sábado, 27 de julio de 2024

Problemas de ricos

En julio, Bruselas está muy cambiada respecto a su aspecto del resto del año. Si los turistas ya la invaden de manera habitual, en julio su número aumenta considerablemente, de modo que es muy habitual encontrarse a grupitos de personas más o menos despistadas desplazándose sin saber muy bien hacia adónde. A veces son claramente mochileros apenas salidos de la adolescencia, con aspecto despreocupado y sin ninguna prisa por llegar a alguna parte; otras veces, son grupos de orientales con un guía y un horario férreos; finalmente, nos encontramos con algún grupo familiar, guiado por un padre que mira de reojo a derecha e izquierda mientras trata de asesorarse sobre el camino a seguir a través del GPS de su teléfono móvil, sin que la madre de la familia y los uno, dos o tres hijos que lo siguen con pinta fatigada se preocupen lo más mínimo sobre el camino a seguir.

Pero estos grupos se concentran en el centro de la ciudad y fuera de él sólo en lugares emblemáticos, como el Atomium o la basílica de Koekelberg. Por el llamado barrio europeo, donde está mi puesto de trabajo, se aventuran poco y no les culpo por ello, porque el barrio europeo, que se llama así como si el resto de la ciudad estuviera en otro continente, es un amasijo de edificios de gran tamaño y de estética dudosa, que alojan a la mayoría de las instituciones de la Unión Europea y a todo lo que arrastran consigo en forma de representaciones permanentes, grupos de presión, asociaciones de la más diversa índole, restaurantes de todo tipo de cocina y, en suma, el guirigay que acompaña a quienes disponen de un generoso presupuesto para ejecutar en distintos proyectos. Y, no lo olvidemos, a quienes tienen un salario que les permite llegar a fin de mes holgadamente, incluso cenando en esos restaurantes que acuden prestos al reclamo de una cartera repleta.

Fuera de los lugares más rabiosamente turísticos, Bruselas pierde en verano buena parte de su población. A veces, me cruzo con algún compañero o, más frecuentemente, compañera, que me miran con sorpresa, como si no esperaran verme por allí, y me espetan:

- ¡Oh! ¡Aún queda alguien que no se ha ido de vacaciones!

¡Como si ellos mismos no fuesen la prueba de lo que dicen! Eso sí, esa sorpresa que muestran no es sino consecuencia del incontestable hecho de que, quien más quien menos, en cuanto pasa el Día Nacional de Bélgica, es decir, el 21 de julio, o se va de vacaciones o no va a tardar en hacerlo y se dedica a calentar el asiento lo justito hasta que llegue el momento de partir.

Esa huida generalizada de la capital administrativa europea, unida a un tiempo atmosférico razonablemente bueno, ni muy caluroso ni muy frío, convierte a Bruselas, por una vez, en un lugar agradable. Las cuadrillas habituales han ido perdiendo efectivos a medida que sus componentes se han ido marchando, de manera que se van parcheando otras entre quienes permanecen en la ciudad, como quien se hace un traje a base de retales.

En estos pensamientos, salía yo de mi lugar de trabajo en una tarde agradable y soleada, camino de una cita con una compañera de trabajo a la que hacía tiempo que no veía y con quien había quedado para una cena tempranera, muy a la europea, y luego cada mochuelo a su olivo. Con tan poca gente en las calles del barrio europeo, los enormes edificios parecían aún mayores.

Llegué a mi cita bastante antes de lo convenido, encadené mi bicicleta y me puse a esperar un rato. Y eso no es frecuente, porque, desde que existen los móviles inteligentes, la gente ha dejado de esperar. Lo que hace la gente es mirar cualquier cosa en su móvil mientras llega el resto del personal, y eso no es esperar; de hecho, más de uno (y más de una) queda bastante contrariado cuando su cita llega y le interrumpe el trasteo que llevaba con su móvil, dejando a medias lo que estaba haciendo. Yo soy el primero que lo hago, pero en esa ocasión me dio pereza sacarlo de la riñonera, metida a su vez en las alforjas de la bicicleta, así que me puse a esperar. A esperar genuinamente.

