Tiene su guasa que en el ayuntamiento de Bruselas pongan, como mandamás de Bruselas, a la "República francesa", que, nos pongamos como nos pongamos, desde luego que no es un mandamás, porque tampoco es una persona. Pero ahí la tenemos, como un monarca más, en una de las paredes del ayuntamiento de Bruselas.
La cosa ya venía calentita. José II, como hemos visto, era un señor muy metomentodo, incluso en materia litúrgica. Ello provocó el cabreo de la gente de religión, que era la mayoría de la población por goleada, porque ochenta años de guerra contra los herejes tienen ese tipo de consecuencias. En enero de 1789, antes de la Revolución Francesa, las provincias de Henao y Brabante se declararon en huelga fiscal, como se dice ahora, es decir, que no pagaron los tributos imperiales (técnicamente, los Países Bajos Austríacos pertenecían al Sacro Imperio). José II, que además era el emperador de ese mismo Sacro Imperio, se enfadó lo suyo y envió a sus tropas a ocupar Henao militarmente y, de paso, eliminó todas las libertades de los territorios en cuestión, la famosa Joyeuse Entrée. No olvidemos que este pollo tiene calle, y calle principal, en Bruselas, mientras que los reyes de España, que no tocaron una coma de dichas libertades, están por entrar en el callejero de casi cualquier ciudad belga, con alguna honrosa excepción.
Entretanto, las cosas empezaron a torcerse por Francia, con la revolución que estallaba por allí en forma de toma de la Bastilla, mientras las sociedades secretas comenzaban a extenderse por Bélgica, y un ejército patriótico se formaba en las Provincias Unidas, e invadía los Países Bajos meridionales, donde no les esperaba nadie. El 24 de octubre, tras tomar Hoogstraaten, promulgaron un manifiesto independentista, el manifiesto brabanzón, que marca el comienzo de la Revolución Brabanzona. El ejército imperial, de algo más de dos mil soldados, se lanzó poco después contra el revolucionario, más o menos del mismo tamaño, pero nada profesional, excepto su comandante, que decidió fortificar Turnhout y obligar al ejército imperial a afrontar una lucha callejera en lugar de maniobras a campo abierto. La táctica le salió bien, y el ejército imperial tuvo que retirarse, sin apenas bajas, vale, pero sin tomar la ciudad. Los revolucionarios habían ganado y, como buenos insurrectos, les faltó tiempo para engrandecer aquella escaramuza como si fuera la batalla de Arbelas y hubieran destrozado al ejército persa. Y se vinieron arriba.
Efectivamente, aquello desembocó en un alzamiento general, que culminó el 7 de enero de 1790, en Bruselas, cuando los Estados Generales proclamaron la independencia de los Estados Unidos Belgas, nombre que aparece por primera vez desde Julio César unido a una entidad política. De momento, la revolución fue bastante más pía que el despótico-ilustrado gobierno austríaco y, de hecho, los Estados Generales representaron a los tres estados, clero incluido, y oyeron misa antes de reunirse. Al principio, la cosa marchó bien, el gobernador austríaco pusopies en polvorosa y los rebeldes obtuvieron la rendición de la guarnición imperial de Amberes, con lo que toda la actual Bélgica al occidente del obispado de Lieja les pertenecía.
Esta revolución recuerda mucho lo que sucedió poco después de 1568, cuando la rebelión contra Felipe II, en que hubo una provincia que no quiso saber nada de la rebelión, y esta provincia es Luxemburgo (que entonces era el doble del Gran Ducado actual). Namur, en cambio, que en aquel tiempo había permanecido fiel a Felipe II, en 1790 se unió a los Estados Unidos.
Lieja tuvo también su revolución, como hemos visto, pero ésta sí fue anticlerical a tope y se centró en echar al Príncipe-Obispo y terminaría por someterse a los revolucionarios franceses, otros anticlericales de libro.
El caso es que en febrero de 1790 murió José II y le sucedió su hermano Leopoldo, que preparó concienzudamente la reconquista de los territorios rebeldes, primero en el plano internacional, en que los logró aislar completamente, y enseguida en el plano militar. En septiembre de 1790, el Imperio contraatacó, desde sus bases de Luxemburgo, y lo hizo más o menos como los tercios cuando don Juan de Austria y Alejandro Farnesio los condujeron de vuelta a Flandes. Los austríacos derrotaron a los belgas en Falmagne, Namur se rindió en noviembre y, para principios de diciembre, todo el territorio estaba sometido. Bruselas se rindió el 2 de diciembre, una fecha que luego sería muy bonapartista, pero entonces ni siquiera se sabía quién era ese Bonaparte.
La cosa no quedó tranquila; bueno, ni en los Países Bajos ni en ningún sitio de toda Europa, pero ahí menos. 1791 pasó como se pudo, y Leopoldo II murió el 1 de marzo de 1792. Su sucesor, Francisco II, se unió a la coalición contra la República Francesa y, por supuesto, Bélgica volvió a ser campo de batalla. Al principio, la cosa fue mal (bueno, mal desde el punto de vista contrarrevolucionario, que cualquier lector de esta bitácora sospechará que es el mío). Los ejércitos de la coalición se llevaron dos soberanos sopapos en Valmy y Jemappes, ésta última frente a los austríacos, en noviembre de 1792. Los revolucionarios franceses entraron en Bruselas y anexionaron toda la región a la República Francesa, con lo que Bruselas pasó de capital de los Países Bajos Austríacos a simple cabeza de departamento francés, lo cual no sé cómo describirlo sino como una degradación. De hecho, recordamos que la revolución brabanzona tenía un tufillo clerical, frente a los abusos de José II, mientras que de los revolucionarios franceses la Iglesia no podía esperar nada bueno, y así fue cómo se dedicaron a saquear conventos y quemar iglesias. Eso sí, en marzo de 1793 el Imperio volvió a contraatacar, y esto ya parece una película de ciencia ficción, derrotó a los ejércitos revolucionarios en Neerwinden, y Francisco II entró triunfante en Bruselas, e incluso juró la Joyeuse Entrée, para satisfacción de sus súbditos.
El último dominio austríaco duró cosa de un año más. En verano de 1794, los ejércitos revolucionarios, que ya habían inventado las levas masivas y se estaban convirtiendo en la maquinaria de guerra que arrasaría Europa durante los siguientes veinte años, derrotaron a los imperiales en Fleurus, y éstos salieron de Bélgica para no volver: los franceses entraron poco después en Bruselas, de donde no salieron hasta la batalla de Waterloo. Bueno, de Waterloo habrá que escribir en algún momento, no en vano está a pocos kilómetros de mi casa. En estos años, excepcionalmente, los frentes sólo se acercaron a Bruselas en la campaña de 1815, porque la invasión del año anterior apenas se puede llamar frente.
Económicamente, a Bruselas le fue bien, porque se convirtió en un centro textil de importancia, ya que Napoleón estaba enfadadillo con el Reino Unido, que entonces era la fábrica de Europa, y la sometió al bloqueo continental, con lo que eliminó la competencia para Bruselas; políticamente, Bruselas se quedó como capitalita del departamento del Dyle, muy lejos de lo que había sido hasta entonces.
Y entonces llegó junio de 1815 y el fin del Primer Imperio Francés. Había que ver qué pasaba con Bruselas y con los antiguos Países Bajos meridionales tras el Congreso de Viena.
Pero eso lo veremos más adelante, que hoy se hace tarde.