Viajando a Pskov poco después de la crisis de 1998, y viendo que en Pskov también se tiran petardos y hay incendios de monumentos históricos. Menos mal que en Valencia los monumentos no son de madera.
Pasamos al otro lado del río para ver el monasterio de San Miguel, con frescos bizantinos del siglo XI. Precioso. Junto al mismo había una pequeña playa, así que aprovechamos para sacarnos unas fotos, y yo me quedé desnudo de cintura para arriba, como demostración de que no hacía tanto frío
(¿Veis por qué esta bitácora se titula "El soldado fanfarrón"? Ya apuntaba maneras). Ya al fondo se veía el kremlin y la enorme catedral de la Trinidad, equivalente por su altura, dicen, a un edificio de 28 pisos. Realmente se veía desde todos los sitios.
Después de comer frugalmente en el "Chas Pik", un garito ni bueno ni malo
(Entonces era muy generoso con los garitos: hoy lo llamaría "infumable", por lo menos), fuimos hacia el kremlin decididamente. Me encantó. Así como el kremlin de Moscú y los de otras ciudades rusas dan la impresión de ser de juguete, en el de Pskov había habido tortas, y se notaba, porque las fortificaciones estaban pensadísimas, con distintas líneas defensivas dentro y fuera, y un bastión alargado, que culminaba en una torre, justo junto a la confluencia de ambos ríos, y con apoyos en la otra orilla. Luego nos contaron que el sistema de fortificaciones de Pskov era de lo mejorcito de Europa por entonces, y no hay razones para creer lo contrario, y menos después de verlo.
Antaño, el kremlin estaba tan lleno de iglesias que no había forma de pasar entre ellas. Los ricos de la ciudad se peleaban por un trocito de terreno en el kremlin para edificar la suya, porque estaba bien visto. La parte administrativa de la ciudad estaba en otro lado, justo en la parte del kremlin que daba a la confluencia de los dos ríos. Allí se reunía la
veche, la asamblea de la ciudad, que elegía a sus príncipes y los enviaba a la guerra. Pskov fue un estado independiente hasta 1510, cuando fue absorbida por Moscú.
* * *
En Pskov, después de comer, ya nos metimos en el kremlin, dimos una vuelta por allí, y nos metimos en la catedral de la Trinidad. La catedral es de 1699 y ya es de estilo más moscovita, con cúpula dorada. El estilo tradicional de Pskov no incluye cúpulas doradas, sino cúpulas cónicas de madera, también en forma de cebolla. Después de que Moscú se apoderara de Pskov, en 1510, Iván el Terrible ordenó que los trescientos ciudadanos más importantes de Pskov, que eran el núcleo de la asamblea de la ciudad, se trasladaran a Moscú sin derecho a retornar. Se establecieron en un pueblo que había donde ahora está el hotel Rossiya, cerca del kremlin, pero extramuros
(Entretanto, el hotel Rossiya tampoco está allí... Ahora sólo hay un solar. Gracias, Stalin. Gracias, Putin). A cambio, envió a Pskov, también sin derecho de retorno, a trescientos comerciantes de Moscú, que se establecieron entre el cuarto y el quinto anillo. Efectivamente, allí las casas recuerdan a las de Moscú. Esto lo hizo para tratar de anular la personalidad de Pskov, por si acaso. Entonces fue cuando comenzó a construirse en Pskov con cúpulas doradas, como en el centro de Rusia, y de entonces viene la catedral de la Trinidad.
En sí, la catedral es preciosa. Es la más alta que he visto nunca, y tiene un iconostasio impecable y perfectamente conservado, a pesar de que nunca ha sido restaurado hasta ahora. Es tan alta, y debe ofrecer tan buena visión de los alrededores, que los alemanes la utilizaron como puesto de vigilancia durante la Segunda Guerra Mundial.
Ya no nos quedaba mucho por ver allí, y estábamos bastante cansados, así que nos retiramos al hotel a descansar algo, y luego aún tuvimos ganas para salir a visitar, primero un cibercafé (¡Existía! ¡Y estaba lleno!) y luego el monasterio femenino Snegogorsky, desde donde, según nuestro trípitico, Pushkin había "admirado el curso del río Velikaya"
(Pushkin es ubicuo, ya se sabe). Sin embargo, nos equivocamos de sitio y, después de mucho trotar por dachas y huertas, terminamos en una iglesia equivocada, también a la orilla del río.
