He estado pensando mucho tiempo si escribir esta serie de entradas, que van a tratar sobre un suceso que, no por esperado, dejó de ser triste, como es el fallecimiento de un ser querido. Pero han transcurrido varios meses desde el suceso, posiblemente el fallecimiento de otro ser querido esté más cercano de lo que quisiera y, al fin y a la postre, escribir y tratar de obtener una sonrisa incluso de las situaciones menos propicias para ello no deja de tener un efecto terapéutico.
A primeros de septiembre, no mucho después de los viajes por los Países Bajos que han venido llenando (poco, y muy esporádicamente) las pantallas de esta vuestra bitácora, me llegó una comunicación con muy mala pinta desde Valencia.
Reyrata, que es mi hermano pequeño y bastante menor que yo, me dijo que nuestra madre estaba en el hospital, inconsciente. En el fondo, todos pensábamos que difícilmente terminaría el año en este mundo, tal era el estado de postración en que la veíamos. Cada vez que me daba una vuelta por Valencia, se veía que decaía a ojos vistas, y últimamente no era capaz, no ya de valerse por sí misma, que eso ya hacía años que estaba más allá de sus posibilidades, sino de mantener una conversación mínimamente coherente y, las últimas semanas, ni siquiera estaba en condiciones de mantener cualquier tipo de conversación, aunque fuera incoherente.
Las largas horas de inmovilidad terminaron por producirle una llaga en el muslo, a la que siguieron otras y, para cuando se quiso poner remedio, ya era demasiado tarde. Un buen día, llamé a casa de mis padres, para encontrarme con que mi padre (Padralfor, ya ha salido por estas pantallas en alguna ocasión) estaba desconsolado, mi madre en el hospital, y Reyrata con ella, y Kukoc, el tercer hermano en discordia, también menor que yo, pero poco, dándole relevos en los ratos que le permitían sus propias ocupaciones.
Los médicos no le dieron a mis hermanos esperanzas, sino más bien la opción de que falleciera en el hospital o en casa. Lo discutimos entre los tres, y decidimos que siguiera en el hospital, en que al menos estaría atendida, mientras que en casa, con nuestro padre también delicado de salud (no tan delicado, claro), los siguientes días, u horas, porque nos dejaron claro que el óbito podía llegar en cualquier momento, podían ser muy duros.
Así pues, cambié la Alsacia, a donde me iba a dirigir, por el Mediterráneo, compré el primer billete de avión que encontré, decidí no comprar la vuelta de momento, y me planté en Valencia, donde había estado pocas semanas antes, con la inquietud propia de quien no sabe muy bien qué se va a encontrar, ni cómo va a poder hacer frente a los retos que tiene por delante. Asumí el sempiterno retraso de Vueling, que me dejó en mi ciudad de madrugada, llegué a mi piso, que me encontré igual que estaba tres semanas antes, y me eché a dormir y a aprovechar la noche, bien a sabiendas de que las siguientes noches, quizá una, quizá dos, quizá ninguna, iban a ser diferentes y, a no dudar, muy incómodas.
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