En Albacete subieron al tren cinco jovenzuelos bastante peculiares. Desde luego, lo seguro es que no eran de la propia Albacete, sino probablemente de algún pueblo de la provincia, porque su acento, alargando las últimas v0cales de las palabras, era de la España profunda más genuina. Ocuparon sus asientos armando bastante algarabía, pero no se diría que el ruido que hacían era excesivo. Cuatro de ellos, si no fuera por su acento, hubieran podido pasar desapercibidos, tanto por sus ademanes como por su aspecto físico; pero el quinto era un ejemplar paradigmático del españolito de pueblo; rasgos acusados, ojos vivarachos en unas cuencas pronunciadísimas, aspavientos más que ademanes, y unas cejas... ¡qué cejas! unas cejas que el mismísimo Brezhnev hubiera mirado con envidia, anchas como pocas, pobladas como ninguna y negras como la boina que, si hubiera llevado, le hubieran convertido en el pueblerino por antonomasia.
Me quedé mirándoles con una mezcla de curiosidad y simpatía. Después de todo, yo también nací de pueblo y de vez en cuando retorno, aunque años de urbanita han terminado por desbastarme y hacer de mí un vano remedo de mis orígenes. Pero los orígenes, por ocultos que estén, siempre terminan por salir a la luz, y allí estaba aquel grupo de chavales para hacerlos emerger.
- ¿Y el tren ya va hasta Madrid? -dijo uno.
- Hasta allí va -dijo el genuino, que, por si fuera poco, era el que llevaba la voz cantante.
- Debe ser grande Madrid.
- Ya lo creo. Debe ser mucho mayor que Albacete.
Dios mio. Aquel grupo era la primera vez que iba a visitar Madrid, sin duda para pasar allí el fin de año en alguna verbena y luego Dios diría. Madre mía, la que les esperaba, y eso que los miembros del grupo andarían más cerca de los treinta que de los veinte. Se me hacía extraño que un manchego, con lo cerca que le cae, no se hubiera dejado caer a tales alturas por la villa y (ex)corte. Pero bueno, ya se sabe que nunca es tarde.
Mi primera visita a Madrid fue con el cuarto de siglo ya a cuestas, y no fue por turismo, que aún hoy es algo que tengo pendiente hacer en serio, ni por pasar un par de días de jolgorio, sino por una prosaica entrevista de trabajo. Ése seguiría siendo el motivo de mis siguientes visitas a la capital de España, hasta que, desde hace cosa de una década, mis estancias en la capital han pasado a cambiar de naturaleza. Es lo que tiene casarse con alguien de allí.
- ¿Cuándo llegaremos a Madrid?
- Pues deberíamos tardar cosa de dos horas.
- ¿Tú crees que Madrid será más grande que Valencia? Una vez, ¿te acuerdas?, estuve un día y medio en Valencia, por Fallas.
- Sí, que fuiste a casa de tu prima.
- Y volviste diciendo que aquello era mu grande.
- Y que había mucha gente.
- ¡Anda tú! ¿Y cuánta gente querías que hubiera, si estaban de fiestas?
- Pues en Madrid debe haber más.
Ya lo creo que sí. En Madrid hay mucha más gente que en Valencia. Aquel primer día, a mediados de noviembre, salí de Atocha con la inseguridad propia de quien circula por terreno desconocido y me dirigí hacia el lugar donde iba a tener lugar la entrevista, en plena Castellana. Pase por delante del Museo del Prado, proponiéndome volver con más sosiego para visitarlo; pasé por delante de la Biblioteca Nacional; por delante del entonces edificio de Correos; vi la estatua de Colón en la plaza de su nombre, y a todo iba poniendo tal cara de admiración que debía ser evidente para cualquiera que me viera que era nuevo, y hasta novísimo, por la ciudad. Y que, aunque en atención al motivo de mi viaje iba vestido con traje y corbata, y que había tomado prestado un abrigo de mi padre por si hacía más frío del que un valenciano es capaz de soportar, mis ademanes y mi actitud desmentían mi atuendo y revelaban al pardillo que había debajo.
- ¿Y qué hacemos al llegar?
- No sé. Ya veremos qué se nos ocurre.
- ¡Pues no tenemos tiempo hasta la noche ni na!
En su día, yo llegué a la entrevista de trabajo andando y como unas dos horas antes de que debiera tener lugar. El día era bonito, pero hacía frío y estar sentado dos horas en un banco de la Castellana era algo exagerado. Entrar al edificio tan pronto no era de recibo y yo no sabía muy bien qué hacer, así que me metí en un bar a comer algo, porque se acercaba el mediodía. Como en España en general, y en Madrid en particular, la gente come tarde, el bar estaba bastante vacío. Me atendió un camarero de unos cincuenta años, y yo me senté en una mesa vacía, a cuyo lado había un señor tirando a gordo con el pelo engominado que leía distraído el periódico y a quien el camarero trataba con mucho respeto.
- El otro dia conseguimos las pistolas, señor -le dijo.
- ¿Y son buenas? -dijo el cliente sin apenas mirarle.
- Yo las he estado viendo, y son muy buenas. Se las pasamos a Ciríaco.
- ¿A Ciríaco? ¿Y es de confianza?
- Es de confianza, señor.
- Bueno, pero yo se las hubiera pasado a Juan.
- Claro que si, señor, pero Ciríaco también es bueno. También ése le daba a los rojos como el que más.
- Le haré caso si usted lo dice.
El camarero dejó servido al señor engominado y pasó a servirme a mí, que no estaba muy seguro de dónde me había metido. Creo que comí demasiado deprisa y a la salida tenía un nudo en el estómago. Si hubiera sido rojo, no quiero ni pensarlo.
Entretanto, el tren seguía avanzando por La Mancha y los cinco muchachos seguían hablando animadamente entre ellos, a veces con algún detalle de nervios. Sí, la primera llegada a Madrid tiene ese no sé qué de incertidumbre que luego se recuerda con simpatía, pero que en el momento en que se produce es bastante molesto.