Después de uno o dos meses de ausencia, una de las cosas más peliagudas al llegar a Valencia, aunque la estancia se prolongue sólo dos días, consiste en abrir el buzón de correos y ver qué papeles han llegado hasta él.
Normalmente, no hay sorpresas. Muchísima propaganda, hasta rebosar, los últimos recibos de la luz y del agua, y las peripecias más recientes de la comunidad de vecinos, ese ente condicionado por la presencia de doña Margarita y en cuyas reuniones, que prácticamente siempre se desarrollan sin mi presencia, se ventilan los trapos sucios del vecindario, y no se llega a las manos porque tienen lugar en el rellano, delante del ascensor, y nos verían desde la calle.
Pero, en esta ocasión, ha habido un hecho diferencial en el buzón: tan lejos como hace unas cuantas semanas, tuvieron lugar las elecciones municipales y autonómicas, y el buzón estaba atestado de propaganda electoral de los distintos candidatos. Porque, sí, yo, que llevo fuera de la terreta varios lustros, sigo empadronado en ella, sigo recibiendo puntualmente mi tarjeta censal para votar, y los partidos políticos deben creen que cabe incluso la posibilidad de que vote, cosa que sólo sucede en el improbable caso de que las elecciones, de lo que sea, coincidan con mi presencia en el terruño.
Un elector estándar, de los que viven en Valencia todo el año, recibe tanto papelorio de manera escalonada, desecha con un gruñido, o algo peor, las papeletas de los partidos que no son el suyo, y aparta la papeleta del partido de sus amores, si es que está entre aquéllos que le envían el sobre. A mí no me ha sucedido jamás, pero no hay que perder la esperanza de que ocurra.
A toro pasado, es fácil echar una sonrisita, tras de lo que ha pasado en Valencia. Las promesas electorales de los partidos que no van a formar gobierno, si ya antes de las elecciones suenan sospechosas, ahora resuenan a hueco, porque ni siquiera van a ser incumplidas. Las promesas de los perdedores son poco más que nada, y la sonrisa artificial de Rita Barberá, la alcaldesa derrotada, si antes de las elecciones tenía sentido, ahora, sabiendo ya lo que ha sucedido, refleja una situación estrafalaria, un eco del pasado de la vara de mando y un presente en el que su vestido rojo ha desaparecido del consistorio.
Veinticuatro años ha gobernado Valencia esta mujer. Jamás he votado por ella, y alguna vez que me pillaron las municipales en la ciudad, hubiera podido hacerlo, y voté, pero no por ella, así que no debería sentirme demasiado defraudado por su derrota. Aun así, no pensé que fuera a ser derrotada de manera tan contundente, y hasta pensé que el famoso episodio-pifia del 'caloret' le daría más votos de los que le quitaría, lo que demuestra que los de fuera no nos enteramos.
El caso es que ahora tenemos un hombre como alcalde, lo que en el caso de Valencia no sucedía desde hacía una eternidad (antes de Rita también había alcaldesa), y ese señor es todavía mayor que Rita Barberá, se dice que va en bicicleta por doquier, nació en Manresa y es un histórico dirigente comunista. Si alguien me llega a decir hasta hace nada que algún día sería alcalde de Valencia un comunista catalán, y no por un golpe de Estado o una revolución, sino tras unas elecciones limpias, le hubiera mirado con un rictus de conmiseración infinita.
Lo que demuestra, una vez más, que los de fuera no nos enteramos.
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