o, por lo menos, que me meta en mi espacio personal del programa. Se conforman con poco, pero me temo que, a estas alturas y en plena guerra, no me merece especialmente la pena conservar ese programa de fidelidad.
Sobre todo, teniendo en cuenta que el espacio aéreo de la Unión Europea está cerrado para los vuelos de Aeroflot.
Me da penica, porque Aeroflot ha sido protagonista de grandes momentos de mi vida y de esta bitácora. Uno se acuerda de aquellos tiempos en los que todavía no había teléfonos inteligentes ni aplicaciones de líneas aéreas y había que comprar los billetes a pelo, en las propias oficinas de la compañía o en alguna agencia de viajes, lo cual dio pie a situaciones tan curiosas como ésta. Vamos, que hubo un tiempo en que llegué a tener la tarjeta plata (la oro era para los muy expertos), con pase a las salas VIP de Aeroflot, cosa que merecía mucho la pena. Y culminamos la serie con uno de los últimos viajes, en que estuve pensando si convertirme al judaísmo. Al menos desde el punto de vista culinario, claro.
No sé si volveré a volar con Aeroflot algún día, pero lo cierto es que uno, al final, termina recordando las cosas buenas y riéndose de las malas, porque ya pasaron. Al final, romper el último vínculo con la compañía aérea que más me ha hecho sufrir y reír, pero que no deja indiferente, es como cuando un amigo se va: algo se muere en el alma.
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