Se dice que los hombres tenemos la capacidad de no pensar en nada y que las mujeres carecen de ella y por eso no nos creen cuando nos preguntan en qué estábamos pensando y les respondemos que no estábamos pensando en nada. Efectivamente, tenemos esa capacidad, pero, y hablo por mí, la usamos en ocasiones menos frecuentes de lo que pudiera parecer; creo que es más frecuente que estemos pensando en cualquier tontería y nos dé apuro confesarlo. El caso es que, en la espera, dejé volar mis pensamientos rodeado de edificios que conocía bien y que eran mi entorno habitual desde que llegué a Bruselas.

En diciembre hará doce años de esto. Doce años de desencasillamiento de Rusia, si se quiere. A veces me pregunto qué pensaría el Alfor del pasado si viese a dónde había llegado el Alfor del presente. El Alfor de quince años, que nunca se tuvo en gran cosa, estaría indudablemente satisfecho; el de veinticinco años estaría dando palmas; el de treinta y cinco años estaría algo confuso, pero probablemente conforme. De lo que no estoy muy seguro es de lo que pensaría el Alfor que acababa de aterrizar en Bruselas y que, eso con total seguridad, no se esperaría lo más mínimo qué iba a sucederle en los casi doce años siguientes. Supongo que de algunas cosas estaría satisfecho (y de algunas extremadamente satisfecho), mientras que otras le parecerían completamente increíbles y hubiera preferido que no sucedieran. Tampoco me quedó claro si globalmente estaría conforme con el resultado y si, tomándolo todo junto, hubiera resuelto, como resolvió, salir de Moscú, de haber sabido lo que iba a sucederle en Bruselas. Claro que está por verse qué hubiera sucedido de haber continuado en Moscú: seguramente lo mismo o, a la luz de cómo está la cosa entre Rusia y el resto de Europa ahora mismo, algo bastante peor.

En estas reflexiones estaba, cuando salió mi compañera del edificio y nos fuimos a buscar un restaurante cuya cocina ya funcionase para cenas a las seis y media de la tarde. En España, y más en verano, a las seis y media de la tarde se puede aspirar como mucho a una horchata o un granizado de limón en cualquier heladería; si dices que quieres cenar, te van a mirar rarísimo, pero en Bruselas hay restaurantes que ya están abiertos para cenar, palabra de honor.

En aquella ocasión no se hacía tarde, ya lo creo que no, pero ahora sí, así que será cosa de proseguir las disquisiciones, y esta entrada, a su debido tiempo, que no es éste.

jueves, 25 de julio de 2024

Elecciones y ecologías

En todos los países de la Unión Europea ha habido elecciones al Parlamento Europeo, pero en Bélgica, además, hubo elecciones regionales de distinta índole. En España diríamos autonómicas, más o menos. Aquí, como ya ha quedado dicho alguna vez, las autonomías se llaman regiones y son tres: Flandes, Valonia y Bruselas. En Flandes se habla flamenco, en Valonia se habla francés, y en Bruselas se hablan muchos idiomas, porque es un guirigay del quince, pero oficiales, lo que son idiomas oficiales, no hay más que dos, que son el flamenco y el francés. Lo de la oficialidad del alemán en una parte de Valonia, si eso, lo dejamos para otro día, a ver si me paso por aquella parte del país este verano a hacer turismo.

El caso es que, en materia interna, en Bélgica se eligió a los miembros del Parlamento valón, del Parlamento flamenco, del Parlamento de la región de Bruselas (que es donde vivo yo, parece que por algún tiempo más) y, bonus, el Parlamento de la Comunidad germanófona, que tiene partidos bastante raritos. Al Parlamento de Bruselas se presentaron la tira de candidaturas, y he aquí que la suerte ha querido que la lista número 1 fuera la de Vlaams Belang. La estuve leyendo, pensando en encontrar todo tipo de apellidos más flamencos que Camarón, y es cierto que la mayoría lo eran, pero el número 4 de la lista era una tal Ekaterina Begunova que me ha dejado algo descolocado. No estoy muy seguro de que alguien que se llama así esté por la tarea de expulsar inmigrantes. Por lo demás, hubo un total de treinta candidaturas, la trigésima de las cuales se llamaba "Viva Palestina!", así, en español, y estaba formada por cinco personas que atendían por Dyab, Yasmine, Nasser, Hakema e Ismaiyl. Supongo que éstos últimos pudieron contar con algunos de los votos de los que se manifiestan poco menos que a diario delante de la embajada de Israel y contribuyen a empeorar todavía más, que ya es decir, el tráfico de la zona.

