sábado, 14 de octubre de 2023

De golpe

La caída de las temperaturas en Bélgica se ha producido de sopetón, hasta extremos desusados incluso para aquí. Ayer, viernes, todavía gozábamos de unas máximas de veinticinco grados y tiempo razonablemente seco. Algo pasó durante la noche, además de una tormenta bastante fuerte y de una ventolera que, si no me perjudicó el sueño, fue porque estaba lo suficientemente cansado tras toda la semana como para dormirme a despecho de cualquier mascletà que sonase a mi lado.

El caso es que esta mañana me he levantado más tarde, y menos soñoliento, que los días de entre semana, y me he encontrado con que la temperatura era de diez grados, que la máxima no iba a pasar de catorce, y que, en el mejor de los casos, ése era el patrón de los días por venir: chicos, ha llegado el otoño.

El otoño tiene sus ventajas, al menos en Bruselas. Así como este entretiempo ha sido tan confuso como de costumbre, con el otoño, en cambio, uno sabe a qué atenerse. Hasta ahora, tocaba salir de casa, y la pregunta era ¿y qué me pongo? Ya sé que las mujeres se la hacen en cualquier tiempo y circunstancia, pero yo sólo me la hago seriamente cuando el tiempo es del jaez que hemos estado teniendo últimamente, con máximas altas, o no, mínimas muy variables, o no, y lluvias intermitentes, o no. Uno no sabe si ponerse camiseta interior, calcetines gordos y jersey sobre la camisa, por si viene frío; pero, si no lo hace, y ha tomado precauciones, el día puede hacerse muy largo y caluroso... Y, al revés, si uno se viste como si se preparara una ola de calor, con una camisa de manga corta por todo atavío, y resulta que la ola de calor decide retrasarse y, en su lugar, sopla un vientecillo del norte de los que dejan tieso, las consecuencias, además de un resfriado, pueden ser bastante incómodas.

En otoño, las dudas son escasas: va a hacer más bien frío. Y va a llover, casi seguro. Uno se abriga algo y se avía con impermeables, y más si, como es mi caso, todavía se desplaza de ordinario en bicicleta. Y eso se hace siempre, así luzca un sol que deje bizco y no haya una nube en todo lo que la vista abarque, porque siempre puede llover en Bélgica.

Y las hojas caen. Y amarillean. Después de todas las entradas que he dedicado este verano a mi jardín, resulta fastidioso despedirse de él, si Dios quiere, hasta la primavera, porque, durante unos meses, lo de leer en la terraza no tiene mucho sentido, y porque todas las plantas entran en una especie de letargo hasta principios de marzo, en que la camelia empieza a darse cuenta de que el día vuelve a alargar y lo celebra floreciendo antes que nadie. Pero de esto ya llegará ocasión de escribir a su debido tiempo. Hoy no, porque se hace tarde.

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