Dios mío, ¡cómo pasa el tiempo! Como que ya hace más de un mes que no sale publicada ninguna entrada, y no es porque en Bélgica no pasen cosas. En Bélgica siempre pasan cosas. Es un país repleto de gente diferente una de otra, con guiris de todo el mundo, gente original e indígenas con ganas de pasárselo bien. La releche, vamos.
Pero lo que ha sucedido últimamente no tiene que ver con alguno de los seis parlamentos nacionales (sí, seis) parlamentos o asambleas de todo cuño que alberga Bruselas. No cuento los supranacionales porque no sé si tendré suficientes dedos en las dos manos para dedicar un dedo a cada uno de ellos, pero sin buscar nada me salen tres más ¡Anda que no hay políticos por aquí debatiendo a troche y moche! Y, sin embargo, las últimas noticias no tienen que ver con ellos, al menos no directamente.
No, señor, las últimas noticias tienen que ver con una costumbre cotidiana, que normalmente es una necesidad, pero es que yo ya no sé qué pensar. Se trata de las nuevas normas sobre la recogida de basuras.
El tema fue preocupante desde el principio de mi llegada al país. Me costó un poquito adaptarme, lo cual llevó a situaciones un poco particulares, cuando no directamente grotescas. Ya vimos que los sindicatos de la gestión de residuos son gente poderosa que ha conseguido no trabajar de noche, aunque bloqueen la ciudad en hora punta.
Al final, había conseguido una especie de equilibrio en mi vida, al menos en lo que respecta a las basuras. Las bolsas azules, de envases, se recogen los lunes; las amarillas, de papel, los jueves; las verdes, de residuos de poda y otras cositas del jardín, los lunes, pero por la tarde; y las blancas, de todo lo demás, nada menos que dos veces a la semana, los lunes y los jueves, haciendo compañía a las bolsas azules y amarillas, respectivamente. Un lío, vale, pero uno se va haciendo a las rutinas y a tener la basura en casa toda la semana, e incluso deja de echar de menos los contenedores españoles, ese gran invento.
Como todo el mundo sabe a estas alturas, el gobierno de la región de Bruselas, que llamamos región porque Bruselas es más complicada que una novela de enredo, está gobernado por una coalición entre rojos (sociatas) y verdes (ésos mismos...). Hay cosas positivas, qué duda cabe, en que te gobiernen unos ecologistas, sobre todo si eres ciclista y vives en una ciudad en la que la infraestructura ciclista era lamentable, porque en honor a la verdad la han mejorado mucho. Ahora bien, en algún momento se les debió terminar el presupuesto para pintar rayitas y dibujitos de bicicletas en la calzada, y eso es complicado, porque un ecologista ocioso es alguien peligrosísimo. La ociosidad en un político ecologista es un estado fundamentalmente inestable, que no puede durar mucho.
Efectivamente, se estaba mascando el drama. Mientras los supermercados de mi zona, como vimos hace poco, iban cerrando rutinariamente en una huelga detrás de otra, distrayéndonos a los ciudadanos de lo realmente importante, en un despacho de Bruxelles-Proprété se estaba maquinando un golpe de estado judeomasónico, o ateocomunista, o lo que sea, pero golpe de estado al fin, que iba a cambiar la vida de los pacíficos habitantes de Bruselas. Y de los que no son pacíficos, también.
Me di cuenta al volver de unas cortas vacaciones por Valencia y abrir el buzón de correos. Pero sobre semejante asunto tocará volver en otro momento, no sólo porque se hace tarde, que también, sino porque estoy, como buen estudiante que sigo siendo, en época de exámenes y, aunque las asignaturas de este cuatrimestre las debo solucionar con trabajos de curso, los trabajos de curso no se escriben solos, al menos hasta que aprenda a manejar la inteligencia artificial, y requieren muchas horas de trabajo de lectura, de escritura, de corrección y, en general, de mimo y apreció por el trabajo de la mejor calidad posible. Y eso requiere tiempo.
Lo cual explica, por cierto, por qué, a pesar de los buenos propósitos, no me siento delante de la pantalla para actualizar la bitácora desde hace algunas semanas.
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