Ha pasado un sexenio desde el 1 de mayo de 2006, día en que la primera entrada de esta bitácora vio la luz, pocos días después de una mudanza bastante afortunada y de que un instalador chapucero pusiera la conexión a Internet en casa.
En estos seis años la verdad es que ha habido de todo, pero, para lo que es Rusia, y para lo que es Moscú, las cosas han sido muy estables. Y han sido estables contra todo pronóstico: lo normal en Rusia hubiera sido cambiar de trabajo un par de veces (intentos vanos, hasta la fecha), pasar por unos altibajos qué para qué (algo de eso ha habido, pero no gran cosa), divorciarse y casarse sucesivamente (no está en la lista de cosas por hacer, a Dios gracias), tener varias amantes (eso les pasa a los demás, y que siga así) y pasar alguna que otra desgracia y trasegar el suficiente vodka como para olvidarlas un ratito.
Pero no. Mi familia y yo somos un ejemplo de regularidad y rutina. Nos pasan tan pocas cosas y hemos cambiado tan poco en estos seis años que las únicas diferencias son de edad: todos tenemos seis años más, lo cual a los adultos no nos supone un cambiazo excesivo, pero sí a los niños. Ame, que entró en esta bitácora con dos añitos y medio y sin hablar apenas, es ya un mocetón de ocho y lo que apenas hace es callar. Ro, que tenía cinco años y sólo pensaba en princesas y cosas bonitas, ahora tiene once años, ambiciones políticas y es el terror de todos los que estamos a su alrededor y tenemos la obligación de no decirle que sí a todo (que según ella sería lo justo, claro).
Y Abi, que iba a cumplir siete años y era una despistada integral, ahora va a cumplir trece y... bueno, ésta sí que no ha cambiado lo más mínimo.
Todos siguen yendo al mismo colegio, con más o menos los mismos profesores, o profesores del mismo tipo; las niñas hicieron la Primera Comunión, el niño está en puertas de hacerlo, y la familia me deja de rodríguez un mes y medio en verano, ya desde hace unos cuantos veranos. Pero yo, en lugar de irme de picos pardos aprovechando la condición de rodríguez y como hacen mis congéneres, dedico este tiempo a estudiar para unos exámenes de septiembre que no es que vayan ya a mejorar mi currículum, a hacer un viajecito por Rusia de los que no pude llevar a cabo en su día (y ya me queda poco de lo que se pueda hacer en un fin de semana), o a machacarme a base de flexiones, abdominales y carreras continuas... para participar en unas carreras que nunca ganaré.
Quedamos con la misma gente, despedimos a los que ya se fueron, dimos la bienvenida a los que llegaron y aguantamos los balbuceos de muchos novatos en el país, que cometieron las mismas meteduras de pata que cometimos nosotros cuando llegamos, y que aprendieron a coscorrones, como también nosotros hicimos en su día.
Compramos en la misma tienda desde hace por lo menos cinco años; vamos a la misma iglesia, y hasta a la misma misa, desde incluso antes que eso; viajamos a España en la misma época (bueno, una vez conseguimos ir a Fallas); tenemos el mismo coche, y hasta la misma bicicleta; nuestra niñera sigue siendo la misma.
Nos levantamos a la misma hora, incluso los sábados y domingos; comemos cosas semejantes; bebemos los mismos zumos; impartimos las mismas clases de español con los mismos libros a niños, eso sí, sucesivos; miramos por la ventana, y vemos las mismas cosas en los últimos seis años.
En resumidas cuentas, que somos la cosa más rutinaria que ha parido madre, lo cual es insólito en Moscú, y por tanto nuestra vida es lo menos noticiable que uno imaginarse pueda. Sin embargo, llevo seis años escribiendo una bitácora a un ritmo constante, como buen corredor de fondo, de más o menos ciento cincuenta entradas anuales, y en la que el hilo conductor son las cosas que me pasan, cuando en los párrafos precedentes he dejado dicho que a mí no me pasa nunca nada extraordinario.
No deja de ser un misterio que esta bitácora, en un momento en que las bitácoras están pasando de moda a la carrera, haya llegado al sexenio, y a estas alturas esté cerca de alcanzar las mil entradas. Mil. Miro a mi alrededor, a esa barra derecha que limpié por última vez de cadáveres hace unos meses, y vuelvo a ver cadáveres y moribundos; y miro a las estadísticas que Google me enseña cada vez que abro esto para ponerme a escribir, y parece que hay gente que entra aquí y, lo que es más chocante, cada vez hay más gente que lo hace. No mucha más, pero sí algo más.
Y eso es confuso. Porque tengo la impresión, sobre todo cuando, como he hecho hace un rato, releo las entradas de los dos o tres primeros años, que entonces la cosa estaba fresca y el estilo salía más espontáneo, mientras que ahora, aunque en este momento no sea así, las líneas pasan con esfuerzo y los temas no se agolpan para ser tratados como pasaba en los primeros tiempos. Sin embargo, entonces había muy pocos visitantes y ahora, sin ser muchos, hay bastantes más.
En Rusia, por otra parte, está el mismo presidente que hace seis años, e incluso parece que nunca llegó a irse; Moscú sigue tan ingobernable como siempre y, si bien ha cambiado de alcalde, el nuevo es de la misma horma que el anterior. El que se mueve no sale en la foto y el cambio es una especie de horror negativo que las autoridades y la gran mayoría de la población conjuran como si de ello dependiera la cena de la noche.
Sin embargo, el cambio está ahí, moviendo las hojas de los árboles que sólo ahora, tras un invierno interminable, lucen en los árboles, y probablemente alguien ahí arriba esté riéndose de quienes pretendan que las cosas sigan inalterables, aunque sea durante los próximos seis años. Porque, aunque no sepamos el día ni la hora, el cambio está ahí, latente, y su activación no depende de nosotros.
De momento, vamos a por el séptimo año.
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