Tver mola mucho, incluso hoy, cuando la mayoría de sus monumentos antiguos están hechos una pena, pero la tarde la pasamos en Domotkánovo, un pueblecito a unos diez kilómetros de la ciudad en donde nos enseñaron el único museo de Rusia dedicado a un pedazo de pintor: Valentín Serov. En realidad, Domotkánovo no es sino un caserón y un terreno con varias casitas que, en su día, perteneció a un íntimo amigo de Serov y donde éste se metía en plan gorrón siempre que le parecía bien. Se ve que los artistas siempre han sido un poco golferas.
Como Serov, gorrón o no, es pero que muy bueno, sus obras no están en el museo que lleva su nombre. Lo único que hay allí son copias, y algunas veces no demasiado logradas. Las obras originales están en la Galería Tretyakov, en el Museo Ruso, o en el Museo de Pintura de Minsk. No obstante, nos pasearon por las cuatro salas de la casa mientras la guía y directora del museo nos ponía al día de la biografía, vida y milagros de Serov y de su anfitrión.
El caserón donde vivieron los dueños y el pintor está en estado ruinoso, hasta el punto de que nos advirtieron severamente de que no se nos ocurriera acercarnos demasiado a las paredes por si caía algo desde arriba. Y es que, tras la revolución, los dueños acabaron por poner pies en polvorosa, con buen criterio, y Domotkánovo pasó a manos de un koljós, una especie de cooperativa laboral agrícola, que tal fue el sistema con el que los comunistas organizaron mayormente la producción agrícola en la Unión Soviética. El koljós debía saber algo de cultivar patatas (y aun de esto habría mucho de que hablar), pero lo de conservar edificios estaba definitivamente fuera de sus habilidades, de manera que el caserón principal pasó a almacén de áperos y, con el tiempo, a nido de ratas a medio derribar, estado en el que permanece aún hoy, a despecho de que el koljós haya desaparecido y el caserón, como toda la propiedad adyacente, haya pasado a formar parte de los bienes con los que se ha dotado al museo. Como edificio principal del mismo, sin embargo, se usa la antigua casa de invitados y sus cuatro habitaciones.
A la salida de la visita nos pusieron la mesa en el bosque, al aire libre, porque el clima lo permitía y hasta lo exigía, tal es el calor que habíamos pasado dentro de la casa. Además, la cena consistía mayormente en productos cultivados y elaborados allí. Así, los tomates sabían realmente a tomate, el queso estaba muy bien y la smetana y el requesón estaban para chuparse los dedos. Entonces salieron a relucir unas jarras de un líquido de color marrón.
- ¿Eso que es?
- Eso es nuestra famosa domotkánovka - dijo la directora.
- Famosa... ¿qué?
- Domotkánovka. Todo el mundo está de acuerdo en alabarla.
Evidentemente, era una bebida alcohólica. Muy alcohólica. Puesto que la servían y hasta la alababan, supuse que no me quedaría ciego si la probaba. Se fue sirviendo todo el mundo, y la gente levantó sus vasitos.
- ¡Por el viaje y por habernos conocido! - gritó uno.
- ¡Por el viaje y por habernos conocido! - respondimos todos, y nos echamos los vasos a los labios.
Pffffff... qué sensación. Tragué un poco de aquel mejunje infernal y pillé enseguida un pedazo de pan para que lo empapara y no se paseara por mi estómago destrozando las paredes.
Los demás no se dieron tanta prisa en comer. A los demás les gustó. Bueno, la verdad es que ni siquiera habían protestado mucho del hotel, así que no sé de qué me estaba asombrando.
- ¡Qué bien! ¡Qué fuerte!
- Es un buen samogón, sí, señor.
- Sírvame más.
- ¿Le sirvo a usted? - me preguntó mi vecino de mesa.
- No, déjelo, todavía me queda un poquito en el vaso.
- Vale, vale...
La guía ya nos había advertido de que no habría mucha cantidad del brebaje ése, así que, contra la costumbre de los rusos de ofenderse si alguien no bebe, en esta ocasión hicieron una excepción y pensaron que, si no bebía yo, saldrían a más. Todos contentos.
Uno de los objetivos de la ingestión alcohólica, como sabemos todos los que hemos tenido diecisiete años alguna vez, consiste en desinhibirse. Los españoles, con el tiempo, ya nos desinhibimos solos, a veces incluso demasiado, pero los rusos siguen bastante cortados a edades avanzadas y continúan con la ayuda etílica.
Hay que decir, eso sí, que la ayuda funciona. Treinta y pico tíos que por la mañana no se conocían de nada, en cuanto estuvieron un poco chispas y apareció una señora del museo con un acordeón, se pusieron a cantar con muchísimas ganas. Conseguimos destrozar "Podmoskovskye vecherá" y casi todas las canciones más conocidas; se cantaron tantas canciones de la guerra (la de 1941-1945, que es la única que ha habido y habrá) que estuve por mirar por encima de la valla, a ver si había algún malvado Gruppenführer acechando.
Y luego estaban las dos señoras que se sentaban justamente frente a mí. Pero a ésas les toca capítulo aparte.
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