El resultado de las elecciones regionales dio lugar a un parlamento confuso, como todos los parlamentos en este bendito país trufado de partiditos especializados en una zona lingüística, pero parece que los ecologistas salen del gobierno, cosa que sabremos con certeza dentro de un par de meses, cuando se vuelvan a reunir. Hay que reconocer que los ecologistas han puesto en marcha algunos carriles bici dignos de tal nombre, lo cual era algo que hacía una falta enorme en Bruselas, y los ciclistas lo agradecemos; también es verdad que la pesadilla de los patinetes eléctricos abandonados por cualquier lugar debe considerarse responsabilidad suya. Sólo este año parece que se ha impuesto la cordura y los patinetes de alquiler, que son casi todos, deben ser depositados en lugares concretos, no tirados sobre la acera. Los peatones se lo agradecemos.

Otra medida de los ecologistas ha sido la regulación de la zona de bajas emisiones, cosa que no sé si los conductores agradecemos, pero creo que no. La zona de bajas emisiones es la región de Bruselas enterita y, en ella, los vehículos considerados contaminantes lo tienen crudo. Ya hay un grupo de vehículos que, desde hace dos años, están prohibidos en su interior bajo fuertes multas y el siguiente grupo, los diésel Euro 5, debía ser prohibido a partir del 1 de enero de 2025. Debo hacer notar que en este punto no soy objetivo. En realidad, como todo lector de esta bitácora conoce, no soy objetivo en casi ningún punto, pero en éste todavía menos, porque soy propietario de un vehículo que, si la normativa actual no sufre variaciones, tiene los días contados en Bruselas, con lo que ya estoy pensado qué hacer con él y si comprarme otro que lo sustituya.

Mis planes, de momento, están suspendidos a la espera de saber si el nuevo gobierno, que se constituirá en algún momento y, según todos los indicios, lo hará sin ministros ecologistas, va a conceder una moratoria a los vehículos Euro 5 o no. Se rumorea que sí que lo hará, habida cuenta de que la cosa, si sigue en sus términos actuales, puede acabar en tumultos. Hay numerosos vehículos de ese tipo circulando y no todos sus dueños están en condiciones de pagarse otro coche así como así, de modo que una moratoria de ese tipo sería considerada una medida social, muy popular, sobre todo entre quienes dependen del coche para desplazarse y no tienen posibles para reemplazarlo. Vale, no estoy en ninguno de los dos casos en este momento, pero me pregunto si la prohibición de esos coches es una decisión tan ecológica como se nos quiere hacer creer.

Tengo para mí que ni mucho menos. Los coches que se prohíban en Bruselas no van a desaparecer por arte de birlibirloque, sino que van a seguir circulando en otros sitios, mientras que muchos de sus propietarios se van a ver obligados a hacerse con vehículos que sí que cumplen la normativa, pero que habrán de ser fabricados y, por tanto, van a contaminar por este mero hecho. Los únicos realmente beneficiados por estas decisiones no son los ciudadanos, ni menos aún el planeta, sino los fabricantes de coches, que van a tener más clientes y más ventas ¡Que no hayan sido ellos quienes estén detrás de estos tejemanejes!

Entretanto, me toca deshojar la margarita. El coche, cariñosamente conocido como "topomóvil" o "кротомобиль", por su color característico, se usa de uvas a peras, pero uno le coge cariño a estas cosas y no es cosa de desprenderse de algo que funciona perfectamente, así que tiene todos los números para pasar a prestar servicio a su dueño en España, en algún lugar, que ojalá exista, en donde los ecolotalibanes no se hayan salido con la suya y que quizá esté en la Valencia profunda, quien sabe. La duda es cuándo marchar del país, porque en verano es quizá muy pronto, no se sabe cómo va a reaccionar el todavía no existente nuevo gobierno y, si me espero mucho al año nuevo, quizá entonces, como tantas otras veces, se haga tarde.

martes, 23 de julio de 2024

Caritas in veritate

Uno de los temas que no pueden faltar en este retorno a la actividad es el estado -comatoso- de la Iglesia Católica que peregrina en Bélgica y los motivos del decaimiento que muestra casi a cada momento. Como he escrito muchas veces, es un tema importante para los católicos que seguimos intentando serlo, porque Bélgica es un país que nos indica, por ejemplo a los españoles, cuál es nuestro futuro dentro de algunos años, a no ser que las cosas cambien muy seriamente.

