En los últimos tiempos he tenido a varios grupos de amigos en mi casa de Bruselas, visitando el país. Bélgica les parece muy bonita, sobre todo a quienes han tenido la suerte de visitarla con buen tiempo, pero también a los otros, que han tenido la ocasión de disfrutar de ciudades como Brujas o Gante, o Lovaina, a las que, por cierto, esta bitácora también deberá referirse más pronto que tarde.
El caso es que, tras mucho pateo durante el día, llega el atardecer y la fatiga, y una ojeada a las noticias que vienen de España. Como cualquier español sabe, y más si ha estado por España recientemente, en la prensa no se ha estado hablando más que del piquito del ya ex-presidente de la Federación de Fútbol a una de las jugadoras de la selección femenina de fútbol o, pasando a asuntos de la actualidad política, del hecho de que la gobernabilidad de España está en manos de quien más claramente aspira a disgregarla.
Noticias como éstas, que no son buenas, han ido creando el desasosiego en mis invitados, que indefectible piensan en el efecto que tendrán sobre la opinión pública en el extranjero. Mis invitados consideran que la imagen de España en el extranjero es mala y que estas noticias nos van a acabar convirtiendo en el hazmerreír de Europa entera. Porque España es diferente, y peor, que los países de nuestro entorno.
Es curioso cómo la autoflagelación se enseñorea de los españoles, no sé por qué motivo preocupados por lo que los demás piensen sobre nosotros. Para los que estamos fuera y no estamos sometidos a la propaganda televisiva que padecen los residentes en España, creo que es bastante evidente que España no es diferente a los países de nuestro entorno. Cada país tiene sus propias miserias, a las que no hacemos caso en España porque estamos concentrados en lamernos nuestras propias heridas imaginarias.
Pongamos el caso de Bélgica. En lugar de rasgarse las vestiduras por el piquito de Rubiales (que hubiera pasado totalmente desapercibido de haber sucedido en un país que no estuviera gobernado por una caterva de locas), el país está concentrado en el “pipigate”, que afecta al Ministro de Justicia belga, un liberal flamenco que no hace mucho que celebró su cumpleaños por todo lo alto e invitó a sus amigachos de juventud. Sus amigachos, que eran una banda de heavies a los que sólo la edad y la alopecia han obligado a prescindir de la melena, pillaron una cogorza de campeonato y se dedicaron a reverdecer laureles enfrentándose con la policía. La policía que tenían más cercana resultó ser el vehículo de escolta del ministro, aparcado frente a la residencia donde tenía lugar la francachela, así que hasta en tres ocasiones salieron de la casa y mearon toda la cerveza que habían ingerido sobre el coche.
Los escoltas se lo tomaron a mal. No reaccionaron de momento, pero de alguna manera el asunto llegó a la prensa, que dijo que había sido el propio ministro de Justicia uno de los autores del desaguisado.
Rápidamente, el ministro convocó a la prensa para desmentir tamaña afirmación. Hay que decir que la forma de desmentirlo fue, cuanto menos, original, porque mostró en su propio ordenador portátil imágenes que le mostraban a él, posiblemente tan pedo o más que sus amigachos, orinando desnudo sobre un colega, o sobre el césped, en otro lado de la casa, mientras explicaba muy serio que, como se trataba de él mismo, no podía estar al mismo tiempo meando al coche de la policía, y que los que habían hecho eso eran tres amigos suyos, cuyo comportamiento desaprobaba. Eso es el actual ministro de Justicia belga. No me dirán los lectores que se trata de un asunto mucho más gracioso que el del piquito de Rubiales. Pues en España, ensimismados en nuestra propia basura, ni nos hemos enterado de esto.
¿Y del escándalo político de que el gobierno de España esté en manos de quienes aspiran a disgregarla? Eso es algo que en Bélgica no debe siquiera llamar la atención. El partido más votado en Bélgica en la Alianza Neoflamenca (por cierto, el que da apoyo a Puigdemont), un partido independentista que aspira a que Bélgica desparezca, porque defiende la secesión de Flandes, donde vive bastante más de la mitad de la población, y que en el Parlamento Europeo es tan de derecha que comparte grupo parlamentario con los polacos de Ley y Justicia y con Vox, a los que la prensa española tilda de extrema derecha un día sí y otro también. Pero es que el segundo partido más votado en Flandes, y creciendo, es Vlaams Belang, que está bastante más a la derecha de la Alianza Neoflamenca y para el que, supongo, la prensa española carece de calificativos, por haberlos gastado todos para adjetivar a los anteriores. En este contexto de ingobernabilidad, que un prófugo de la justicia española condicione el gobierno de un país es algo que sólo puede considerarse anecdótico y un hecho curioso, como mucho.
En fin, que no. Que no hay país que no tenga sus miserias y que los españoles hacemos muy mal en creer que las nuestras son las más vergonzantes, porque no es cierto. Y eso por no pararnos en cosas como el Reino Unido y los sucesivos ridículos brexiteros, el gerontófilo presidente francés o el canciller alemán, últimamente aparecido con un parche en el ojo. Y ya no me paro a hablar de Italia, porque los italianos se llevan la palma con diferencia y, sin embargo, no se sabe cómo, se las arreglan para mantener el estilazo.
Me detendría más a referir situaciones ridículas que afectan a otros países menores que los que he mencionado arriba, pero eso daría lugar a una entrada larguísima, y el tren en el que me encuentro se halla cerca de su estación destino, París Este. Como no quiero guardar los bártulos de escritura aprisa y corriendo, mejor será que vaya concluyendo esta entrada, antes de que se haga tarde.