Iprés era una ciudad razonablemente importante en los albores de la Edad Moderna. En 1561 pasó a ser sede episcopal, y la iglesia de San Martín pasó a ser, por lo tanto, catedral. El obispado duró hasta 1801. En aquella época, Napoleón se había hecho con los Países Bajos y, en virtud del Concordato de 1801, deshizo el obispado y lo fusionó con el obispado de Gante. Hoy no pasa de sede titular, desde 1969, que no es lo mismo ni mucho menos. Por cierto que su obispo titular actual es el auxiliar de Bruselas y Malinas, Jean Kockerols.
Dieciocho obispos tuvo Iprés entre 1561 y 1801. Sus retratos están expuestos en la iglesia de San Miguel, patrón de la ciudad y sede episcopal que fue. De entre ellos, destaca fuertemente uno de ellos, Cornelio Jansenio, obispo entre 1635 y su muerte en 1638. Sin duda alguna, es con mucho el más famoso de los dieciocho.
Jansenio es una de esas personas lo suficientemente importantes para dar su nombre a una herejía en la Iglesia Católica, el jansenismo, de la que hoy no se acuerda casi nadie, pero que en los siglos XVII y XVIII hizo correr ríos de tinta, más que nada porque se ocupaba de un asunto que entonces estaba en el propio núcleo de las guerras de religión. Este asunto es el de la justificación y el de la superación del pecado para salvar nuestra alma. Hoy en día, en este mundo moderno en que nos ha tocado vivir, el pecado es algo sobre lo que pasan a hurtadillas los propios sacerdotes católicos, salvo unos cuantos héroes que no se casan con nadie.
Pero, en los albores de la Edad Moderna, las cosas no eran exactamente así. En aquel tiempo, la humanidad era tremendamente consciente de que el diablo estaba ahí, acechando, empujando a la gente a pecar, y que, por si fuera poco, la naturaleza humana, con su tendencia al mal desde el pecado original, no ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, por muy pecadores que seamos, la posibilidad de salvarse existe; de lo contrario, Jesucristo habría venido al mundo y habría padecido lo que tuvo que padecer absolutamente para nada, cosa que uno no espera de Dios. Si Dios hace algo, es por algo.
Entonces, si somos pecadores, pero nos podemos salvar, hay básicamente dos posibilidades: que el hombre tenga en sí mismo la fuerza para superar su tendencia a pecar, o que no la tenga, pero que Dios se la infunda. Es decir, que le dé su gracia.
Como en casi todas las herejías, hay dos posturas radicales, y la postura ortodoxa no es ninguna de las dos. La primera postura radical es la de que el hombre se basta para superar el pecado y salvarse, sin gracia ni gaitas. El primero en predicarla fue Pelagio, un teólogo (vamos a llamarlo así) del siglo V, y por eso esta postura se conoce como pelagianismo. Para demostrar que esta postura es la correcta hay que ser muy optimista, pero además muy, pero que muy, rigorista. Los pelagianos no eran precisamente la alegría de la huerta, cosa lógica, porque, si tu idea es que con tu solo esfuerzo puedes alejarte del pecado, lo menos que puedes hacer es esforzarte. Y ellos lo hacían y, claro, iban todo el santo día con cara de esfuerzo.
El mayor opositor de Pelagio fue un contemporáneo suyo, San Agustín de Hipona, uno de los grandes doctores de la Iglesia, pero el que llevó la oposición a Pelagio hasta la posición diametralmente contraria fue un monje agustino que vivió en el siglo XVI y que atendió en español por Martín Lutero. Lutero era muy pesimista con respecto a la naturaleza humana. Pensaba que el hombre no tenía manera de escapar del pecado. Ciertamente, él debía ser un buen ejemplo de eso, y además parece que tenía el ego muy subido, así que debía considerar imposible que hubiera gentes mejores que él. Si él no podía escapar del pecado, entonces nadie podía hacerlo, y sólo Dios podía llegar a hacerlo posible mediante su gracia. Yendo aún más allá, Lutero negó todo valor a las buenas obras, que ya son ganas de desmotivar al personal, y consideró que sólo mediante la fe se podía obtener la gracia.