El otro día, al abrir el buzón de mi casa, me encontré con una publicación de "Caritas info" dirigida a mi persona. Supongo que en algún momento del año pasado debí hacer alguna aportación a alguno de los proyectos que llevan y también debí rellenar algún formulario en el que revelé mi dirección postal, así que puedo esperar ser informado en lo sucesivo de los avatares de dicha organización.

No creo que descubra nada nuevo si digo que Caritas es la organización de beneficencia de la Iglesia Católica y que por ello se distingue, o por lo menos debería hacerlo, de las organizaciones benéficas no confesionales. Al hacer una obra de caridad, los católicos no estamos movidos por un sentimiento de filantropía centrado exclusivamente en el necesitado por el hecho de serlo; de hecho, la palabra "filantropía" debería estar proscrita de la acción de beneficencia católica. No, los católicos practicamos la caridad por amor a Cristo, que vemos presente en el necesitado. Claro que somos caritativos con quien lo necesita, pero es que Cristo está en quien necesita nuestra caridad. Una acción de caridad que prescinda de este hecho será todo lo meritoria que se quiera, pero no es cristiana.

La publicación de Caritas francófona que apareció en mi buzón es pequeña. Apenas consta de dos páginas que, por curiosidad, me puse a leer con ánimo de ver cuántas veces aparecía la palabra "Cristo" o "cristiano", o hasta "católico" y sus derivados. Ninguna. Miré en su página de internet, y decidí ser más riguroso, no fiarme de mi vista y dejar buscar las palabras clave al navegador, pero el resultado fue el mismo. En la página de internet de Caritas francófona en Bélgica no se menciona ni una sola vez a Cristo ni a la Iglesia Católica. Y, por desgracia, no puedo decir que me haya llevado una sorpresa con este descubrimiento.

En estas circunstancias, y siento mucho decir esto, la existencia de Caritas es completamente superflua. Para pedir fondos y dedicarse a ayudar a gente por el mero hecho de ser gente, cosa que está muy bien, hay un sinnúmero de organizaciones que nacieron precisamente para dar cabida al impulso filantrópico de la gente que no era ni quería ser cristiana, cosa que es absolutamente respetable, y que sin ninguna duda hacen muy bien su trabajo. Pero Caritas debería ser otra cosa, que sirviera para ver a Cristo en el necesitado y para acercar el necesitado a Dios. En cambio, lo que sucede es que sus responsables, al menos hasta ahora, han camuflado a Cristo tan bien que nadie pensaría que se trata de una organización católica.

El número de Caritas info refiere en primer lugar una noticia interna: parece que hasta ahora había dos organizaciones distintas, no sé bien por qué causas. Una era Caritas Sécours (francófona) y la otra era Caritas francófona, a secas. El editorial del artículo venía a decir que ambas organizaciones se habían fusionado para dar una visión más clara de la red de proyectos en la que estaban metidos. Y, como dice en su página web, la unión hace la fuerza.

La foto que ilustra esta entrada está tomada de la página web de Caritas Sécours y muestra al presidente saliente y al entrante. El presidente saliente es el señor de la derecha. Yo no soy quién, bien lo sabe Dios, para criticar el aspecto exterior de nadie ni las pintas con las que se deja sacar una foto destinada a la publicación, pero creo que Caritas, además de un problema de identidad cristiana, padece un importante problema de imagen, el cual, al menos, se ha paliado algo (no del todo) con la entrada como presidente del señor de la izquierda. Sobre la cabeza del nuevo presidente, además de un altavoz, podemos ver una porción de un crucifijo, que cortaron en la versión impresa, pero que, por lo menos, estaba ahí.

Sea como fuere, si la unión hace la fuerza, no estaría de más preguntar a los responsables de Caritas Sécours por qué no se unen con todas las organizaciones filantrópicas de beneficencia que existen en la Bélgica francófona y germanófona, sean del tipo que sean. En el mismo momento en que Caritas sacó a Cristo de la ecuación, renunció a todo distintivo con respecto a las demás, convirtiéndose así en una mera máquina de obtener recursos de la población y de canalizarlos a proyectos de ayuda a los necesitados. Quizá así, cuando la Iglesia Católica comprenda que, sin Cristo, nada de lo que hace tiene razón de ser, ni siquiera la caridad, le dé por despertarse y no consentir que existan en su seno organizaciones que no ponen a Cristo en el centro de toda su actuación.