Según nuestro tríptico, el restaurante y la discoteca más cercanos al hotel estaban en un edificio de columnas tipo Partenon que se alzaba en la plaza de la Victoria y donde jamás diría que pudiera haber nada parecido. De hecho, al acercarnos resultó que era el Centro Cultural de la Ciudad. Pero nuestro tríptico no indicaba eso, y decidimos, al menos, entrar y preguntar. Detrás de la puerta había una babushka.
- Perdone, ¿aquí hay un restaurante?
- Bueno, tenemos un café, pero hoy es sábado, y la entrada son diez rublos.
Nos temíamos una
stolovaya típica, pero bueno, tampoco es que diez rublos sean un dispendio excesivo.
- ¿Y la cocina es buena?
- Eso sí. Todos la alaban. La verdad es que yo nunca he entrado, pero todos dicen maravillas de ella. Claro que para nosotros es muy cara, pero para ustedes no es nada.
- ¿Cómo que no? Si para ustedes es cara, nosotros también somos personas, y también es caro. Pero, si dice que la cocina es buena, por esta vez probaremos.
Pagamos los diez rublos en la caja, la babushka nos dejó pasar y nos enseñó dónde estaba la puerta del café. Con nosotros entraron también cuatro chicas, que habían pagado a la vez.
Esperaba un café cutroso típicamente soviético, pero abrimos la puerta y pareció que estábamos en un garito de Londres. Todo nuevecito, música a tope, paredes pintadas de negro, luces de velas, ropa de cuero por todos los sitios y dificultades para distinguir la comida por la oscuridad. Con la boca abierta, fuimos avanzando hasta la barra, donde preguntamos a una mujer tan vestida de cuero que parecía que estuviera buscando a Jacques, pero que era la encargada, si no habría sitio para nosotros. Las chicas hicieron lo propio.
- Está todo lleno -dijo, y efectivamente así era.
- Pero hemos pagado para entrar ¿Ahora que hacemos?
- Pero si yo no tengo sitio. Supongo que les devolverán el dinero. En sábado esto siempre se llena.
- Entonces, ¿por qué venden entradas, si luego no nos pueden atender?
Salimos nosotros dos, las cuatro chicas y la encargada, y nos encaramos con la babushka. Pero las babushkas tienen solución para todo, ya lo creo. Resulta que la entrada no era para el café, sino para la discoteca que funcionaba allí los sábados, cosa que nunca hubiera imaginado uno al ver el edificio por fuera (y el aspecto del café tampoco, la verdad sea dicha). Negociamos, y nos dijo que nos dejaría entrar luego, cuando hubiéramos cenado, y a las chicas les dio la misma solución, pero ellas ya habían cenado, así que se quedaron.
Nosotros nos fuimos a cenar al hotel, sin saber muy bien qué pensar sobre el sitio donde íbamos a ir de marcha. El hotel tuvo el defecto de todos los sitios en sábado por la noche en Rusia: una banda nos dio la cena a guitarrazo limpio. Así y todo, la
"myaso po-starorussky" estaba bastante buena.
Nos pusimos a hacer planes.
- Bueno, yo me quedaré muy poco tiempo en la discoteca, que mañana quiero estar fresco para la excursión -decía yo.
- Sí, sí, yo también. No me quedaré mucho -repetía Austin.
- Y pasado mañana, no sé qué podríamos hacer. A Tartu lo tenemos mal para ir.
- Podemos ir al lago que hay junto a la ciudad.
- O ir a un pueblo por ahí, o incluso pasar a Estonia andando.
- ¿Se podrá?
- No sé. Pechóry está muy cerca de la frontera. Podemos preguntar mañana. Tenemos los papeles, visado y pasaporte (Nos los habíamos traído, por si se podía pasar a Tartu). Lo que no sé es si estarán preparados para dejar pasar a alguien que vaya... andando.
- Yo quiero ver qué sello te ponen en el pasaporte. Cuando vas en avión, te ponen un avioncito, cuando vas en coche, supongo que será un coche, pero no me imagino qué te ponen cuando vas andando.
(¡Qué monooooo!)
A todo esto, terminamos de cenar y ya nos dirigimos a la discoteca, o lo que fuera aquello.
(continuará con las aventuras discotequeras)