¿Para que sirven los países? ¿Sirven, en general, para algo? Es posible que en estos tiempos de globalización la pregunta suene superflua, y que tendamos a diluir las personalidades nacionales en eso que se da en llamar "aldea global", pero la pregunta ha inquietado, y sigue inquietando, a muchísima gente.
El caso más interesante, no sé si por lo que tiene de fracaso, al menos visto desde el presente, es el español, y quizá sea una buena perspectiva para interpretar lo que está pasando ahora mismo en España, pero a eso se está dedicando un montón de gente en mi país, unos tirando de la manta para romperla, y otros tratando de mantenerla entera, aunque la manta ya apenas sirva para abrigar, que es para lo que fue tejida. Como hay tanta gente sosteniendo ideas la mar de peregrinas sobre la integridad (o no) de España, y aunque yo creo que la mayoría no saben por dónde van, pasemos a otra cosa.
Ya hemos introducido en otra ocasión en esta bitácora, aunque sea muy por encima, el tema del destino al que está llamada Rusia. Hace algún tiempo, veíamos una entrada sobre los eslavófilos, que representaban una teoría sobre cuál era el papel de Rusia en el mundo. Para resumir sus ideas, Rusia existe para ser sostén de la Cristiandad ortodoxa, y ahí entra de lleno la teoría de la "tercera Roma", es decir, Moscú. La primera Roma (la que se sigue llamando así) es una traidora que ha abrazado la herejía católica (ya hemos visto repetidamente que los católicos no somos nada bien vistos por aquí); la segunda Roma (Bizancio) ha caído en manos de los musulmanes, y queda la tercera Roma, Moscú, que es depositaria de la legitimidad imperial (cuando Iván III se casó con Sofía Paleólogo ya comenzó a tener miras más altas que el mero principado de Moscovia) y que no caerá.
Los eslavófilos, además, introducían un elemento racial en la argumentación, que en una mentalidad católica es impensable, pero no en una ortodoxa: los rusos, que son la potencia ortodoxa por excelencia, tienen la obligación de prohijar a los pueblos eslavos (y ortodoxos... bueno, no todos son ortodoxos, pero ya se irán corrigiendo los que no lo son todavía) y liberarlos del yugo otomano.
La corriente eslavófila (vamos a ser anacrónicos, pero es para entenderse) no tuvo rival desde que Iván III se sacudió de encima a los tártaros hasta que terminó el siglo XVII. El principado de Moscovia era un lugar totalmente eslavófilo, centrado en zurrarse contra los enemigos de la fe ortodoxa, y así tenemos a Iván el Terrible con una política exterior que le enfrenta literalmente a todo quisque no-ortodoxo; tenemos un movimiento ciudadano que se niega a ser regido por los católicos polacos y, extinguida la dinastía legítima, elige otra, y nada menos que al hijo de un patriarca; tenemos la expansión por Ucrania del siglo XVII, a costa de los polacos.
Entonces llega la corriente opuesta, con un zar, Pedro I, que se ha pasado la infancia y la juventud rodeado de los extranjeros que residían en Moscú, que decide viajar por Occidente a ver cómo es aquello y que vuelve convencido de que ya está bien de creerse la reserva espiritual de Oriente. Pedro I es el primer occidentalófilo que aparece en la historia rusa; al menos es el primer occidentalófilo con cierto poder. Y se dedica a suprimir cosas, y no sólo las barbas. Su política exterior no es muy diferente, aunque sí mucho más exitosa, de la de Iván el Terrible, pero consigue meter un golazo a los más tradicionalistas de su imperio cuando suprime el Patriarcado. La Iglesia queda totalmente supeditada al Estado, o más bien apartada a un segundo plano. En lo cual Pedro I se comporta exactamente igual que todos los modernistas que le precedieron y le sucederían, en Rusia, en España o en casi cualquier otro país (digo casi porque está Bélgica, suponiendo que Bélgica sea un país): parte del programa consiste en darle un palmetazo a la Iglesia... pero sin que se note demasiado. Si el palmetazo es evidente y se nota, entonces no se trata de un modernista, sino directamente de un revolucionario.
Es sumamente interesante leer en este contexto el capítulo que dedica a Pedro I el académico Kartaschyov, un estudioso exiliado después de la revolución de 1917 y que escribió una monumental "Apuntes sobre la historia de la Iglesia Ortodoxa rusa", obra que tuve la feliz idea de comprar hace algunos años. Kartaschyov hace un auténtico encaje de bolillos para defender la indefendible idea de que Pedro I era un fervoroso creyente, cuando los hechos, y casi todos los autores que se han ocupado del caso, coinciden en que Pedro I era más bien tibio en cuestiones de fe. Y si no que lo digan los veterocreyentes, que bajo su reinado comenzaron a poder respirar.
Los siglos XVIII y XIX son los de la lucha entre la tendencia tradicionalista eslavófila y la modernista occidentalófila, con ventaja en general de la primera, en particular bajo el reinado de Nicolás I, que es el zar eslavófilo por excelencia: se dedica a guerrear contra los turcos, esos opresores de pueblos eslavos; no toleró a los veterocreyentes, en su calidad de protector de la ortodoxia; y, en política exterior, y por hablar de España, y como buen tradicionalista, siempre reconoció como rey de España a Carlos V, y luego a Carlos VI a la abdicación del primero (sólo a su muerte se reanudaron las relaciones diplomáticas con el gobierno de doña Isabel). Curiosamente, con los católicos fue mucho más tolerante que con los veterocreyentes: de hecho, la iglesia de San Luis, única iglesia católica de Moscú durante muchos años, fue construida en parte con fondos que donó él.
Nicolás I murió, pero sus sucesores no cambiaron demasiado de línea. Los modernistas occidentalófilos, que seguían existiendo, básicamente se dedicaron a esperar su oportunidad. Y entretanto iba surgiendo otra tercera tendencia, ésta menos conciliadora que los modernistas: los revolucionarios.
Y con esto llegamos al año crucial en que la eslavofilia empieza seriamente a tambalearse: 1905.
Conflicto Rusia-Ucrania. Actualización mes de octubre
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