El colmo de la oposición a Pelagio llegó con un hereje de la época de Lutero, Juan Calvino, el dictador de Ginebra. Calvino elaboró la teoría de la predestinación, que viene a decir que Dios ya ha decidido quién va a salvarse, y que lo que hagamos nosotros es totalmente indiferente. Normalmente, eso hubiera debido conducir a un desenfreno brutal, porque, si Dios ya ha decidido lo que va a pasar, ¿por qué dedicarse al desfase? Sin embargo, Calvino añadió un elemento interesante: Dios ya ha decidido quién se va a salvar, pero no nos lo ha dicho, y nosotros lo podemos saber únicamente mediante indicios. Si tienes éxito en la vida, es señal de que Dios te ha mirado bien, así que puedes avanzar hacia el futuro ultraterrenal con confianza; en cambio, si eres un mendrugo, se siente, pero le vas a hacer compañía a Pedro Botero. No entiendo cómo una doctrina como ésta pudo colar entre gentes cuyo Dios nació en un pesebre y fue crucificado de mala manera, pero sí, parece que coló.
La consecuencia de esta doctrina en el comportamiento de las gentes fue que todos querían que la gente supiese que Dios les había predestinado para salvarse, así que tenían costumbres morigeradas, frugales y parcas, además de buscar el éxito en la vida. Es curioso, pero los calvinistas, totalmente opuestos a los pelagianos, terminaron siendo tan cenizos y tan avinagrados como ellos.
La respuesta católica está por ahí en medio y se basa en la cooperación entre hombre y Dios. El hombre solo no puede salvarse, porque su naturaleza está demasiado deteriorada; pero Dios, será todo lo omnipotente que queramos, pero tampoco puede salvarnos él solo si nosotros no queremos. Es curioso. El hombre no puede salvarse solo... pero sí puede condenarse solo, y si así lo decide, Dios respeta eso con todo el dolor que se quiera y no toca la libertad de su criatura. Ese Dios no tiene nada que ver con el de Calvino, que ha predestinado milimétricamente a cada uno de nosotros hasta convertirnos en una especie de marionetas. En palabras, muy repetidas, de San Agustín: "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti." ¿No es bonito, un Dios que coopera contigo?
La orden creada para luchar contra el protestantismo fueron los jesuitas, que crearon un colegio en Lovaina que le empezó a hacer la competencia doctrinal a la Universidad Católica. Los jesuitas, para luchar mejor contra los protestantes, digamos que ponían el acento en las obras humanas. Mientras Lutero venía a decir que las obras no servían para maldita la cosa, los jesuitas decían que de eso nada, y que desde luego servían. Y es posible que alguno diera la impresión de estarse pasando de la raya, porque los debates es lo que tienen. Empiezas discutiendo con uno, y acabas sorprendido de las burradas que dices a fuerza de oponerte.
Los jesuitas, en los Países Bajos españoles, abrieron un centro de estudios teológicos en Lovaina. Nada menos que en Lovaina, sede de la universidad por antonomasia de la zona, con su pulquérrima cátedra de Teología. Los celos entre los jesuitas y los teólogos oficiales de Lovaina llegaron a extremos inusitados, y si no llegaron a las manos en sus controversias es porque, después de todo, eran gente educada y flojucha que no debía tenerlas todas consigo a la hora de sacar los puños a relucir.
Jansenio, que era profesor en Lovaina, se las tuvo con los jesuitas y, a la vez, estuvo bajo sospecha de querer sacar a los Países Bajos de la Monarquía Hispánica, pero logró zafarse de sus acusaciones y, al cumplir los cincuenta años, le tocó el bingo en forma de nombramiento de obispo de Yprés. Allí se dedicó a escribir a troche y moche la obra de su vida, el Augustinus, pero no llegó a verlo publicado, porque a los tres años de llegar a Yprés la palmó. Como el interés de Jansenio era seguir siendo católico, pero oponerse a los jesuitas sin llegar a protestante, le salió un texto no demasiado claro y que cada lector interpretaba como podía. Hay que reconocer que, entretanto, los jesuitas, que en aquellos tiempos hablaban con claridad, han acabado escribiendo frasecitas que cada cual interpreta, y nunca mejor dicho, como Dios le da a entender; ahí tenemos de ejemplo al Papa reinante, que es jesuita, y que a veces no acaba de dejar claro si sube o baja. Y eso sin ser gallego.
Pero ya va siendo hora de alejarnos de Yprés, y vamos a pasar un poco más al sur de los que fueron Países Bajos españoles. Hoy, la ciudad que será próximo destino de este viaje está bajo poder de la República Francesa, sucesora de la monarquía que se apoderó de la ciudad al final del siglo XVII.
Toca, pues, viajar a Lila. Todo será que no tarde dos meses en escribir algo sobre la ciudad...
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