El corolario de las tres entradas anteriores es que los belgas nunca se equivocan. Siempre has sido tú. Incluso en los casos más desesperados de error más flagrante, los belgas conseguirán convencerte de que eres tú el que tomaste mal la nota, o que no entendiste bien lo que te explicaron con tanta paciencia, o que ellos nunca dijeron lo que tú jurarías que habías oído con los oídos que se han de comer los gusanos. No. Ellos son seres perfectos e inmaculados que bastante hacen con sufrir resignadamente tus imperfecciones.
Nuestra familia puede dar una multitud de ejemplos en los que un abnegado belga ha tenido que explicarle que no entendió bien lo que le había dicho, o que lo que dijo sólo era una estimación, así que no podía haber error alguno. Pero yo me voy a concentrar en un caso más tremendo, si cabe, que el del hospital que acabo de relatar: la compra y acondicionamiento de un inmueble.
Porque, ay, Señor, nuestros pecados nos han llevado a la ardua penitencia de comprar una casa en Bruselas. Si lo hacéis, leed primero cuidadosamente el libro de Job y, si encima tenéis que reformarla después, leed el libro de Job dos veces. Y haced acopio de dinero, porque, sí, os va a hacer falta.
Como en todos los sitios, las casas belgas tienen dueño. Así pues, si quieres hacerte con una, tienes que llegar a un acuerdo con su dueño. Además, otros protagonistas del proceso de compraventa son los notarios (en plural, sí), los vecinos, algún arquitecto, peritos varios, la agencia inmobiliaria y, naturalmente, los que uno espera encontrar en cualquier sitio donde haya reformas: albañiles, parquetistas, electricistas y paletas varios.
La serie promete... ser interminable. La compra se produjo hace ya (cómo pasa el tiempo) tres meses. No, no nos hemos mudado, y lo que vamos a tardar. De hecho, supongo que la voy a ir escribiendo pausadamente y entiendo que la acabaré en algún momento... o no.
Pero, desde luego, no será hoy. Porque hoy se hace tarde, claro.
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