Sólo espero que este momento llegue antes de que sea demasiado tarde.

sábado, 20 de julio de 2024

Resucitando a la carrera

He de reconocer que, durante estas semanas, se me ha pasado por la cabeza dejar puesta la última entrada y matar la bitácora con ella, sin llegar al vigésimo aniversario ni nada. Cuando escribí la entrada, tal cosa no estaba pensada en absoluto, pero, después de unas cuantas semanas con poco tiempo y diversos problemas personales, la tentación estaba ahí. Igual estoy dejando pasar una buena oportunidad de terminar esto con dignidad, pero creo que le voy a dar un empujón más, a ver hasta dónde llega.

Después de visitar a San Pedro, como vimos en la anterior entrada, resulta que la fecha de fallecimiento del autor de estas líneas estaba equivocada y volví a Bruselas, lejos de las calderas de Pedro Botero. Y tan lejos. Lo del calentamiento global es un concepto que debe haber pasado a la historia, al menos en Bélgica, porque ha hecho los peores meses de mayo y junio, y hasta principios de julio, de que tengo memoria. Sin embargo, las cosas han cambiado radicalmente este fin de semana, en que ya las temperaturas llegan a treinta grados, lo cual, para Bélgica, es muchísimo. Ya sé que en la mayor parte de España treinta grados se considera casi una temperatura bonancible, pero aquí no.

No creo que esta canícula llegue hasta lo que aquí se considera una sequía, porque aquí se considera sequía, para pasmo de quien viva en España, algo así como una semana sin llover. Yo creo que ha venido lloviendo prácticamente todos los días desde principios de año, y no exagero ni tantico.

Ayer, a eso de las dos de la tarde, hacía esos treinta grados que he mencionado, combinados con un 70% de humedad ambiental. Lo que viene siendo un ambiente difícil de soportar. Como me estoy preparando para el gran fondo de Siete Aguas, pensé que sería una buena idea salir a correr unos cuantos kilómetros para entrenar en condiciones similares a las de la carrera. El gran fondo de Siete Aguas tiene lugar el tercer sábado de agosto. Puede que haga menos humedad, porque Siete Aguas no está cerca de la costa, pero quizá sí que haya que soportar esos treinta grados.

No sé exactamente si fue una buena idea salir a entrenar en esas condiciones, pero sí que sé que no es lo que recomiendan las autoridades. Y con razón. Buena parte del recorrido de mis entrenamientos pasa por el bosque, entre caminos y sendas muy sombreados, y más ahora en que todo es verde y frondoso, porque la lluvia constante tiene también sus ventajas, pero hay partes en que no hay sombra alguna, y en esos lugares el sol picaba a base de bien.

Dieciocho kilómetros más tarde crucé el umbral de mi casa con la garganta bastante seca y cerca del desfallecimiento, pero sin pasar el punto de no retorno, cosa que hubiera sido algo compleja. Tuve una especie de vahído al tener que pararme a cruzar una carretera, pero me recuperé sin novedad. El entrenamiento en condiciones de calor duro fue un cambio respecto de la semana anterior, en la que salí con ánimo de rodar sólo un poquito, pero me encontré con que hacía dieciséis grados. Es más, había caído un chaparrón la noche anterior, aunque apenas se notaba, ya que un sol agradable  asomaba entre las ramas de los árboles; en suma, se estaba tan bien que bajé el ritmo y me puse en plan paseo durante los veintiún kilómetros de una media maratón, disfrutando del ambiente. Volumen sí que hice, pero no fue lo que se dice un sobreesfuerzo.

Esta semana sí que lo ha sido, a pesar de correr tres kilómetros menos, pero doce segundos por kilómetro más rápido. Al salir de la ducha, casi no podía moverme y no tenía ganas de hacer nada más que de tumbarme en la cama, cosa que llevé a cabo con total solvencia.

Y ahí me dije: ¿Voy a dejar morir la bitácora así, sin avisar? Desde que escribí la última entrada, ha llegado el verano, tengo algo más de tiempo, los problemillas personales y las ocupaciones varias no ocupan toda la jornada y, después de todo, alguna entrada se quedó en la carpeta de borradores y, por supuesto, quedan muchísimas cosas por decir sobre Bélgica, Bruselas, la Iglesia Católica que peregrina por aquí, no se sabe muy bien con qué rumbo, Flandes, Valonia y Europa en general.

Y, lo que es más importante, me sigue gustando escribir.

Aunque, a veces, se haga tarde.