Y ya, después de dos días de zarandeo por las pistas de asfalto sin líneas, lindes ni mucho menos mediana que son la gran mayoría de las carreteras rusas, había llegado el momento de dar por terminado nuestro periplo y volver a Moscú, rompeolas de todas las Rusias. Por una parte, ya había ganas de volver a casa; por otra, el viaje había estado bien, salir de Moscú siempre es un placer y, para acabar, era domingo por la tarde y los domingos por la tarde entrar a Moscú es una especie de suplicio interminable. El horario previsto de llegada era las ocho de la tarde, pero todos sabíamos que ese horario sólo se hubiera podido cumplir en un autobús volador, no en uno que fuera, como los otros tropecientos mil vehículos implicados en el mismo objetivo, sobre el asfalto.
Mi compañero de asiento, tras unos traguitos a sus reservas tácticas, se durmió plácidamente sobre el cristal, en una posición que le hacía serio candidato a una torticolis mortal en cuanto se despertara. Nada grave que no se pudiera curar con vodka, por supuesto.
Las dos tortis se acurrucaron mutuamente, y la guía, que vio el percal, decidió abandonar su verborrea y dar descanso a todo el mundo, ella incluida. El autobús inició la marcha, y al cabo de un rato bastante largo discurriendo entre bosques más o menos frondosos, llegamos a la altura de Ivánovo. Y dijo el conductor por el altavoz:
- ¿Nos metemos en Ivánovo o nos vamos por la circunvalación?
- ¡Vamos por Ivánovo! ¡Vamos por Ivánovo!
Esta vez, a diferencia del caso de la piedra azul, meternos en Ivánovo salió gratis. La guía comenzó a leer una hoja y a comentar cosas de Ivánovo, básicamente el año de su fundación (es de principios del siglo XIX), y la fama de su industria textil y de sus novias, por la desproporción entre la población masculina y femenina, que la han llevado a ser conocida como la ciudad de las novias. No dijo, eso sí, que la industria textil de Ivánovo está sumamente venida a menos por la competencia china y que la desproporción entre hombres y mujer en la ciudad se ha mitigado bastante y que, según la propia administración de la ciudad, apenas es un 6% a favor de las mujeres, lo que no es muy diferente a lo que ocurre en Rusia en general.
Entonces, la guía se calló. Se ve que su chuleta no daba para más.
Yo vi que pasábamos junto a la preciosa iglesia veterocreyente que me habían enseñado la primera vez que estuve por Ivánovo. Y la guía, muda.
Poco después, pasamos por la casa barco, que también me habían enseñado como una de las cosas más admirables del lugar. La guía seguía callada.
Finalmente, una de las pasajeras pleistocénicas chilló desde su asiento:
- ¡Cuéntenos algo de Ivánovo! ¿Es que no nos va a contar nada?
La guía no tuvo más remedio que hablar.
- Normalmente nuestra compañía no lleva Ivánovo, así que no estamos demasiado informados sobre la ciudad. Preferimos no dar información inexacta sobre la misma.
- Es que nunca pasamos por aquí - añadió el conductor.
Mientras tanto, íbamos pasando por la casa pájaro, la casa bala, y enseguida por la casa herradura. Estuve tentado de agarrar el micrófono y contar a mis compañeros de viaje (incluyendo al borrachín de vecino que tenía) algo sobre los lugares por los que íbamos pasando, pero me temo que la guía se lo hubiera tomado mal, y los guiris tenemos que ser muy cuidadosos, aunque sepamos sobre Ivánovo más que todos los demás pasajeros del autobús juntos, como seguramente era el caso. A la mínima, quedas de chulo y prepotente, hasta parecer que todos los españoles jugamos (o, sobre todo, trabajamos de entrenadores) en el Real Madrid. Y no es el caso, de verdad.
El objetivo de cruzar Ivánovo era mucho más prosaico, y consistía en dar al pasaje la oportunidad de parar en un gran almacén de textiles, no sé si conchabado con el personal de la agencia, a comprar algo. Les salió mal, porque nadie quiso bajar.
Tuvimos la comida en Suzdal, lugar por el que en esta bitácora no nos habíamos detenido todavía, cosa que quizá haya tiempo en otra ocasión para remediar. Pasamos por Vladímir, otra ciudad que está en el mismo caso que Suzdal, y allí fue donde se bajó la guía, que era de allí y que, esta vez sí, pasó los últimos veinte kilómetros contando cosas de la ciudad. A la que vi vacío el asiento de la guía, me dije que era la mía y dejé a mi vecino sin compañero de asiento. Hice bien, porque casi enseguida empezaron tres cosas: una tormenta del quince, un atasco de la misma magnitud y una película que el conductor, sabiendo lo que se nos venía encima, puso para entretener al pasaje y que se veía mucho mejor desde el asiento que ocupé. "Iván Vasilievich cambia de trabajo" (Иван Василиевич меняет профессию), un huésped muy habitual de los viajes (también lo pusieron en el tren de San Petersburgo la semana pasada) y una de las mejores comedias rusas de todos los tiempos.
Es curioso. En los autobuses de larga distancia, en España, lo normal es que te pongan la filmografía completa de Steven Seagal o de Jean Claude Van Damme. En los autobuses rusos siempre ponen comedias soviéticas de los años sesenta y setenta. Son muy buenas y a mí me gustan mucho, pero creo que las he visto más veces en los autobuses que en mi casa.
A nuestro destino, finalmente, llegamos a las doce menos cuarto. Un ligero retraso de nada. Sin despedirnos unos de otros más que con una inclinación de cabeza, los viajeros nos perdimos por las calles de Moscú en dirección a nuestras casas.
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