Las impresiones que me llevo de mi último viaje a Rusia son de naturaleza bastante diversa, y entre ellas las hay chocantes y las hay de índole más habitual. En primer lugar, hay que destacar que Moscú no para de cambiar, y que en el año que falto de ella ha mejorado mucho. Cierto, no he salido del centro de la ciudad más que en un salto a Altufevo a visitar a unos amigos, pero es que el centro ha cambiado mucho.
Para empezar, los quioscos están desapareciendo a marchas forzadas. Los primeros noventa vieron la proliferación de un comercio cutre y sucio, pero es que alguno tenía que existir. A falta de espacios comerciales, que los planificadores de la ciudad simplemente no previeron, surgieron como setas, y literalmente de la noche a la mañana, infinidad de quioscos prefabricados, generalmente en las inmediaciones de las estaciones de metro, que vendían todo tipo de cosas y tenían un horario comercial poco menos que esclavista. Los clientes lo aceptábamos, porque era o eso, o la inanición, pero ya lo creo que los que conocíamos cómo se hacían las cosas en nuestros países echábamos de menos aquello.
Con el tiempo y una caña, han ido apareciendo espacios comerciales y tiendas decentes, que han estado coexistiendo con los quioscos hasta ahora. Hasta ahora. Este último viaje ha sido la señal de que los quioscos están de retirada, de momento en los sitios más críticos, y no dudo que la cosa va a continuar.
Por ejemplo, en la salida de las estaciones Tretyakovskaya y Novokuznetskaya, que en tiempos eran un hervidero de tenderetes en los que se podía encontrar de todo a cualquier hora del día o de la noche. Los tenderetes han desaparecido y en su lugar hay una bonita explanada, con mobiliario urbano aún por destrozar, y una fuente pública alrededor de la cual los niños se arriesgan a mojarse, cosa que, con el calor que nos ha hecho, es un riesgo bastante asumible.
El otro lugar emblemático de donde los tenderetes han desaparecido es el paso subterráneo que conecta las cuatro esquinas de la plaza Pushkinskaya y la entrada a la estación de metro del mismo nombre. Donde otrora había una actividad comercial constante y compraventas de teléfonos, tarjetas de todo tipo, cosas de coser, flores, comida (y bebida, claro), librerías temáticas y muchísimas cosas más de las que francamente no me acuerdo, pero que me han sacado de apuros más de una vez y más de dos, hoy sólo queda la pared con las marcas de los tacos que habían servido para sujetar los quioscos. Y, ciertamente, ahora se avanza por el paso con mucha mayor rapidez, pero a mí se me queda la impresión de que hemos perdido algo.
La retirada definitiva de los quioscos tiene para largo, y quedan muchísimos lugares en que resisten tenazmente, pero parece inexorable. Las concesiones municipales, que es el sistema en que cada barrio de Moscú regula los quioscos legales que acepta, han debido restringirse mucho. Delante de la que fue nuestra casa, sin ir más lejos, estaba la frutería de Andrey, que no era exactamente el quiosquero tipo. El quiosquero tipo era un inmigrante de Asia Central o del Cáucaso dispuesto a trabajar las horas que hiciera falta, y hasta a dormir sobre el suelo del quiosco, y que a veces hablaba ruso con cierta dificultad. Andrey no. Andrey era eslavo a más no poder, de trato amable y le hacía una dura competencia a cualquier tienda de los alrededores, porque eso del trato amable es algo escasísimo en Moscú y, aunque sus precios no eran precisamente una ganga, el género era bueno y el hecho de que te conocieran y te saludaran le había reportado una clientela bastante fiel. Sobre todo entre las mujeres de cierta edad, porque, además de trato agradable, Andrey era bastante bien parecido y su comercio serio hasta con los horarios, porque a las seis y media de la tarde se cerraba el chiringuito y los fines de semana nunca estuvo por allí. Básicamente, porque a las seis y media lo había vendido prácticamente todo. Por eso, si quería charlar con él de qué naranjas o mandarinas eran las de temporada, cosa donde yo le llevaba ventaja, y comprarle las que había traído aquel día, más me valía salir del trabajo a mi hora.
En este viaje, hemos pasado varias veces por delante de nuestro antiguo hogar, porque nos ha tocado visitar vecinos y porque, después de todo, le tenemos cariño a la calle, pero Andrey, con su frutería ambulante, ya no estaba por allí, y donde había estado su remolque sólo había un hueco vacío. Y es una pena, porque las alternativas de la zona son un 'produkty' por el que merodea gente casi tan mal encarada como los dependientes del mismo, y el carísimo supermercado 'Azbuka Vkuza', con sus clientes puturrudefuá, sus Lexus aparcados en la puerta o sus guardas de seguridad con transistores; una tienda, vamos, que no tiene los precios de la fruta por kilos, sino por cien gramos, entiendo que por no asustar demasiado a la clientela.
En fin, espero que Andrey haya encontrado su sitio, quizá en una tienda más estable, o haya trasladado su remolque-frutería más lejos del centro, a otro lugar al que la furia del comercio regular no haya llegado todavía. Allá donde esté, lo más seguro es que le vaya bien, porque es buen vendedor, le gusta el mundo de la fruta, y esas dos cosas juntas son algo lo suficientemente escaso en Rusia como para que los clientes (y, sobre todo, las clientas) se lo rifen.
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